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CUATRO FORMAS DE INTERACCIÓN ENTRE CIENCIA Y RELIGIÓN. APORTES DESDE UNA PERSPECTIVA CRISTIANA

Four Forms of Interaction Between Science and Religion. Contributions from a Christian Perspective

RESUMEN

El objetivo de este artículo es mostrar que, en el fondo de la cuestión sobre las interacciones entre ciencia y religión, subyace un problema de racionalidad, tal como lo ha mostrado Joseph Ratzinger, y que ese problema se resuelve esclareciendo el objeto y el sentido de ambas. Para ello, comenzaré planteando la situación epistemológica de la ciencia y la religión después de la modernidad. Más tarde, explicaré tres paradigmas de interacción, a saber, los propuestos por Barbour, Gould y Peacocke, así como el modo en el que Ratzinger podría complementar dichas propuestas –que parecerían parciales–, e integrarlas o corregirlas bajo el paradigma de la racionalidad. Busco mostrar que esta lectura del pensamiento de Ratzinger permite plantear el problema de ciencia y religión desde unos términos que superan la perspectiva dialógica para plantearlos existencial y vitalmente.

PALABRAS CLAVE
Ratzinger; Racionalidad; Fe; Razón; Conocimiento; Interdisciplina

ABSTRACT

The present article aims to show that at the heart of the issue about the interactions between science and religion lies a question of rationality, as Joseph Ratzinger has shown, and that the problem between science and religion can be resolved by clarifying the object and meaning of both. To do this, I will begin by stating the epistemological situation of science and religion after modernity. Next, I will explain the three interaction paradigms: proposed by Barbour, Gould, and Peacocke. I will also show how Ratzinger’s proposal could complement, integrate or correct those proposals – which would seem partial – under the paradigm of rationality. I seek to show that a reading of Ratzinger’s thought allows us to explain the problem of science and religion in terms that go beyond the dialogic perspective, to pose them existentially and vitally.

KEYWORDS
Ratzinger; Rationality; Faith; Reason; Knowledge; Interdiscipline

Introducción: el contexto y la distinción entre los términos

La pregunta sobre el modo como pueden interactuar la ciencia y la religión es tan vieja como la ciencia y la religión. Sin embargo, es posible detectar un punto de quiebre histórico que obligó tanto a científicos como a teólogos –o tanto a racionalistas como a fideistas, por mencionar solamente un par de los antagonismos que nos ocupan– a plantear la relación bajo nuevos paradigmas, y este gozne es la Modernidad. En ella se abrió un hiato entre ambos modos de pensar la realidad y plantear los problemas sobre el mundo y sobre la vida. El paradigma humanista se separó del paradigma científico-técnico de un modo nuevo. Si bien el problema tiene orígenes atrás en el tiempo, cuando podía plantearse en términos “pístis-epistéme”, toma nueva forma con el surgimiento de las ciencias modernas y el proceso histórico, político y social de secularización, por el que la religión va siendo poco a poco relegada al ámbito de lo privado. (TAYLOR, 2006TAYLOR, Ch. Imaginarios sociales modernos. Barcelona: Paidós, 2006.; 2007TAYLOR, Ch, A Secular Age. Cambridge / Massachusetts: The Belknap Press of The Harvard University Press, 2007.).

El teocentrismo de la Antigüedad se convirtió en un antropocentrismo. El argumento de autoridad que conservaba la Escolástica fue sustituido por la experiencia y la experimentación como la última palabra para resolver alguna cuestión. La noción de saber como “contemplación” fue sustituida por el saber como “transformación”. Por último, aunque entre otros muchos factores, los ideales de la Ilustración sustituyeron los viejos modos de articular vida y se transformó el rol que el saber tenía en la estructuración de las instituciones. “Esta tendencia se absolutiza hasta el punto de convertir la razón en norma exclusiva y máxima de la verdad y de la justicia, y rechazando, en consecuencia, como falso y moralmente incorrecto todo cuando se encuentra «más allá» de la razón”. (CASALE, 2008CASALE, U. Introducción: fe y ciencia, ¿una comunicación de saberes?. En: RATZINGER, J. Fe y ciencia: un diálogo necesario. Santander: Sal Terrae, 2008., p. 12). Con el surgimiento de las ciencias modernas parecía que para explicar el universo no hacía ya más falta la antigua hipótesis de Dios. Surgieron las ideas del progreso indefinido y de bienestar a través de la ciencia y su aplicación a la técnica y a la tecnología. Por último, apareció una noción adelgazada de “verdad”, que se confunde con la noción de certeza y con la experimentación empírica, con lo que comenzó una confianza prácticamente ciega en la racionalidad científica.

Sin embargo, esta brevísima historia de los paradigmas o imaginarios sociales de la Modernidad no culminó con la consecución perfecta de los ideales que se buscaban sino que a partir del siglo XX estos modelos y paradigmas han caído en una crisis que los ha puesto en entredicho. La caída de estos «mitos» ha provocado, en efecto, una nueva situación denominada por algunos «posmodernidad», está caracterizada por el miedo, el desconcierto y la incertidumbre ante el futuro, como también por una desconfianza en la razón, que desde el delirio de omnipotencia («la razón consigue la verdad») ha pasado ahora a considerarse incapaz de conseguir la verdad, dando lugar al escepticismo intelectual y al nihilismo ético («no hay ninguna verdad») (CASALE, 2008CASALE, U. Introducción: fe y ciencia, ¿una comunicación de saberes?. En: RATZINGER, J. Fe y ciencia: un diálogo necesario. Santander: Sal Terrae, 2008., p. 15). Como consecuencia, las relaciones entre fe y ciencia, o entre ciencia y religión, se tornaron ambivalentes, pues se abría lo que parecía una dicotomía excluyente: la primera opción era optar por una de las dos posturas, es decir, o apostar por el paradigma cientificista o permanecer en el viejo paradigma de las categorías religiosas; o bien, la segunda opción era abrir las puertas al diálogo entre ambos ideales de vida (la ciencia y la religión) pero con la consecuencia del relativismo y la aceptación de que o bien la verdad no existe o bien, si existe, es imposible de conocer.

El problema se agudiza al erigirse y constituirse la ciencia a sí misma como el único conocimiento posible, y cuando la teología y la vida religiosa desprecian a la ciencia y no se reconoce la especificidad de ninguna de las dos, con sus límites y sus virtudes. Sin embargo, la historia del diálogo que han sostenido la ciencia y la religión ha demostrado que quizás no se haya sustituido un conocimiento por otro, sino que más bien siempre han tenido objetos distintos y se han dirigido a ámbitos diferentes de la vida humana. Casale, por ejemplo, sostiene que “la ciencia se ocupa de lo real en su aspecto de «fenómeno», es decir, en cuanto conjunto de datos sensibles reunidos en una unidad sintética en virtud de su referencia a un «noúmeno» como ideal regulador.” (2008, p. 28). En este sentido, la ciencia busca lo real en cuanto mesurable y hay ciertos criterios para demarcar su campo, por ejemplo, el de la verificabilidad y el de la falsabilidad.

¿Qué pasaría, entonces, con la filosofía y con la teología? ¿Es, acaso, que sus preguntas no tienen ya ningún sentido? ¿Sus metodologías son inválidas y no proveen de conocimiento alguno? “La filosofía – responde Casale – supone la posibilidad de observar lo real a partir del punto de vista de la razón especulativa, es decir, a partir de la aceptación de lo real inteligible porque se trata de una realidad estable.” (2008, p. 29). Esta afirmación implica al menos dos aseveraciones: que la razón especulativa puede conocer algo por ella misma y que las realidades inteligibles tienen ellas una cierta estabilidad cognoscible. Pero el problema de la relación entre ciencia y religión no es el mismo que el problema de la relación entre filosofía y ciencia. Si bien la religión – o la teología – puede equipararse a la filosofía por el tipo de preguntas que se plantea, de ninguna manera sus fuentes son las mismas, aunque tampoco son del todo lejanas y antagonistas. Parte del problema de la relación entre ciencia y religión puede ir delineándose trazando las fronteras que hay entre ciencia y filosofía. Si bien una busca un conocimiento objetivo de lo objetivo, la filosofía se pregunta por el sentido de las cuestiones últimas, y su metodología, a pesar de ser experiencial o fenomenológica, no procede a partir de lo cuantitativo sino a partir de la búsqueda del sentido por la vía de la razón.

¿Qué decir, en cambio, de la teología? Si bien hemos señalado ya que la ciencia se dirige al conocimiento de lo objetivo a través del análisis empírico-deductivo, y que la filosofía busca el sentido bajo la sola luz de la razón, ¿qué es la teología y en dónde está su ámbito? ¿Qué preguntas y que tipo de respuestas plantea? “Supone observar –dirá Casale– lo real desde el punto de vista de la fe, de la aceptación de la revelación de Dios en Jesucristo mediante el Espíritu” (2008, p. 30). Independientemente de la religión particular bajo la cual se concrete la experiencia de la fe, lo importante de este encuadramiento es que la teología busca mirar el mundo desde el punto de vista de la fe. ¿Cuál es ese punto de vista? En primer lugar, la fe no tiene por qué contraponerse a la razón, sino que podríamos admitir que la fe es, precisamente, un acto de la razón. La fe es la actitud de quien no se conforma con lo que el mundo le ofrece para satisfacer y responder las preguntas que se plantea sobre el sentido último de la vida y, en esa medida, se plantea su existencia de cara a un Absoluto que dé sentido al modo fragmentario bajo el cual se presenta y se ofrece el mundo (LACOSTE, 2010LACOSTE, J.-Y. Experiencia y Absoluto. Salamanca: Sígueme, 2010.). Esta actitud, cuando acepta un credo religioso particular, asume ciertas creencias sobre libros sagrados y sobre fuentes que de ningún modo pueden considerarse como parte de un corpus científico al modo moderno, pero que en la medida en que pueden ofrecer un sentido, podrían ser admitidas como fuentes de conocimiento válido para alumbrar tanto algunas cuestiones filosóficas como el sentido moral de la vida.

Stephen Jay Gould ha demarcado también explícitamente algunos de los límites de la ciencia y de la religión señalando cuál es el campo de cada una y cuál es el tipo de preguntas que cada una intenta responder. Para Gould, la ciencia documenta el carácter objetivo del reino de la naturaleza y la religión opera en el reino de los fines, los significados y los valores humanos. Ambos reinos conforman un ámbito propio y bien diferenciado, conformando dos magisterios que no se superponen (GOULD, 2000GOULD, S.J. Ciencia versus religión: un falso conflicto. Barcelona: Editorial Crítica, 2000., p. 12). Sin embargo, es importante tener muy claro hacia dónde se dirige la ciencia, cuál es su objetivo, cuál su objeto y cuáles sus medios para conseguirlo. Lo mismo con la religión, la fe y la teología. De entrada, conviene diferenciar claramente entre estos tres últimos términos.

Para Javier Monserrat (2008, p. 30)MONSERRAT, J. Introducción a la edición española. In: PEACOCKE, A. Los caminos de la ciencia hacia Dios. Santander, Editorial Sal Terrae, 2008., la teología busca hacer inteligible la fe, que es principalmente una experiencia, e integrarla en la realidad del universo. La experiencia religiosa, y de ese modo también las religiones, buscan ofrecer al hombre un camino para el sentido, así como dar a la vida un valor y una esperanza de cumplimiento final, que es algo que la ciencia no busca por principio. La teología es un conocimiento estructurado muy parecido a la ciencia, pero cuya fuente no es necesariamente la experiencia empírica y el análisis deductivo, sino ‘la fe contenida en la experiencia religiosa’. Parece ser, pues, que hay un tipo de experiencia que contiene una fe. Esto va en la línea de, por ejemplo, la fenomenología de la vida religiosa que desarrolla Jean-Yves Lacoste, para quien la vida religiosa consiste primariamente, en el estar inconformes con lo que el mundo ofrece para colmar los deseos de un sentido último de la vida (LACOSTE, 2010LACOSTE, J.-Y. Experiencia y Absoluto. Salamanca: Sígueme, 2010., p. 107). Hay algunas preguntas que la ciencia no puede plantearse por su propia metodología e, independientemente del contenido y del credo religioso que un creyente asuma, podría haber cierta racionalidad en el creyente:

el constructo racional sobre el universo, la vida y el hombre hacia un entendimiento actual de la experiencia religiosa debe partir de la experiencia organizada en la ciencia (sometida, naturalmente, a una problematización filosófica, ya que la ciencia no tiene por qué plantearse desde su propia metodología ciertas cuestiones últimas, antropológicas o metafísicas)

(MONSERRAT, 2008MONSERRAT, J. Introducción a la edición española. In: PEACOCKE, A. Los caminos de la ciencia hacia Dios. Santander, Editorial Sal Terrae, 2008., p. 31),

pero tampoco tiene por qué despreciarlas de inicio como algo irracional. La fe, al contrario de lo que se ha sostenido durante muchos años, no tiene porqué estar sostenida sobre el sentimiento y la vaguedad de las emociones, sino que el creyente ejerce también un acto de la razón. Por otra parte, el creyente deberá reconocer que hay cuestiones que lidera la ciencia y en las que la fe no tiene ni puede ni debe tener ninguna injerencia, pues “el valor de una teoría científica no reside en su necesidad metafísica, sino en su superioridad explicativa con respecto a otras teorías parecidas en el nivel de probabilidad” (CASALE, 2008CASALE, U. Introducción: fe y ciencia, ¿una comunicación de saberes?. En: RATZINGER, J. Fe y ciencia: un diálogo necesario. Santander: Sal Terrae, 2008., p. 23).

En lo que sigue de este trabajo, utilizaremos una metodología comparativa para mostrar que la perspectiva meramente dialógica es insuficiente y que una aproximación al problema de la interacción que esté planteada en términos de racionalidad vital y existencial puede ser fructífera para resolver cuestiones meramente dialécticas o hermenéutica. De la mano del pensamiento de Ratzinger, intentaré hacer ver que el problema de fondo que presenta la interacciones entre los dos sistemas de conocimiento es un problema de racionalidad, es decir, un problema de los usos de la razón respecto de sus objetos de conocimiento. Por lo pronto, baste dejar señalado, aunque sea someramente, las diferencias que puede haber entre ciencia y religión para afrontar ahora los diversos modelos que se han propuesto para la interacción entre una y otra.

1 Tres modos de interacción entre ciencia y religión

1.1 Los cuatro modelos de Barbour

De acuerdo con Ian G. Barbour las relaciones entre ciencia y religión pueden articularse desde cuatro modelos de interacción: conflicto, independencia, diálogo e integración.

a. El ‘conflicto’ es el modelo bajo el cual ciencia y religión caminan por derroteros diferentes, y la una ha de sustituir a la otra prácticamente. Hay conflicto cuando ambas compiten en el mismo campo y una descalifica a la otra: “tanto una como otra buscan establecer el conocimiento sobre un fundamento sólido: el que ofrecen la lógica y los datos sensibles, en un caso; la infalibilidad de la Escritura, en el otro. También comparten la idea de que la ciencia y la teología elaboran, como si se tratara de dos disciplinas en abierta competencia” (BARBOUR, 2004BARBOUR, I. Religión y ciencia. Madrid: Trotta, 2004., p. 134). El conflicto suele presentarse cuando ciencia y religión pretenden hacer afirmaciones sobre el mismo dominio de la realidad en el mismo sentido, obligándonos a elegir entre sí, lo que no es otra cosa que un cierto modo de afrontar una pregunta bajo dos metodologías distintas excluyendo, a su vez, como irracional o inválida toda metodología ajena a la propia.

Las expresiones más radicales del conflicto suelen darse dentro de “materialismo científico”, por parte de la ciencia y el “literalismo bíblico”, por parte de la religión. El primero considera que solamente son realidades aquellas entidades materiales que son experimentables por medio de los sentidos, y afirma que eso es lo que constituye la totalidad de lo real y que, por tanto, solamente tiene sentido afirmar cosas que se refieran a hechos materialmente verificables. El literalismo bíblico, por otra parte, contiene siempre afirmaciones literales sobre la estructura del mundo a partir de textos considerados como sagrados.

b. La ‘independencia’ evita el conflicto al considerar que son ámbitos completamente diferentes entre sí. Quienes sostienen que ciencia y religión son independientes sostienen también que su dominio y su método son específicos e irreductibles y prácticamente incomensurables, y que ambas son selectivas y que poseen limitaciones. Con estas distinciones se busca mantener fidelidad al carácter propio de cada uno y de la diversidad de la vida.

También se mantiene una relación de independencia cuando se considera que, si bien pueden tener un dominio común, las perspectivas son dispares. Corrientes teológicas como la neo-ortodoxia han sostenido esta visión. Una de las consecuencias es que, por ejemplo, se sospecha de la teología natural y se le acusa de tener demasiada confianza en la razón, al intentar generar y desarrollar un discurso sobre Dios, lo que a ojos de estos ‘independentistas’, resulta algo demasiado temerario para la inteligencia:

la fe religiosa se asienta por completo en la iniciativa divina, y no en el tipo de descubrimiento humano que acontece en la ciencia. La esfera de la acción divina es la historia, no la naturaleza. Los científicos pueden desarrollar libremente su trabajo, sin interferencias de los teólogos, y viceversa, ya que los métodos y temas de ambas disciplinas son por completo dispares. Se acentúa así el contraste entre ambas. La ciencia se basa en la observación y en la razón humana, mientras que la teología encuentra su apoyo en la revelación divina

(BARBOUR, 2004BARBOUR, I. Religión y ciencia. Madrid: Trotta, 2004., p. 146).

El existencialismo, por ejemplo, en tanto doctrina filosófica –aunque por supuesto que cabrían aquí muchos matices también sobre la diversidad de existencialismos–, se encontraría en la vía de la independencia, pues divide en general los problemas y las preguntas en lo objetivo y lo subjetivo. Mientras que lo primero pide una mirada ajena a la problemática, como lo hace la ciencia, lo segundo reclama el involucramiento de quien vive y se hace la pregunta. El existencialismo sostiene que conocemos la existencia humana sólo comprometiéndonos con opciones vitales, sólo cuando dejamos de ser espectadores. En este sentido, los enunciados sobre la vida subjetiva no guardan relación alguna con los enunciados objetivos de las teorías científicas que hablan sobre las leyes de la naturaleza.

Otro modo de plantear la relación en términos de dependencia es partir de que ciencia y religión utilizan lenguajes diferente:

la ciencia y la religión cumplen tareas totalmente diferentes, por lo que ninguna de ellas debería ser juzgada según los criterios de la otra. El lenguaje científico se utiliza primordialmente para la predicción y el control. Una teoría es una herramienta útil para sintetizar los datos, establecer correlaciones entre las regularidades observadas en distintos fenómenos y dar lugar a aplicaciones tecnológicas [...] Según el análisis lingüístico, la función distintiva del lenguaje religioso consiste en recomendar un estilo de vida, despertar un conjunto de actitudes y propiciar la adhesión a unos principios morales determinados

(BARBOUR, 2004BARBOUR, I. Religión y ciencia. Madrid: Trotta, 2004., p. 150).

Esta postura, a juicio de Barbour, elimina la posibilidad de diálogo constructivo y supone que la vida está dividida en compartimentos estancos, como si se viviera en algunos momentos de acuerdo con las creencias proveídas por la ciencia y en otro de acuerdo con las creencias proveídas por la religión. Con todo, la ventaja de este paradigma es que evita el conflicto y facilita que cada una realice su quehacer con entera libertad, perdiéndose, empero, del enriquecimiento que podría traer un modelo como el del diálogo o la integración, por los que al final se pronuncia Barbour.

c. La interacción bajo el modo del ‘diálogo’ ha sido muy frecuente en la historia, pero ha requerido de modelos más o menos generales y complejos. Hay muchos modos bajo los cuales pueden dialogar ciencia y religión. Barbour sitúa las posibilidades de un diálogo entre ambas desde tres aspectos diferentes: a) presupuestos y cuestiones límite, b) paralelismos metodológicos y c) espiritualidad centrada en la naturaleza.

Respecto del primer aspecto, hay que comenzar señalando que las cuestiones límite son sobre todo preguntas ontológicas que se suscitan por el quehacer científico pero cuya respuesta es imposible de alcanzar por la ciencia, debido a su metodología. Para hacer ciencia basta aceptar lo dado, la contingencia y la inteligibilidad de la naturaleza, pero,

al remontarnos a los albores del universo –señala Barbour –, la astronomía nos lleva a preguntarnos por qué se dieron precisamente aquellas condiciones iniciales. La ciencia nos desvela un orden racional y a la vez contingente (esto es, no existe ninguna razón que haga necesarias sus leyes y condiciones iniciales). Es esta combinación de contingencia e inteligibilidad la que nos empuja a buscar nuevas e inesperadas manifestaciones de tal orden

(BARBOUR, 2004BARBOUR, I. Religión y ciencia. Madrid: Trotta, 2004., p. 156).

Es claro que lo expresado por Barbour no tiene por qué ser necesariamente así. Las preguntas sobre las causas últimas o las finalidades son consideradas por algunos paradigmas como preguntas inválidas de suyo, pero tanto considerarlas válidas como considerarlas inválidas es ya una postura metafísica, por lo que no hay por qué presuponer la irracionalidad de ninguna de ambas posturas, o al menos esto es lo que sostendría alguien que estuviera a favor de una interacción dialógica entre ciencia y religión.

Por un lado, entonces, el modo de proceder de la teología – o del creyente – no solamente puede completar lo que la ciencia no alcanza, sino que puede ayudar a que la ciencia reformule sus propias preguntas, pues con su colaboración, puede considerar horizontes que por sí misma quizás la ciencia no consideraría. Por otra parte, la ciencia puede aportar al teólogo criterios de racionalidad y rigor lógico que podrían ser una carencia inicial en el caso del teólogo.

Católicos como McMullin, Rahner o Tracy se han decantado por este tipo de modelo, según el cual Dios, que es una causa primera, actúa en el mundo por medio de las causas segundas. En este sentido, la ciencia podría en un momento dado ofrecer una explicación completa de la estructura de la naturaleza, pero habría importantes puntos de contacto entre la teología y la ciencia en el momento en que los objetos de ambos son parte de las preguntas totales que un ser humano puede plantearse. “A Dios se le conoce principalmente a través de la Escritura y la tradición, pero todas las personas tienen, por muy difusa e implícita que sea, alguna experiencia de él en cuanto horizonte infinito que sirve como trasfondo necesario para la percepción de todo objeto finito.” (BARBOUR, 2004BARBOUR, I. Religión y ciencia. Madrid: Trotta, 2004., p. 158). Del mismo modo, las situaciones límite son ocasión de planteamientos religiosos, es decir, de planteamientos que sitúan a las preguntas en ámbitos que podrían estar más allá del mundo.

En cuanto a los ‘paralelismos metodológicos’ y el diálogo que se puede dar entre ciencia y religión por su metodología, hay que decir que algunas corrientes como el positivismo lógico hablan de una pretendida ‘objetividad’ completa en la ciencia y en el lenguaje científico, frente a la subjetividad de la poesía, las artes o disciplinas como la teología. Sin embargo, a lo largo del siglo XX, parece ser, más bien, que ni la ciencia es tan objetiva ni la teología tan subjetiva. Desde la concepción khuniana de paradigmas, Barbour apunta que la ciencia no es del todo objetiva porque al cambiar de paradigma asume presupuestos que no puede justificar plenamente de modo racional, y que las tradiciones religiosas no son tan subjetivas en la medida en que las tradiciones religiosas pueden confrontarse, compararse, registrarse e incluso el contenido semántico de sus creencias puede de alguna manera –aunque con limitaciones– también ser hecho público y pasarse por la criba del dictamen de la razonabilidad.

Por último, ciencia y religión pueden relacionarse y dialogar desde un paradigma al que Barbour llama ‘la espiritualidad centrada en la naturaleza’. Hay autores que hablan de una dimensión religiosa en el contacto con la naturaleza. Se aboga por una espiritualidad de la Tierra inspirada por la historia del universo, y se considera al relato científico como un relato en el que alguna forma de divinidad está presente: “el objetivo con el que presentan este relato científico no es el de ofrecer un argumento intelectual de la existencia de Dios, sino el de despertar nuestra reverencia hacia todos los seres vivos y avivar nuestro deseo de formar comunidad con ellos”. (BARBOUR, 2004BARBOUR, I. Religión y ciencia. Madrid: Trotta, 2004., p. 167). Las personas que sostienen este tipo de cosmovisiones, tienen el ánimo de elaborar un mito universal basado en la ciencia, y que se relacione directamente con la experiencia de divinidad, considerando la historia del cosmos como la historia de la expresión de Dios.

d. Por último, ciencia y religión, según Barbour, pueden relacionarse bajo la forma de la ‘integración’. Desde este punto de vista, hay teorías científicas y doctrinas teológicas que se relacionan directamente. De este modo de ver la relación pueden desprenderse al menos tres disciplinas: la teología natural, la teología de la naturaleza y la síntesis sistémica. La primera pende de la idea del diseño, y considera que la existencia de Dios puede inferirse de la naturaleza, que se considera una epifanía, una mostración de la divinidad. La segunda, la teología de la naturaleza propone una interacción en la medida en que la ciencia puede influir en la reformulación de doctrinas teológicas sobre la estructura del mundo y la naturaleza. Si bien aquí la ciencia no es considerada una fuente de teología, sí es un recurso para reformular y replantear algunas ideas y nociones de la estructura y la historia del mundo. En tercer lugar, la síntesis sistémica representa la compenetración más completa de todos los modelos estudiados, pues aquí no se trata de generar ni una teología particular ni una ciencia particular, sino una metafísica que incluya a ambas, esto es, que se sintetice en un nuevo saber, que será de corte metafísico, lo que la ciencia y la teología puedan aportar para crear así un macro relato que explique la totalidad tanto desde el punto de vista de un teólogo como desde el punto de vista de un científico.

1.2 La propuesta de Stephen Jay Gould: Magisterios No Superpuestos MANS 1 1 En inglés, NOMA (Non-Overlapping Magisteria).

Para Stephen Jay Gould, paleontólogo, ciencia y religión son dos magisterios que no se superponen.

Cada dominio de indagación enmarca sus propias reglas y cuestiones admisibles, y establece su propio criterio para el juicio y la resolución. Estas normas aceptadas, y los procedimientos desarrollados para debatir y resolver temas legítimos, definen el magisterio (o autoridad de enseñanza) de cualquier reino dado. No hay un único magisterio que pueda acercarse siquiera a abarcar todos los temas preocupantes que plantea cualquier tema complejo (2000, p. 56).

La idea de Jay Gould implica que los magisterios no pueden abarcarse entre sí, por varias razones. Ya de entrada, al menos porque no coinciden plenamente en sus temas: hay cuestiones que caen bajo el magisterio de la ciencia, y que son relativas a la naturaleza y a sus causas y cuestiones que caen bajo el magisterio de la teología y la religión, y que son relativas al sentido y al mundo de los valores.

El magisterio de la ciencia es definido por Gould del siguiente modo: “una autoridad docente dedicada a utilizar los métodos mentales y las técnicas de observación que el éxito y la experiencia han validado como particularmente bien adaptados para describir, e intentar explicar, la construcción factual de la naturaleza” (2000, p. 58). Por ejemplo, en la cuestión sobre las relaciones del hombre con otros seres vivos, surgen algunas preguntas que han de ser resueltas por el magisterio de la ciencia: ¿Por qué hay multitud de ganes que parece que no sirven para nada? ¿Por qué tenemos tanto parecido genético con otros animales a los que fenotípicamente no nos parecemos en nada? ¿Cómo explicar las diversas desapariciones en masa de algunas especies? Respecto de los simios, ¿son un escalón anterior en el proceso evolutivo de hominización o son, más bien, otra línea respecto de algún antepasado en común con el hombre? Sin embargo, surgen también preguntas de otro tipo: ¿valemos más que los microbios? ¿Violamos algún código o alguna norma cuando experimentamos genéticamente con otras especies?

Estas cuestiones – señala Gould – plantean temas morales sobre el valor y el significado de la vida, tanto en la forma humana como construida de manera más amplia. Su discusión provechosa debe hacerse bajo un magisterio diferente, mucho más antiguo que la ciencia (al menos como investigación formalizada), y dedicado a una búsqueda de consenso, o al menos a una clarificación de conjeturas y criterios, acerca de los «debiera» éticos, en lugar de una búsqueda de cualquier «es» objetivo acerca de la construcción material del mundo natural (2000, p. 59).

El modo como Gould define el magisterio de la teología, o de la religión es significativo. En primer lugar, él mismo aclara que no se trata de derivar toda la ética de la religión. Es perfectamente consciente de la posibilidad de construir o descubrir una ética independientemente de convicciones religiosas. Sin embargo, por otra parte, es importante señalar que su definición del magisterio de la religión acota demasiado a mi juicio el campo de ésta, pues la religión no solamente se ocupa de desarrollar principios éticos y morales. Incluso, hay posturas desde dentro del cristianismo que expresan explícitamente que la religión no es ética ni moral, y que reducirla a ello implica dejar de lado lo que es precisamente lo propio de la religión: el encuentro personal.

Pero, más allá de esta discusión, si la acotación de lo que señala Jay Gould es el caso, tampoco veo cuál sea el verdadero aporte de la religión, pues si es posible derivar una ética y una moral estrictamente desde la filosofía, la religión sale sobrando desde el punto de vista de la economía de los saberes. En este punto me parece importante ahondar aunque sea un poco en la noción de magisterio, pues es ahí en donde a mi juicio radica lo más interesante de la propuesta de Jay Gould, más que en la limitación de los campos de la ciencia y de la religión. Un magisterio representa un dominio de autoridad en la enseñanza, es un ámbito en el que una forma de enseñanza posee utensilios adecuados para el discurso y la resolución significativos.

El uso de la categoría de ‘magisterio’ para definir los modos como han de relacionarse ciencia y religión resulta interesante porque implica el reconocimiento de la historia y de las tradiciones de los saberes, tanto para la ciencia como para la religión, y tiene la humildad necesaria para afirmar de ambas instancias que tienen sus límites y no lo pueden saber todo. Sin embargo, a la hora de delimitar los campos, Jay Gould se queda corto pues, aunque define a mi juicio, la ciencia como ésta lo exige, no hace lo mismo con la religión, a quien le da únicamente la tarea de definir lo moral, tarea que, además, podría ser resuelta a sus ojos con la filosofía. La religión, empero, ocupa un lugar preponderante pues la naturaleza sola no nos arroja deberes y reconocer que ella es un magisterio en la materia implica de alguna manera aceptar que hay cuestiones que superan con mucho las capacidades de la sola razón humana y que en la historia y la tradición puede desvelarse algo del significado de estas cuestiones de importancia primera y última.

Los magisterios, por último, no han de mezclarse y la integración tiene lugar en la propia vida del sujeto que vive una vida atendiendo a ambos. Dos afirmaciones son, en este sentido, importantísimas para comprender la propuesta de los Magisterios No Superpuestos (MANS): en primer lugar, los dos ámbitos poseen igual valor y el nivel necesario para una vida humana completa. En segundo lugar, hay que decir que lógicamente son diferentes y separados en sus estilos de indagación. Sin embargo, ¿qué tan separados están? ¿Es posible tender puentes entre ambos magisterios? ¿Es posible hablar de diálogo o integración, como lo ha sugerido Barbour? Es claro que los magisterios no se superponen, y eso es uno de los matices centrales de la teoría. A este respecto, dice Jay Gould:

Sostengo que esta falta de superposición se completa sólo en el importante sentido lógico de que las normas para las preguntas legítimas, y los criterios para la resolución, fuerzan a los magisterios a separarse según el modelo de inmiscibilidad: el aceite y el agua de una imagen metafórica común. Pero, de nuevo como estas capas de aceite y agua, el contacto entre magisterios no podría ser más íntimo y apremiante sobre cada micrómetro cuadrado (o sobre cada tilde y cada punto, para utilizar una imagen de otro magisterio) de contacto. La ciencia y la religión no se miran ceñudamente una a la otra desde marcos separados situados en paredes opuestas del Museo de las Artes Mentales. La ciencia y la religión se entretejen en modelos de digitación compleja, y a cada escala fractal de autosemejanza. (2000, p. 68).

1.3 La propuesta de Peacocke: evaluación racional

La búsqueda humana de sentido –un problema que Jay Gould sitúa del lado de la teología y de las religiones– solamente se verá satisfecha si hay inteligibilidad de por medio. Es imposible para el hombre encontrar sentido y aceptar una creencia de manera cabal y plena sino apela ella a todas las dimensiones de la persona, incluida, por supuesto, la facultad intelectual. El resto de las dimensiones de la persona: las facultades morales y las espirituales también deberán ser satisfechas en el sentido último de la vida. Desde este punto de vista, todo sentido deberá buscarse tomando siempre en cuenta el conocimiento más fehaciente del mundo.

Arthur Peacocke sostiene, pues, la necesidad de inteligibilidad para la satisfacción de toda pregunta, aunque ésta se refiere a las razones últimas de la existencia. Así, la “búsqueda teológica de sentido”, es decir, la pregunta de quien está insatisfecho con lo que el mundo le ofrece para saciar su deseo metafísico de Absoluto, ha de tomar en cuenta de manera imprescindible e irrenunciable a la ciencia, y esto aún antes de considerar la repercusión en la teología que algunos descubrimientos científicos puedan tener. Es imperativo, insiste Peacocke, liberarnos de todo compromiso intelectual y dogmático – en la medida en que es esto posible – con alguna doctrina a la hora de indagar cualquier cosa.

Hecha esta capital aclaración, Peacocke recurre a la metáfora del puente para explicar cómo han sido en el pasado las relaciones entre ciencia y religión: de un lado del puente está la ciencia y del otro la religión. En esto consistía, por ejemplo, la empresa cristiana medieval que daba prioridad a la fe. El problema es que luego este modelo de relación se tornó dificilísimo: “mientras que el terreno del lado científico del golfo le parecía a la mente moderna roca suficientemente firme, el del lado teológico era considerado suelo de arenas movedizas, con escasa base racional bien fundada.” (2008, p. 66). Los paradigmas de racionalidad sobre los que se sustentaban los modelos de interacción en forma de puente han evolucionado: la autoridad ya no vale no solamente en ciencia, sino que tampoco vale en la teología. Se han generado criterios de razonabilidad a los que hay que someter toda proposición.

Tomando en cuenta, por otra parte, la criba que ha hecho la posmodernidad y la crítica a la que ha sometido a la razón, ¿cómo plantear la racionalidad y la razonabilidad de un discurso que pretenda la verdad? No es solamente que el argumento de autoridad sea inválido, sino que desde ciertos flancos parecería que todo discurso es inválido. Peacocke recurre a un argumento de biología evolutiva para sostener la validez de la racionalidad:

las facultades cognitivas que poseemos como seres vivos deben ser suficientemente precisas en sus representaciones de la realidad para permitirnos sobrevivir. En el caso de los seres humanos, tales facultades cognitivas incluyen representaciones de la realidad externa que, tanto individual como socialmente, elaboramos para nosotros mismos. De ahí que estas representaciones tengan al menos el grado de verosimilitud que posibilita la supervivencia en las realidades externas de los entornos en que vivimos (2008, p. 73).

Esta idea nos permite tomar en serio los procesos de cognición y la racionalidad humana en general.

Partiendo de esta confianza primera, Peacocke propone la razonabilidad de la mejor explicación como modelo, en el que incluye cinco criterios: 1. exhaustividad: que la explicación dé razón de la mayor cantidad de experiencias, 2. fecundidad: que la explicación sugiera, en la medida de lo posible, nuevas observaciones, 3. fuerza persuasiva: que la explicación sea capaz de convencer con argumentos, 4. coherencia y consistencia: ausencia de contradicción y 5. simplicidad y elegancia: se elegirá, cumplidos todos los criterios, la explicación más sencilla.

¿Cuál es la relación concreta de esta idea de racionalidad y razonabilidad para comprender las relaciones entre ciencia y religión? En primer lugar, que se pide tanto a las ciencias empíricas como a la teología que cumplan con los criterios, lo que implicará que, por ejemplo, en teología, se tomen en cuenta factores que de otro modo difícilmente se considerarían: a) las ciencias, b) su propia herencia comunitaria y c) la herencia de otras religiones. Si el puente de comunicación entre ciencia y religión se rompió por el desprestigio de la teología ante la comunidad científica – lo que tiene, hasta cierto punto, su razón de ser por algunos hechos históricos –, entonces la teología ha de encargarse de volver al redil de lo razonable, apelando a estos criterios, lo que a ojos de Peacocke ya ha ocurrido con la teología, al menos desde los ámbitos protestante y católico, y con énfasis en el primero.

En los esquemas teológicos clásicos, tales vínculos deductivos, además de ser demasiado débiles, están sobrevalorados. En la actualidad el proceso de relaciones la comprensión de la naturaleza con el quehacer teológico ha de llevarse a cabo de manera más sutilmente matizada. Como he sostenido más arriba – dice Peacocke – tan sólo podemos inferir la mejor explicación; y al hacerlo no cabe pretender que se dispone de una prueba lógica (a diferencia de lo que aseguran las clásicas «cinco vías» para demostrar la existencia de Dios). Esta incapacidad de alcanzar una prueba irrebatible afecta incluso a las ciencias de la naturaleza (o a la historia, con la misma razón), en las que la inferencia de la mejor explicación es el procedimiento dominante. La demostración en sentido estricto no es viable más que en la lógica y la matemática, que operan deductivamente a partir de axiomas enunciados (2008, p. 83).

Peacocke apuesta por la provisionalidad y limitación del conocimiento en todos los ámbitos, pero también por un nivel mínimo de razonabilidad en los juicios que cada disciplina genera. Al menos para el debate que en este trabajo nos ocupa, su modelo es interesantísimo porque es progresivo: la teología ha de incluir a todas las demás disciplinas, aunque no es necesario que la ciencia incluya a la teología. Aquí hay, claro, una jerarquía implícita en la importancia de las preguntas: las de la teología, al ser más abarcantes y, en cierto sentido, más definitivas, deben asegurarse de contar con todos los elementos del ámbito estrictamente racional y humano con los que pueda contar para, de esa manera, lanzar una especulación que intente aproximarse a las cuestiones del sentido de la vida. Así, parece ser que el modelo presentado por Peacocke es más completo que el de Jay Gould y tampoco se ajusta del todo a ninguna de las cuatro categorías bajo las cuales trabajaba Barbour.

Con todo, parece ser que la cuestión de fondo no es la convivencia de hecho entre ciencia y religión, sino el problema filosófico que está en juego en el problema. Como ha sido puesto sobre la mesa por los autores ya trabajados, tanto a la ciencia como a la religión les subyace una idea de razón y de racionalidad. Peacocke lo alcanza a apuntar muy bien al diseñar una metodología para discriminar la racionalidad de los juicos. Por eso, analizaremos ahora la propuesta de Joseph Ratzinger, que sitúa el problema justamente en este ámbito previo de la razón: ¿qué tipo de preguntas se hace el hombre y con qué medios cuenta para responderla? ¿De qué modo utilizamos la razón para aventurarnos en la empresa de contestar a las ‘preguntas límite’, como las llamamos páginas arriba?

2 El problema es de racionalidad: la alternativa de Ratzinger

La primera consideración que hace Joseph Ratzinger sobre las actitudes que puede tener el hombre respecto de las cuestiones últimas, es admitir que nunca pueden ser contestadas de manera definitiva, y que la duda está presente siempre entre los creyentes y entre los no creyentes. Todo conocimiento es siempre limitado, y cualquier afirmación que se haga por parte de la ciencia o por parte de la religión tendrá siempre el carácter de la provisionalidad, pero más aún, sobre todo, lo que tenga que ver con el ámbito de la religión, pues la ciencia, como quiera que sea, cuenta con un método de comprobación y verificación, además de que sus cuestiones se refieren a problemáticas del mundo.

Ratzinger asume la parábola de un payaso que, todo pintado, acude a avisar al pueblo que el circo se está quemando y, trágicamente, nadie le cree por estar vestido de payaso, de modo que el circo se quema y el pueblo también. Ésa es la situación del teólogo en el contexto moderno: la de un sujeto que puede estar diciendo cosas importantes pero que, sin embargo, nadie le cree. Por otra parte, la parábola también explica el lugar que anteriormente tenía la teología: el lugar de una autoridad que enseñaba un magisterio y que los otros debían escuchar. Dado lo extraña que la empresa teológica resulta a la gente de nuestra época, quien se tome en serio lo que lleva entre manos no sólo experimentará y reconocerá la dificultad de la traducción, sino también "la vulnerabilidad de su propia fe, el asediador poder de la incredulidad en medio de la propia voluntad de creer” (RATZINGER, 2008RATZINGER, J. Fe y ciencia: un diálogo necesario. Santander: Sal Terrae, 2008., p. 67).

Quien quiera creer de manera honesta tendrá que admitir, pues, que la fe está frecuentemente asediada por la duda como un elemento configurador clave de ella. Sobre el creyente se cierne la amenaza de la incertidumbre y la fragilidad de la creencia: lo que da solidez a las respuestas últimas sobre la vida, el sólido fundamento de la fe, no es tan sólido como parece. La fe del creyente se refiere al sentido último del mundo y de la vida, se refiere a Dios que es, por esencia, lo que no aparece en el mundo. En este sentido, la fe del creyente se ve frecuentemente cuestionada por la contingencia de los hechos y de la vida.

Si el creyente sólo puede realizar su fe sobre el océano de la nada, la tentación y las dudas, si el océano de la incertidumbre es el único lugar que le ha sido asignado para vivir su fe, entonces el increyente no puede ser entendido de forma no dialéctica como aquel que sencillamente carece de fe [...] Reconocemos el entrelazamiento de los destinos de los seres humanos y no podremos por menos de afirmar que tampoco el increyente lleva una existencia cerrada por completo en sí misma

(RATZINGER, 2008RATZINGER, J. Fe y ciencia: un diálogo necesario. Santander: Sal Terrae, 2008., p. 68).

El creyente no vive una placidez exenta de problemas, pero el que no cree tampoco suele tener la vida enteramente resuelta y las preguntas últimas, contestadas definitivamente. La duda es la amenaza y la seducción permanente para ambas posturas sobre lo definitivo.

Al igual que el creyente se atraganta con el agua salada de la duda que el océano le arroja sin cesar a la boca, así también el increyente duda de su propia falta de fe, de la real totalidad del mundo que él se ha decidido a explicar como un todo. Jamás estará por completo seguro del carácter autosuficiente de aquello que ha visto y que declara ser el todo, sino que le acuciará sin receso la pregunta de si, a fin de cuentas, no será la fe lo real y lo que lo expresa (RATZINGER, 2008RATZINGER, J. Fe y ciencia: un diálogo necesario. Santander: Sal Terrae, 2008., p. 69).

Siempre cabe la posibilidad, para el increyente, de que lo que conocemos como mundo no sea la totalidad de la realidad, que la justicia y el Bien Absolutos puedan ser realidad algún día. Hay que apuntar, sin embargo, que Ratzinger está hablando de creyente y no creyentes, no de científicos y teólogos, o de ciencia y religión. La analogía fácil es pensar que el creyente representa a la teología o a la religión y el no creyente a la ciencia. Sin embargo, esto no es así. Lo que está aquí en juego no es tanto el tema de la relación entre ciencia y religión sino lo que subyace al problema: actitudes existenciales respecto de las cuestiones últimas, es decir, tomas de postura respecto de aquellas cuestiones que aparecen, de acuerdo con algunos esquemas ya presentados, en el ámbito de la religión y no dentro del ámbito de la ciencia. De cualquier manera, el agudo apunte de Ratzinger trae consecuencias importantes para el problema aquí estudiado, pues pone sobre la mesa la idea de que el conocimiento siempre es limitado y no hay prácticamente ninguna disciplina que pueda pretender tener la última palabra sobre las cuestiones acuciantes. En particular, podríamos decir que la ciencia tendría desde este punto de vista un valor casi absoluto en su campo de estudio, es decir, la estructura de la naturaleza y del mundo, pero de ninguna manera puede pronunciarse por las cuestiones que apuntan a cuestionar una dimensión más allá de esta naturaleza. La tarea de la ciencia

era y es una investigación sobre la naturaleza y la constitución del ser humano. Los avances de la ciencia han sido alentadores, como por ejemplo cuando se descubrieron la complejidad de la naturaleza y sus fenómenos, más allá de nuestras expectativas, pero también humillantes, como cuando quedó demostrado que algunas de las teorías que hubieran debido explicar esos fenómenos de una vez por todas resultaron solo parciales

(RATZINGER, 2008RATZINGER, J. Fe y ciencia: un diálogo necesario. Santander: Sal Terrae, 2008., p. 178).

El ámbito de la ciencia es, pues, la estructura del mundo y de la naturaleza, pero no la explicación de la definitividad y el sentido de ese mundo y esa naturaleza. Podría señalarse que el ámbito de la ciencia es un ámbito cerrado, en el sentido de que, aunque la naturaleza es prácticamente infinita y siempre habrá más por descubrir de ella, es un ámbito que termina en ella, y las cuestiones que la superan, como las cuestiones del sentido, para utilizar los términos de Jay Gould o de Barbour, son cuestiones a las que le será siempre imposible acceder.

El hombre no puede poner en la ciencia y en la tecnología una confianza tan radical e incondicional como para creer que el progreso de la ciencia y la tecnología puede explicarlo todo y satisfacer plenamente todas sus necesidades existenciales y espirituales

(RATZINGER, 2008RATZINGER, J. Fe y ciencia: un diálogo necesario. Santander: Sal Terrae, 2008., p. 158).

Una consecuencia de esto es que el conocimiento que obtenga la ciencia podrá considerarse como más pleno o más fácilmente definitivo, pues está determinado al ámbito de la naturaleza y sujeto a la comprobación constante por la vía de la verificación. En este sentido, la ciencia es imprescindible para poder ir construyendo un discurso verdadero y explicativo para responder a las preguntas del ser humano. Las cuestiones de la teología, en cambio, serán cuestiones que se refieran al ámbito de lo definitivo y de lo último, por lo que la duda –tanto para quien asuma la postura del creyente como para quien asuma la contraria– siempre se cernirá. De este modo, es posible decir que una de las primeras obligaciones de la teología será, como lo había señalado ya también Peacocke, utilizar los recursos más seguros con los que cuenta, es decir, la ciencia, para poder proceder a plantear sus propias preguntas.

Es importante, por ello, dejar en claro en qué consiste la fe, pues es su ámbito el que queda más o menos oscuro respecto del de las ciencias. Si bien se ha dicho que lo propio de la religión es el sentido y las cuestiones últimas sobre lo definitivo y el significado de la vida, ¿qué quiere decir este sentido? ¿Cómo se posiciona un creyente respecto de estas cuestiones? Esto es importante porque, en la medida en que las preguntas de la religión son acerca de lo que está quizás más allá del mundo, podría parecer que la fe excede el ámbito de lo racional y que abandona el discurso compartible y público y, en ese sentido, podría parecer que el hombre religioso es irracional o que se enfrenta conflictivamente con lo que la razón puede decirle del mundo, a través de discursos como el discurso de la ciencia.

Sin embargo, no tiene por qué haber de raíz un conflicto entre ciencia y religión ni tampoco entre razón y fe, como si fueran éstas últimas dos instancias contrapuestas o contradictorias del ser humano. Lo que está claro es que hay un abismo entre Dios, o lo que podría llamarse ‹Dios’, y el hombre. Dios es siempre y por definición lo que no se ve, lo que está más allá del mundo, lo ajeno, lo totalmente otro o, al menos, lo “muy” otro. Dios es invisible para el hombre.

Dios no es sólo aquel – señala Ratzinger – que ahora queda de hecho fuera del campo visual del ser humano, aunque podría ser visto si fuese posible seguir avanzando; no, Dios es aquel que se encuentra esencialmente fuera de nuestro campo visual, por mucho que éste se dilate (2008, p. 73).

La fe ha de entenderse como el oponer distancia respecto del mundo, no considerar que ver, oír, tocar y el resto de experiencias del mundo son la última palabra sobre lo real y, más que nada, sobre lo que nos importa. Creer es tomar una opción fundamental sobre el modo según el cual nos relacionamos con el ser, con lo que hay y ese modo, el de la fe, consiste en descreer no del mundo sino de su carácter de totalidad.

La fe es la decisión – afirma Ratzinger – por la que afirmamos que en lo más íntimo de la existencia humana hay un punto que no puede ser alimentado ni sostenido por lo visible y asible, sino que lida de tal modo con lo no visible que esto último deviene tangible para el hombre y se revela como algo necesario para su existencia (2008, p. 74).

Para poder afirmar esto y hacer esta forma de postura frente al mundo se necesita un giro respecto de cómo nos posicionamos normalmente, es necesario efectuar una conversión, fundamentada en la experiencia del fracaso del mundo. Esto no quiere decir otra cosa que la insatisfacción que representa el mundo respecto del Bien y nuestro deseo de Absoluto es fundamento de la razón para que ésta tome distancia del mundo y espere algo más. La fe es, en este sentido, una actitud de la razón respecto de las cosas, según la cual no se confía ya solamente en lo visible, sino que se espera en la posibilidad de una realidad que pueda dar sentido pleno a la vida. Está claro que este giro de la razón implica un salto, implica la confrontación y el encuentro con un abismo quizás infinito pues la verificación no tiene lugar aquí. Sin embargo, lo que puede haber son razones para rechazar al mundo como lo infinito, lo que en términos del debate que nos ocupa, significa que hay razones para decir que aquello que la ciencia dice con tanta certeza sobre el mundo no es la definitividad ni todo lo que me importa en la vida, y que la razón aún tiene algo que decir, aunque sea a tientas, sobre aquello que está más allá del mundo y que podría contribuir a saciar la búsqueda de sentido.

La fe se presenta, pues, como un acto de la razón, como un modo de considerar al mundo. La tradición que parte de san Agustín ha siempre considerado así a la fe, no como “lo otro” de la razón, sino precisamente como un acto de ella: “creer es pensar con el asentimiento de la voluntad” (AGUSTÍN DE HIPONA, 1956AGUSTIN DE HIPONA, Santo. La predestinación de los santos. In: Obras completas VI. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1956., II, 5). De modo que la fe es una de las modalidades que la razón puede adoptar respecto de las cosas últimas y del sentido y el misterio de la existencia. Así, la ciencia cobra su lugar inmediatamente: ella describirá la totalidad del mundo pero no podrá decir nada respecto de aquello en lo que tengo fe, pues metodológicamente, y por definición, la ciencia no alcanza ese topos de la razón, que se sitúa más allá del mundo. Del mismo modo, mi fe – de la que la teología es un desarrollo sistemático – deberá tener siempre en cuenta todo lo que se dice sobre el mundo, especialmente lo que dice la ciencia, pues ella ofrece un seguro asidero para pensar la verdad sobre la naturaleza.

La fe no se relaciona con los hechos, no aparece ella en el plano de lo factible, porque para eso está la ciencia. A este respecto, sobre ciencia y religión, señala Ratzinger: “existen dos formas fundamentales de relacionarse el hombre con la realidad, ninguna de las cuales puede ser reducida a la otra, porque ambas se desarrollan en planos por completo distintos” (RATZINGER, 2008RATZINGER, J. Fe y ciencia: un diálogo necesario. Santander: Sal Terrae, 2008., p. 92), y éstas formas son la de la ciencia y la de la religión. La primera se ocupará de describir la naturaleza y su estructura y la fe – que puede tomar forma de la creencia o la increencia – se refiere a las cuestiones que, tomando en cuenta todo lo que se diga sobre la naturaleza, se refieren a lo que está más allá de ella. La fe se refiere a la toma de decisiones sobre lo fundamental, nunca sobre los hechos del mundo, y aún el que es ateo está tomando una decisión a ese respecto. Lo que acontece en la fe no es, por ello, el entregarse al mundo irracional o al mundo de la afectividad pura y de las experiencias privadas. Si bien la religiosidad, en su desenvolvimiento histórico y dentro de una tradición puede incluir experiencias de ese tipo, lo esencial de la fe es una postura de la razón sobre el mundo, es abrir la pregunta por la verdad y el sentido del todo.

Ciencia y religión encuentran, a mi juicio, con la explicación de Ratzinger, un modo de relacionarse que, para utilizar los términos de Barbour, atiende más a la integración que al simple diálogo, pues el sujeto siempre tendrá preguntas qué resolver, a veces por medio de la ciencia y a veces por medio de la religión. Si bien como lo hemos señalado, una se refiere a lo mundano y a lo fáctico, y la otra precisamente a lo contrario, ambas son necesarias para orientar al sujeto en su existencia. Por ello considero superior la propuesta de Ratzinger que la de Jay Gould pues, mientras éste considera una simple no-superposición de los magisterios, desde esta nueva postura la ciencia se vuelve necesaria para dar el salto de la fe. La postura de Peacocke, más cercana a la de Ratzinger, representa también un intento por proponer no una síntesis sino una integración en el sujeto pues también sostiene que las cuestiones que plantea la religión, necesitan incluir la inteligibilidad, lo que no significa otra cosa que decir que la fe es también un acto de la razón, en el que, considerado el mundo como un hecho contingente y, por tanto, incapaz de solucionar las cuestiones últimas, ha de abrirse – con muchísimas dudas, si es genuina – a la posibilidad de que haya una instancia mucho más grande que otorgue efectivamente un sentido.

Conclusión

En este trabajo hemos intentado mostrar que las diversas propuestas de interacción positiva entre ciencia y religión traen enormes benificios para la convivencia entre ambos saberes, disciplinas o formas de vida. Sin embargo, la comporación que hemos desarrollado entre las propuesta de cuatro autores, a saber, Ian Barbour, Stephen Jay Gould, Arthur Peacocke y Josep Ratzinger muestra las deficiencias de intentar solventar los posibles conflictos para la mera forma del diálogo.

La propuesta Barbour enfatiza los beneficios que una posible “integración” podría traer para la interacción entre ambas formas de conocimiento. Sin embargo, deja pendiente y sin solución el estatuto epistemológico que tendría ese nuevo saber integrado que recogería lo mejor de la ciencia y lo mejor de la religión. Hace falta establecer tanto una jerarquía entre las proposiciones resultantes como el modo en que ciertos conceptos habrían de engarzar para no entrar en conflicto directo, pues en muchos casos se mueven en campos semánticos diferentes o están asentados en regiones ontológicos o epistemológicas diversas.

La propuesta de Gould es interesante en la medida en que deja abierta la posibildiad de la verdad tanto para la ciencia como para la religión. Este movimiento de apertura está posibilitado por la admisión de dos reinos distintos del saber, a los que correspondería un magisterio distinto. Esta propuesta, si bien mantiene también una apertura y una disponibilidad intencional a resolver conflictos, no logra explicar cómo es que el individuo podría integrar en su propia existencia ambos saberes, teniendo que optar en algunas ocasiones por uno y en otras ocasiones por otro. De modo que, si bien ambos magisterios podrían tener legitimidad epistémica, no queda claro cómo pueden integrarse vital y existencialmente.

Arthur PeacockePEACOCKE, A. Los caminos de la ciencia hacia Dios. Santander: Sal Terrae, 2008., por su parte, hace un esfuerzo notable por establecer criterios de racionalidad que permitan establecer un mínimo de requisitos para que una proposición o un cuerpo de conocimientos, ya sea propio de la ciencia, ya sea propia de la religión, pueda ser formulado de una manera razonable y verosímili. La propuesta de Peacocke es notable por cuanto que busca establecer la manera de no perder el vínculo que ambas formas de discurso o de conocimiento mantienen con la verdad, pues es ahí en donde se juega su validez última. Sin embargo, mantiene su propuesta a un nivel epistémico proposicional sin tomar en cuenta que la razón está anclada en una vida concreta y es vivida por un sujeto que ha de vérselas con ambos saberes. Por lo tanto, si bien está encaminada hacia el establecimiento de una serie de criterios, omite el carácter existencial del saber y de la religión, y delega al cumplimiento de una serie de criterios lo que podría enfocarse más globalmente si se introduce una noción de “racionalidad” enriquecida.

Es precisamente la propuesta de Ratzinger la que eleva el problema a unos meta-términos, en el sentido de que, permaneciendo en el ámbito de la epistemología de las creencias, consigue establecer un orden en la racionalidad, haciendo de la fe un ámbito de la razón y, por lo tanto, también a la religión. Ratzinger distingue ámbitos de la realidad que competen a cada una: a la ciencia deja la descripción de la naturaleza y a la religión la cuestión sobre el sentido de esa naturaleza en relación con la vida del hombre, que vive y experimenta en ese mundo, dramas que la ciencia, por su apuesta metodológica, no puede ver ni abordar. Así, la distinción entre los ámbitos permite situar los diferentes usos de la misma razón: el conocimiento científico y la fe, ambas formas de asentimiento racional.

  • 1
    En inglés, NOMA (Non-Overlapping Magisteria).

Referências

  • AGUSTIN DE HIPONA, Santo. La predestinación de los santos. In: Obras completas VI Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1956.
  • BARBOUR, I. Religión y ciencia. Madrid: Trotta, 2004.
  • CASALE, U. Introducción: fe y ciencia, ¿una comunicación de saberes?. En: RATZINGER, J. Fe y ciencia: un diálogo necesario. Santander: Sal Terrae, 2008.
  • GOULD, S.J. Ciencia versus religión: un falso conflicto. Barcelona: Editorial Crítica, 2000.
  • LACOSTE, J.-Y. Experiencia y Absoluto. Salamanca: Sígueme, 2010.
  • MONSERRAT, J. Introducción a la edición española. In: PEACOCKE, A. Los caminos de la ciencia hacia Dios. Santander, Editorial Sal Terrae, 2008.
  • PEACOCKE, A. Los caminos de la ciencia hacia Dios Santander: Sal Terrae, 2008.
  • RATZINGER, J. Fe y ciencia: un diálogo necesario. Santander: Sal Terrae, 2008.
  • TAYLOR, Ch. Imaginarios sociales modernos Barcelona: Paidós, 2006.
  • TAYLOR, Ch, A Secular Age Cambridge / Massachusetts: The Belknap Press of The Harvard University Press, 2007.

Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    23 Oct 2023
  • Fecha del número
    May-Aug 2023

Histórico

  • Recibido
    26 Ene 2023
  • Acepto
    23 Ago 2023
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