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El Estado Autonómico y los nacionalismos

The Regional State and the nationalisms

Resumo

El artículo tiene como objeto la cuestión de la organización territorial del Estado español a la luz de la Constitución Española de 1978. El estudio examina, de una parte, la contestación que desde determinados nacionalismos se hace al ordenamiento constitucional vigente y, de otra, las lecturas distintas del texto constitucional que conducen a la negación de concepciones que el constituyente consideró fundantes del mismo orden constitucional. La cuestión principal analizada es el perfil de Estado autonómico diseñado en la Constitución Española.

Palavras-chave:
Estado autonómico; nacionalismo; Constitución Española; Estado nacional; organización territorial del Estado

Abstract

The article attempts to the issue of the territorial organization of the State in the light of the Spanish Constitution of 1978. The study examines, on one hand, the reply that since certain nationalisms is addressed to the existing constitutional system and, on the other hand, different readings of the constitutional text that lead to the denial of conceptions that the constituent considered foundations of the constitutional order. The main issue analyzed is the profile of the regional State designed by the Spanish Constitution.

Keywords:
regional state; nationalism; Spanish Constitution; national state; territorial organization of the State

Palavras-chave:
Estado autonómico; nacionalismo; Constitución Española; Estado nacional; organización territorial del Estado

Keywords:
regional state; nationalism; Spanish Constitution; national state; territorial organization of the State

INTRODUCCIÓN

En el panorama político español diversas circunstancias, de calado distinto también, han conducido a centrar la reflexión de los políticos y de los juristas en determinados aspectos de nuestra Constitución, y particularmente en uno sustantivo, como es el de la organización territorial del Estado. En buena parte esta atención es debida a la contestación que desde determinados nacionalismos se hace al ordenamiento constitucional vigente, bien negándolo en su totalidad y ejerciendo en el discurso un rechazo completo de la Constitución, aún admitiendo el orden constitucional como marco adecuado para articular democráticamente ese rechazo; bien, aún aceptando básicamente el texto constitucional y resaltando sus virtualidades, proponiendo una lectura que conduce de hecho -y a veces de un modo explícito- a la negación de concepciones que el constituyente consideró fundantes del mismo orden constitucional. Hoy, en pleno proceso de mutación constitucional, conviene reflexionar sobre el sentido y alcance de las propuestas que hacen los nacionalismos a la luz de la Constitución pues, mucho me temo, que en su mayor parte desbordan la esencia del acuerdo que sirvió de base al edificio del Estado territorial diseñado en la Constitución de 1978. Es el caso de las reformas de los Estatutos en curso y de las ya aprobadas en este tiempo, como el caso catalán o valenciano, desde diferentes dimensiones, evidencian.

En el fondo se está dirimiendo una batalla política en la que subyacen conceptos diversos de nación, y de este modo la noción de nación, confusa donde las haya, se convierte en el eje en torno al que gira una de las disensiones políticas más importantes que hoy se vislumbran en España. Pero tal cuestión no es exclusiva de nuestro país. Como ha escrito Berlin, la sociedad mundial continúa organizándose política y jurídicamente, como en los dos últimos siglos, bajo la dominación ideológica del nacionalismo, del que se interpreta como fundamento esencial el principio de “cada Estado, una nación; a cada nación, un Estado”. Y, es claro, el artículo 2 de la Carta Magna reserva a España la condición de nación así como atribuye a las Comunidades Autónomas la consideración de nacionalidades y regiones, que no naciones por mucho que algunos Estatutos, extra Constitución, se empeñen en proclamar en sus respectivos preámbulos.

2. LA CUESTIÓN NACIONAL

Es obvio, a la vista del principio citado, que de la interpretación que se haga de la nación dependerá la configuración del Estado. Pero de lo dicho parecen colegirse tres consecuencias. La primera es fundamental por cuanto es soporte de la concreción jurídica más inmediata del principio citado: la nación es el sujeto de soberanía, la entidad soberana en la que residen y de la que emanan todos los poderes del Estado. Una soberanía que no es divisible y que se ejerce sobre todo el territorio del Estado, que aparece así caracterizado como territorio nacional, territorio sobre el que la nación es soberana. La segunda es clave para la interpretación de la realidad nacional: la unidad y la igualdad jurídica de los miembros del Estado parecen querer fundamentarla algunos sobre una concepción de la nación como unidad cultural esencialmente homogénea y única, es decir la igualdad jurídica que el Estado consagra, se fundamentaría no ya en un principio jurídico universal sino, más allá del Derecho, en una realidad metajurídica, constitutivamente igualitaria, la nación. Y la tercera introduce un elemento de conflicto en la interpretación de nuestro Estado autonómico, como veremos: sobre el supuesto de la unidad del Estado y de la igualdad de sus miembros, se asienta la concepción de que la organización y distribución territorial del poder del Estado ha de ser tendecialmente simétrica.

Ahora bien, ninguna de estas consideraciones resuelve la cuestión fundamental: la de quién es el sujeto de soberanía, cómo se delimita, en qué se fundamenta esa atribución, qué alcance tiene. Es decir, qué es o cómo hemos de entender la nación.

La complejidad del fenómeno nacionalista, complejidad que se manifiesta en el orden histórico, político, jurídico y conceptual, se entrecruza con las grandes corrientes ideológicas de la modernidad, como son el liberalismo, el socialismo y el fascismo.

No podemos obviar un acercamiento al disenso que se produce respecto al concepto de nación, que se mueve -para simplificar- entre estos dos extremos: la nación como “etnos”, como singularidad natural o cultural y, en su forma más primaria, racial; y la nación como “demos”, como conjunto de ciudadanos que viven sujetos a las mismas leyes, que el mismo “demos” se da. Aunque debemos anticipar ya que una clarificación conceptual no dejaría resuelto el problema, que seguiría manifestándose en toda su agudeza, ya que no se daría respuesta a la cuestión de cuales son los elementos que en el caso particular, concreto, permiten hablar de la constitución de un “etnos”, por una parte, o, por otra, quedaría sin resolver el problema de cual es la entidad de la colectividad que por propia voluntad se da a sí misma una ley común que la convierte en “demos”.

Otra observación previa pertinente, respecto a los nacionalismos, se refiere a la diferenciación entre los llamados nacionalismos moderados y los radicales. Es comúnmente aceptado denominar moderados a los nacionalismos que propugnan el recurso a los medios democráticos para la consecución de sus objetivos políticos, ligados siempre al reconocimiento de la soberanía como elemento determinante de la propia condición de nacionalistas en el orden político. También se admite comúnmente calificar como radicales a los nacionalistas que defienden el recurso no sólo a los medios legales que el régimen democrático pone a su alcance sino también a aquellos otros medios que se salen de la legalidad y entre los que se incluye también el ejercicio de la violencia. De todas las maneras, aunque la existencia de planteamientos radicales entre los nacionalistas conlleva graves conflictos políticos y de convivencia, no añaden especial dificultad a la clarificación que pretendemos, que se sitúa más bien en el terreno conceptual. Esos planteamientos radicales, en ciertos aspectos, se configuran simplemente como un elemento más -aunque gravísimo, ciertamente- en el drama político en que se debaten los demócratas.

Hecha esta salvedad, ¿cuál es el soporte conceptual de los nacionalismos particulares que se dan en este momento en España? Tal y como hoy aparecen configurados, el soporte es la idea de que Cataluña, Euzkadi o Galicia -pongamos por caso- son auténticamente naciones y como tales sujetos soberanos originarios, negando consiguientemente la condición nacional del Estado español en su actual extensión.

Frente a esta interpretación nacionalista se contrapone la Constitución, que afirma la condición de España como nación. Sin embargo, en la interpretación que habitualmente se hace de esta afirmación se pueden observar dos tendencias, la de quienes parecen querer sostener o recuperar la idea de unidad y homogeneidad cultural de España, rehabilitando de esta manera un cierto nacionalismo españolista, y la de quienes interpretando la nación en el sentido jurídico constitucional de Estado nacional afirman la prioridad de la sujeción del “demos” a la misma ley, a la ley democrática.

Sobre estas tres posiciones, entiendo que se desarrolla el que podríamos denominar conflicto nacionalista, destacando ya desde ahora, que la tercera de ellas se presenta como una solución de superación de las otras dos, por cuanto no puede calificarse tal posición como nacionalista. Pero debemos subrayar también que cualquier postura -incluida esa tercera- que se decante a favor de la vigencia actual y de la permanencia futura de la realidad española en su integridad es considerada, en términos generales, por los nacionalismos particulares, como un nacionalismo de signo contrario al suyo, es decir, como un nacionalismo españolista.

3. LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA DE 1978 Y LOS NACIONALISMOS

Nuestro proceso constituyente, que -inseparablemente unido al proceso que se ha llamado la Transición española- despierta la admiración de la opinión pública en el mundo entero - no es ocioso recordarlo-, pretendió la promoción de los principios y valores democráticos, por tan largo tiempo preteridos en España, y junto con ellos, o por ello mismo, se propuso la superación tanto del nacionalismo español, del que el régimen franquista hizo bandera, como los nacionalismos particulares que perseguían mediante la independencia la ruptura de la convivencia española. Aquí se encuentra, en mi opinión, la clave para entender la funcionalidad del Estado compuesto español y el sentido de los Entes territoriales en que se compone España, lo cuáles, como ha reconocido el Tribunal Constitucional, participan de la esencia estatal.

Se trataba por lo tanto, en el ánimo constituyente, de afirmar la realidad inequívoca encerrada en lo que se ha dado en llamar los hechos diferenciales, particularmente los de aquellas Comunidades que se llamaron nacionalidades históricas, a las que se dio tal consideración por tener completado su proceso estatutario en el régimen republicano.

El ánimo constitucional era tan claro a este respecto que no dudó en utilizar la expresión ‘nacionalidad’ para referirse a las realidades culturalmente diferenciadas que se integraban en España. Significaba esto, a mi entender, que se estaba no sólo en la disposición favorable a acoger todas las reivindicaciones de carácter cultural, histórico y político que desde los diversos territorios autónomos que se fuesen articulando pudieran hacerse, sino que se atendía el proceso positivamente. Es decir, el constituyente afrontaba el proceso autonómico con una actitud constructiva y activa a favor de lo que se consideraba constitucionalmente el derecho legítimo de cada pueblo de los que integran España a entender en la organización y gobierno de los asuntos propios. Y ese proceso había de realizarse, para cada Comunidad, en un grado y ámbito que la misma Constitución y el desarrollo legislativo posterior -en un proceso descentralizador sin parangón- se encargarían de definir.

Pero el límite general que se ponía a semejante proceso, que se engloba dentro del proceso general constituyente -en cuanto se estaba constituyendo una nueva organización territorial del Estado que la misma experiencia histórica se iba a encargar de perfilar, ya que la redacción del título VIII era manifestamente abierta-, el límite general de ese proceso, digo, venía señalado por el concepto de solidaridad, de notable ambigüedad jurídica, y sobre todo por el claro y preciso concepto de soberanía. Hasta el punto -y es esta una explicación plausible- que al referirse a los territorios culturalmente diferenciados, en su afán de destacar su profunda singularidad, el constituyente habló de “nacionalidad”, pero reservó el título de nación para el conjunto de España. Se trataba de reservar a España -en su totalidad- el título de nación, justamente para no dejar lugar a duda alguna respecto al principio de soberanía, se trataba de salvaguardar el principio jurídico que se mencionó: es la nación el sujeto soberano.

Con una conformidad explícita con el texto constitucional, o con una posición de ambigüedad calculada respecto al mismo y al Estatuto respectivo, según los casos y según el momento político, los partidos nacionalistas han desarrollado su estrategia durante todo el proceso de transferencias, produciendo un doble discurso perfectamente coherente con sus objetivos políticos últimos: de cara al exterior, la afirmación de los altísimos niveles competenciales alcanzados con el impulso del estatuto propio, cuyo prestigio legal se trata por todos los medios de acentuar -desvinculándolo del precepto constitucional-; y de cara al interior, la permanente insatisfacción por la interpretación raquítica de los techos competenciales.

Y precisamente cuando los niveles de transferencia alcanzan su culminación y son colmadas con creces las aspiraciones que estaban implícitas en la incoación del proceso autonomista, contemporánea del proceso constituyente, parece abrirse una nueva etapa en la estrategia de los nacionalistas catalanes, vascos y gallegos: la reivindicación de la soberanía. Por ahora, el nacionalismo catalán ha conseguido, al margen de la Constitución, que el estatut reconozca a Cataluña, siquiera sea en el preámbulo, como nación. Es un primer paso hacia la soberanía, que algunos pretenden alcanzar a golpe de mutaciones constitucionales.

En el planteamiento nacionalista se trata ahora de socavar tal concepción, de ahí que la condición nacional de España se niegue reiteradamente por parte de los nacionalistas. Y desde su perspectiva hay que decir que tienen razón, es decir, España no es una nación en el sentido en que para los nacionalistas gallegos, vascos o catalanes lo es Galicia, Euzkadi o Cataluña: la homogeneidad cultural o lingüística que supuestamente presentan esos territorios no se encuentra en España. Pero sucede que el concepto de nación que los nacionalistas particularistas aplican a sus Comunidades respectivas no es real. No existe una identidad cultural o lingüística única u homogénea en los respectivos territorios; no existe un territorio “nacional” sobre el que se haga la reivindicación política de modo definitivo y completo; no existe una realidad histórica que justifique la reivindicación nacional de modo incontestable. De ahí que podamos afirmar, sin temor a error, que la reivindicación nacional que se hace por las partes tiene su fundamento principal en el objetivo político nacionalista, en la voluntad de los nacionalistas, lo cual -debemos reseñarlo- es enteramente legítimo, pero sitúa el planteamiento nacionalista en sus coordenadas verdaderas.

Es cierto, y no es posible negarlo sin faltar a la verdad, que existe un hecho diferencial de alcance a veces profundísimo. Pero tan exagerado y erróneo como negarlo es maximizarlo hasta convertirlo en un hecho universal homogéneo en el propio territorio, como los nacionalistas pretenden. De tal forma que la condición de vasco, gallego, o catalán no sería derivada de la propia sujeción al estatuto, como actualmente sucede, sino, en el supuesto del cumplimiento de las aspiraciones nacionalistas, sería derivada de la identificación con el proyecto nacional que los propios nacionalistas propugnan, con el detrimento y menoscabo que tal formulación conlleva para las libertades personales, mediatizadas, se quiera o no -en el nacionalismo- por la afirmación, previa a toda consideración política, de la realidad nacional particular propia. Sin embargo, a pesar del grado real de preocupación ciudadana presente en estas cuestiones territoriales, el nacionalismo no ceja en su intento, ahora por la vía de la reforma estatutaria, de intentar colar el derecho a la autodeterminación y la definición nacional de sus Comunidades.

4. EL ESTADO AUTONÓMICO COMO ESTADO NACIONAL

El profundo proceso de descentralización política que se ha realizado en España ha sido ocasión para que los partidos nacionalistas particularistas hayan invocado ese proceso como un camino abierto que desembocará en una nueva situación. El nuevo panorama territorial de la península supondrá una ruptura con la situación constitucional actual, que ahora mismo se reivindica ya. Tal reivindicación pone de manifiesto, según me parece, que prácticamente están cubiertos los techos competenciales a los que los nacionalismos podían aspirar, y de ahí el salto cualitativo en sus reivindicaciones. Pero la interpretación que del proceso autonómico hacen los nacionalistas es errónea, y ello puede afirmarse por dos motivos.

El primero, porque la misma Constitución, contempla un límite insalvable en el proceso descentralizador. Como ya señalamos, el constituyente dejó abierta la concreción de la distribución de competencias en los distintos ámbitos territoriales. Y lo hizo movido por una prudencia política evidente, la de no adelantar con la norma lo que era conveniente que dictara el desarrollo político mismo, la experiencia política. Pero también, movido por la prudencia política, cuidó de señalar con precisión los límites del proceso autonómico, reafirmando, como hemos señalado, la condición nacional de España. Esa reafirmación no se hace con la intención de subrayar una nacionalidad de carácter “étnico”, que obviamente no se da en España, sino con la de destacar la condición soberana del pueblo español, que abarca a todos los ciudadanos españoles sin distinción de ningún tipo.

El segundo motivo por el que puede considerarse errónea la interpretación nacionalista es tan importante o más que el primero. Deriva de la interpretación del mismo proceso autonómico. Efectivamente, los nacionalistas tienden a considerar que la descentralización política es una concesión, o un derecho que el Estado cede a regañadientes, porque el Estado mantiene -en el terreno de los supuestos nacionalistas- una tendencia centralista y uniformadora. Consecuentemente el Estado se postula como una realidad en oposición a las diversas nacionalidades que lo integran. Pero la realidad es bien distinta. La Constitución consagra un modelo nuevo de Estado, inédito en nuestra historia constitucional, que se caracteriza primariamente más que por la distribución territorial del poder, por la afirmación rotunda de la libertad, la participación y el pluralismo, y la convivencia y la solidaridad, como valores superiores sobre los que articular el edificio constitucional.

En esa perspectiva es en la que hay que entender el proceso autonómico. De ahí que la descentralización no deba ser considerada una cesión forzada, sino una afirmación profunda de la libertad y el pluralismo de los españoles, un procedimiento eficaz para hacer efectivos márgenes más amplios de participación en la vida pública, y una garantía definitiva de la pervivencia y fortalecimiento de las diversas culturas que recíprocamente nos enriquecen. No se podría entender de otra forma la Constitución, y cualquier otra interpretación sería, a nuestro juicio forzada y empobrecedora.

Por otra parte, no se debe olvidar que ni mucho menos están agotadas las técnicas para asumir nuevas competencias o mejorar las ya existentes. Piénsese, por ejemplo, en la operatividad dal artículo 150.2 CE, hoy sorprendentemente olvidado. Así las cosas, la pregunta es obvia, si todavía es posible aumentar el autogobierno en el panorama jurídico actual, ¿por qué acudir a nuevos espacios jurídicos?.

Así pues, es esta nación española la que aparece como el único titular de la soberanía, cuya atribución se realiza de un modo exclusivo, originario e indivisible; la nación española se configura como una nación compleja, integrada, como recoge el artículo 2 de la Constitución, por nacionalidades y regiones, reconociendo la existencia en su seno, pero formando parte de ella, de pueblos diferenciados, por lo que el preámbulo del texto constitucional habla justamente de “pueblos de España”.

El hecho de que la soberanía radique en el conjunto del pueblo español supone dos importantes consecuencias: En primer lugar, la imposibilidad de que el ejercicio del poder constituyente se atribuya a una fracción del pueblo. En segundo término, los Estatutos de las Comunidades Autónomas no pueden ser considerados manifestaciones constituyentes de un poder político jurídico originario regional; es el Estado quien les atribuye poder jurídico, confirmándoles la eficacia que procura su reconocimiento y poniendo a su disposición la utilización de su poder coercitivo. Así, el contenido del Estatuto cobra su fuerza y virtualidad de la voluntad del órgano constituyente estatal, pero al mismo tiempo aparece limitado, por un lado, por la voluntad del mismo órgano constituyente y, por otro, por el eventual control del Tribunal Constitucional.

5. ESPAÑA COMO NACIÓN

La atribución de la soberanía al pueblo español indica también que, en la mente del constituyente, España aparece como una verdadera nación o comunidad intrínsecamente diferenciada. Y podría aducirse a este respecto que nos estamos encontrando aquí ante un argumento viciado, en el sentido de que se está entendiendo que la nación lo es por su constitución política -“demos” sujeto a la ley que él mismo se da- y afirmando al mismo tiempo que si se da a sí mismo la ley constituyente, lo hace porque es una nación. Desde luego la cuestión no es vana y conviene aclarar la confusión en lo posible, o cuando menos sus términos. En efecto, la proclamación y promulgación de la Ley Fundamental es constituyente porque “constituye” la comunidad política, y en ese sentido España es una nación porque así se define a sí misma. Pero tal definición no se produce de modo arbitrario, caprichoso, aleatorio o casual.

¿Qué razón se puede entonces aducir para justificar el proceso constitucional, su planteamiento, desarrollo y desenlace, cuando se ha llevado a cabo desde el presupuesto de la existencia de España? Veámoslo. El reconocimiento de la pluralidad cultural y lingüística de España, nos impiden acudir a una unidad de esa clase para fundamentar el hecho constitucional. Así mismo se descarta de todo punto el recurso a un mismo origen étnico. Y por otra parte, la pretensión de fundamentarse en un principio territorial se ve gravemente dificultada por no ser España la única entidad política asentada sobre el territorio peninsular.

Si no hay, pues, lugar a la invocación de un principio étnico, territorial, lingüístico o cultural -en un sentido digamos antropológico, porque sí existe una cultura española- ¿en qué se basa, o cual es el punto de partida del proceso constituyente español? El proceso constitucional español se basa en la realidad histórica de España. No hace mucho la definía de un modo muy claro un líder nacionalista catalán, cuando negando la condición nacional de España afirmaba, en cambio taxativamente su realidad, la realidad de España, aludiendo justamente a su historia, y con ella a su realidad política, a las vivencias comunes, los recuerdos, los hechos y empresas realizadas por el conjunto, los lazos afectivos, los proyectos.

Puedo comprender, de acuerdo con la interpretación que venimos apuntando sobre el comportamiento nacionalista, el énfasis en negar la condición de nación de España, pero ese empeño no se compadece con la afirmación rotunda de la realidad española, si no es por un escondido -o para algunos, manifiesto- interés político. Las grandes realidades sociales -grandes también en el sentido de extensas- están sujetas a un dinamismo constante, que permite a quien pretenda su disgregación, tomando ocasión de las fuerzas internas que producen aquel dinamismo, resaltar las divergencias que en el cuerpo social se entrecruzan y las heterogeneidades que en él se encuentran, o que pueden generarse. Esta es la clave para comprender el planteamiento nacionalista.

Quienes reafirman su voluntad de apoyo a la España constitucional -no por un nacionalismo español- defienden la Constitución por ser soporte y refrendo de la confluencia democrática de la plural riqueza de la ciudadanía española. Ese todo social, ese conjunto cuya realidad se afirma cada vez que se habla de España -de ahí la reticencia de los nacionalismos particulares para emplear este nombre, mientras no se ha llegado a una implantación suficiente de la doctrina nacionalista- ese todo social, digo, es reafirmado en su conjunto -no como un simple agregado- por quienes sostienen la validez y las virtualidades de la realidad histórica denominada España.

De lo anterior se infiere que la nación española ejemplifica lo que suele denominarse nacionalismo voluntarista u occidental -aunque deba destacar que no me satisface el recurso al término ‘nacionalismo’-, coincidente con la tradicional concepción española de empresa común, como recuerdan Ortega y Renan, para quienes la nación es un proyecto sugestivo y renovado cotidianamente por sus integrantes.

Por eso, la visión constitutivamente plural de la nación española -nación, en el sentido que de ella venimos hablando aquí-, integrada por nacionalidades y regiones, implica ciertamente reconocer un relieve político a la variedad territorial, el reconocimiento de una complejidad teritorial con una indudable relevancia política. Pero este pluralismo político-territorial no pone en cuestión el espacio político común, la clave constitucional está en la rotunda afirmación de ambos -pluralismo político territorial y espacio político común- frente a los nacionalismos de uno y otro signo, el uniformador y el particularista, que miran sólo a uno de los brazos que nuestra Constitución pone en equilibrio.

6. LA REFORMA CONSTITUCIONAL

En el conflicto que suscitan los nacionalismos particulares, no ya frente a un nacionalismo español, que en sus expresiones más crudas puede en buena parte considerarse hoy residual, sino frente a una afirmación constitucional de España, de la realidad nacional española, han jugado, a mi juicio, un papel no menor dos deficiencias en el desarrollo constitucional que se ha tardado demasiado tiempo en abordar, aunque su dificultad explique en parte el retraso con que se han comenzado a tratar. Quizás, por ello, en el proceso de reforma estatutaria se intenten colar reformas constitucionales de calado que conllevaría consecuencias muy relevantes en orden a la propia reforma constitucional.

Una de ellas es la necesidad urgente de articular adecuadamente la participación de las Comunidades Autónomas en la formación de la voluntad de los órganos estatales, cuestión ésta en la que la reforma del Senado, para convertirlo en una verdadera cámara de representación autonómica, aparece dotada de una relevancia trascendental. Esta reforma se muestra como un paso necesario para superar la carencia de una cultura política y administrativa de cooperación, que se pone de manifiesto en el recurso retórico reiterado a los agravios comparativos entre comunidades, cuestión que debiera dirimirse en el foro cameral adecuado que el desarrollo constitucional no ha todavía instituido y cuya perentoria necesidad es a cada paso más manifiesta.

La otra deficiencia consiste en el cierto olvido en que se han tenido a las Corporaciones Locales. Tal preterición se ha producido, según creo, debido a las urgencias impuestas por las Comunidades en el proceso de transferencias, por una parte, y por otra, en la imposibilidad de consolidar mayorías políticas estables sin el concurso de las formaciones nacionalistas, que si bien han proporcionado a gobiernos de uno y otro signo político garantías de estabilidad tan necesarias y contrapuntos saludables de pluralismo, han condicionado, por otra, de un modo notable, toda la política territorial del Estado.

Esta última deficiencia que hemos señalado pesa gravemente en la cuestión que tratamos ya que los poderes autonómicos han venido consolidándose como poderes únicos y hegemónicos en su ámbito propio, sin ver compensado su peso creciente por un asentamiento y fortalecimiento de las autonomías municipales, locales.

Hasta tal punto esto es así que determinadas formaciones nacionalistas han visto con alarma -para sus intereses políticos- la propuesta y ejecución de un Pacto Local que tienda, naturalmente, a afianzar la personalidad política de los entes locales. Esta reticencia se produce porque tal autonomía -la local- cabe interpertarla como un obstáculo para la realización de un proyecto nacional particular, ya que se podría ver rota, o se perjudicaría notablemente, la política de homogeneización cultural, lingüística, política, etc, que el proyecto nacionalista encierra. En este sentido, según parece, los proyectos nacionalistas suponen una constricción real de las libertades de los entes menores, respecto a la afirmación que de ellas se hace en el vigente modelo constitucional español.

Pero si cabe alguna reforma de la Constitución para adecuar o equilibrar determinados aspectos de la organización territorial del Estado, cabría también, de acuerdo con el sentir de los nacionalistas, una reforma que reconociera el derecho de autodeterminación, o, yendo más allá, la plena independencia de algunos de los territorios que integran España.

Efectivamente así es, por cuanto no existe necesidad histórica alguna en ningún evento o realización humanas. Pero admitir -¿qué impedimento podría haber para ello?- la no sacralidad de la Constitución, o la condición contingente de cualquier realidad histórica, no puede traducirse en la asunción de los postulados nacionalistas que parecen querer derivar de esos supuestos la necesidad ineludible de cambiar el texto constitucional y la necesidad insalvable de proceder a la disgregación territorial que pretenden, o al menos de sentar las bases jurídicas para hacerla posible.

Así que no se trata de cambiar las cosas simplemente por el hecho de que sea posible hacerlo, como a veces parecen argumentar los nacionalistas. Tampoco se trata de atrincherarse en el texto constitucional para hacer una defensa jurídica cerrada y a ultranza de lo que a la postre no es una realidad históricamente trascendente, sino el producto de la voluntad constituyente de los españoles. Pero debe evitarse igualmente que la defensa y promoción de un proyecto común, político, cultural, de convivencia y de presencia en el mundo, sea considerado sin más integrismo constitucionalista. El recurso a todos los medios para alentar y fortalecer un proyecto de futuro para todos los pueblos de España es enteramente legítimo, y se incluyen ahí los argumentos jurídicos, pues no en vano los partidos nacionalistas particulares han visto incrementada su presencia e influencia al amparo de los argumentos legales que la propia Constitución les ha proporcionado.

7. LA ARTICULACIÓN INTERIOR DE ESPAÑA

Apuntamos al comienzo de esta exposición que una de las consecuencias que se derivaban del principio de que Estado y Nación son realidades correlativas era la de la distribución simétrica del poder territorial. Sin embargo en la construcción del Estado autonómico una permanente reivindicación nacionalista ha sido la de un tratamiento singular diferenciado para las autonomías históricas, consecuente con la afirmación particularista del hecho diferencial.

Vamos a encontrar ejemplificadas en este contencioso constante del nacionalismo algunas de las consideraciones que hemos acabado de hacer y que vemos como fundamentales para una interpretación correcta del hecho constitucional español.

Efectivamente. De los centros de poder nacionalista -el vasco, el gallego y el catalán- la reivindicación se ha efectuado principalmente desde el nacionalismo catalán. Esto ha sido debido en parte, según me parece, porque el nacionalismo vasco ha visto satisfecho un tratamiento diferencial, mediante el concierto económico, que viene a englobar -y unificar en ese aspecto- a las comunidades vasca y navarra, en coincidencia con la reivindicación territorial de los nacionalistas vascos. Curiosamente, además, el fundamento de tal tratamiento no ha sido otro que el histórico, el mismo que hemos reclamado para fundamentar el proceso constituyente español. En el caso gallego, la alianza con el socialismo galaico templa necesariamente lo que serían reivindicaciones nacionalistas en estado puro.

El nacionalismo catalán ha insistido en la necesidad de que que se produjera una disimetría en la distribución territorial del poder. Pero aplicar dogmáticamente tal principio significaría, de hecho, pervertir la interpretación de la Constitución. Esto es así porque fundamentando la pretendida disimetría en una exigencia del hecho diferencial se pretende coartar el libre desarrollo de otras comunidades que por sus peculiaridades podrían muy bien reclamar para sí la consideración de nacionalidades. En el caso de que así lo hicieran, profundos rasgos históricos, culturales y sociales, y sobre todo una homogeneidad muy superior a la de las comunidades vasca y catalana, justificarían sobradamente, al menos, la reclamación.

No pueden reclamarse techos competenciales diferenciados, para afirmar la condición singularizada de la propia comunidad en el conjunto de España, por la misma razón que el Tribunal Constitucional ha aducido para negar la posibilidad de exigir que todas las comunidades tengan las mismas competencias, porque “autonomía significa, precisamente, la capacidad de cada nacionalidad o región para decidir cuando y como ejercer sus propias competencias”. La doctrina del Tribunal Constitucional (Fundamento jurídico 10 de la Sentencia 37/1978) es bien clara y viene a resaltar el principio de libertad de la que la autonomía no es sino reflejo. De manera que ninguna Comunidad, para acentuar su propia singularidad -en un diferencialismo típico de los planteamientos nacionalistas-, puede condicionar o limitar las competencias de las demás.

Podríamos, pues, concluir,respecto al disenso que se produce de modo muy agudo en determinados territorios en torno a esta que hemos llamado “cuestión nacional”, que la definición constitucional goza de la apertura y flexibilidad necesarias -en un sobresaliente ejercicio de libertad- para erradicar concepciones de España que, por su estrechez y dogmatismo, se han mostrado históricamente como nocivas, y al mismo tiempo refrenda de modo inequívoco el proyecto, la empresa común que es España.

Sin embargo, no basta la garantía jurídica, es necesario el esfuerzo político y civil, lleno de creatividad, de imaginación, que demuestre en la vida cotidiana de cada pueblo las conjunciones posibles de la pluralidad de culturas que se dan en España. Es imprescindible no sólo la reconducción -en libertad- de los ímpetus nacionalistas particulares a la aceptación de la convivencia respetuosa de todos los pueblos de España, sino también la aceptación plena por parte de todos de la pluralidad político-territorial de España, sin sospechas ni recelos. En definitiva, si no queremos que nuestras estructuras jurídico-constitucionales queden vacías, es necesario ahondar realmente en los presupuestos constitucionales de libertad, participación, pluralismo y solidaridad.

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    Este trabajo ha sido realizado en el marco del Proyecto de Investigación fundamental no orientada “Buena Administración y nuevos retos de la contratación pública: una perspectiva internacional y comparada”, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación, 2014 (ref.: DER2013-42210P).

Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    Sep-Dec 2014

Histórico

  • Recibido
    17 Jul 2014
  • Acepto
    15 Ago 2014
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