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La droga de Aira

Aira’s drugs

Resumen

Este artículo se propone seguir en tres novelas de César Aira la aparición de ciertas sustancias cuya ingesta de alguna manera modifica el trayecto de sus personajes, como una figura que instaura la posibilidad de plantear ideas sobre la escritura, la lectura y la imaginación. Si tradicionalmente se dijo que la novela no reivindicatoria, que no propone una toma de conciencia ni alguna forma de aprendizaje, era literatura de evasión, la droga condensa esa denominación en una acepción absoluta, y cumple el papel de la fuga hacia adelante, no a otra realidad, sino en el pliegue en el que avanza la realidad única de la narración.

Palabras clave:
imaginación; escritura; lectura; fábula; alegoria

Resumo

Este artigo propõe-se seguir em três romances de César Aira o aparecimento de certas substâncias cuja ingestão de alguma forma modifica o trajeto de seus personagens, como uma figura que instaura a possibilidade de levantar idéias sobre a escrita, a leitura e a imaginação. Se tradicionalmente se disse que a novela não reivindicatória, que não propõe uma tomada de consciência nem alguma forma de aprendizagem, era literatura de evasão, a droga condensa essa denominação em uma acepção absoluta, e cumpre o papel da fuga para adiante, não a outra realidade, mas na dobra em que avança a realidade única da narração.

Palavras-chave:
imaginação; escritura; leitura; fábula; alegoria

Abstract

This article seeks to discuss the appearance in three novels by César Aira of certain substances, the ingestion of which in some way modifies the path of the novels’ characters, as a figure that establishes the possibility of raising ideas about writing, reading and the imagination. If it was traditionally said that the non-vindicatory novel, which does not propose awareness-raising or some form of learning, was evasive literature, drugs condense that denomination into an absolute meaning and fulfil the role of the escape forward, not to another reality, but in the fold in which the unique reality of the narrative advances.

Keywords:
imagination; writing; reading; fable; allegory

Tal vez podría calificarse de “novela” un brevísimo libro de César Aira, abrochado y sin tapas, que se titula La pastilla de hormona. Sus catorce páginas no impedirían el uso de ese rótulo, puesto que la extensión nunca figuró entre los requisitos infaltables de una narración sobre un caso, un héroe problemático, un ejemplar de algo. Para salvar los planteos de una convención que ya no exige nada, Aira inventó la posibilidad de la “novelita”. Como en casi todos sus relatos, sean novelas gruesas, medianas o mínimas, Aira pone al final la fecha en que los termina, el día en que no seguirá adelante. En este caso: “12 de agosto del 2000”. Pero este final previsto, la fecha en que se dejó de escribir lo que se venía escribiendo, nos devuelve al principio, es decir: ¿cómo se le ocurrió esa idea de novela?

Como toda novela, como toda épica inclusive, el folleto de Aira, una de sus felices incursiones en la editorial llamada “Belleza y Felicidad”, tiene una trama: un hombre de cincuenta años, casado, decide un día hacerse una broma a sí mismo y se toma a escondidas una pastilla de hormona que le recetaron a su mujer; a continuación, disfruta de ese secreto sonriendo, riéndose, hablándose en silencio, hasta que se duerme, tal vez sueña, y el narrador se eleva al infinito para encontrar una imagen, la luz del chiste o del sentido de la vida cotidiana, el retorno de la pastilla original. Este podría ser entonces el mito, según Aristóteles, de una pequeña historia. Curiosamente, parece requerir más palabras en su reducción a una sola frase que el resumen aristotélico de la Odisea. Es sabido: Ulises, luego de muchas aventuras, inconvenientes y encuentros más afortunados, regresa a casa.1 1 “En efecto -dice Aristóteles- la historia [logos] de la Odisea no es larga. Un hombre está ausente de su casa muchos años […] pero regresa tras haber pasado por muchos trabajos y, después de darse a conocer a algunos, ataca y se salva, y destruye a sus enemigos.” (ARISTÓTELES, 2015, p. 124-125) Pero Ulises vuelve al lugar donde comienza Aira. Los antiguos no se quedaron contentos con el final feliz del autor ciego, como le decían, e hicieron nuevas fábulas menos exitosas, sobre otros viajes de Ulises, como si la rutina de la vida cotidiana no ofreciera nunca las condiciones para formar un relato. Pero la vida cotidiana, que implica no salir de casa o sólo hacer rápidas excursiones laborales y sociales para volver enseguida, está llena de gérmenes novelescos, porque se colma de pensamientos. En esto radica además la diferencia, quizá demasiado filosófica, demasiado romántica, entre el héroe de la epopeya y el de la novela, puesto que éste último piensa. Podríamos volver a traducir el concepto del joven Lukács del héroe problemático, sus aspiraciones, deseos, ideales enfrentados a una prosa social que lo contradice, como un héroe del pensamiento, reflexivo y sentimental, humorístico y melancólico a la vez, que choca contra el vacío de las repeticiones de los hechos.2 2 Aun cuando sólo irónicamente podría aplicarse a la novela de Aira el talante de las afirmaciones de Lukács: “La forma interna de la novela ha sido entendida como el proceso de autoconocimiento del individuo problemático, el camino que lleva del oscuro cautiverio en una realidad diferenciada y carente de sentido hacia un efectivo autorreconocimiento” (2010, p. 76).

El héroe de Aira, al tomarse la pastilla de su esposa, hizo algo inesperado, aunque sobre todo inesperado para él mismo. Esa pequeña singularidad, lo nunca hecho, lo impensado, abre en la morada conyugal un universo de posibilidades, una pléyade de ideas, que son motivos para reírse o para enorgullecerse de su audacia. La ingesta de la pastilla “sin pensarlo más” abre de pronto el espacio de los pensamientos, que son en primer lugar frases. La inadecuación entre esas frases extrañas, que brotan de un acto sin explicación, y aparentemente sin consecuencias, y el mundo contingente, produce ese desfasaje que suele llamarse cómico. Pero toda la transgresión, la negación absoluta del mundo tal como existe, el otro lado de la vida cotidiana, se despliega entonces en la inminencia del sinsentido. Aira anota la reacción de su héroe: “Se miró la cara en el espejo, iluminada por una gigantesca promesa de risa” (2002, p. 5). La promesa es una tentación que le ofrece al espejo su propio silencio, porque la broma secreta aumentará su potencia exponencialmente, en la medida en que no comunicarla afirma varias veces su absoluta gratuidad. No hay respuesta a la pregunta: ¿para qué tomar esa pastilla? El señor de cincuenta años no busca efectos físicos de la hormona sino la transformación de un día cualquiera en una jornada de júbilo sin sentido: el día de la pastilla.

Pero las palabras que se dice a sí mismo redoblan la gratuidad del acto. ¿Para qué sirve un chiste? Más aún: ¿qué es un chiste secreto, un chiste de uno mismo para sí mismo? Si el señor problemático, envuelto como en toda novela por el desfasaje cómico desde el origen quijotesco del género, de pronto escribiera -y parece a punto de hacerlo porque en un momento lee, piensa en leer un libro-, sus frases gratuitas acaso expresarían un humor lírico, expandiéndose desde el instante absurdo reflejado en el baño de un departamento urbano hasta el espacio infinito donde la luz de los astros se encuentra con su negación. A medida que las frases se reiteran y se diferencian, porque cada una dice algo distinto aunque el chiste parezca volver al mismo punto en el tiempo, la distancia se hace más evidente. Cuando el personaje, esa voz limitada de una conciencia donde repercuten las posibilidades ilimitadas del habla, tienda a desaparecer, duerma, se apague o se atenúe, la distancia entre su acto y la totalidad de lo que existe será tan grande que también se eliminará. El cosmos inabarcable y la pildorita rosa se unen en el infinito. El “humor” se abre al reino de lo ilimitado, o sea la libertad. La inteligencia no evidente de un acto gratuito se le revela al sujeto por la distancia que toma respecto de sí mismo: “el objeto de su hilaridad no eran tanto sus bromas como el personaje que él representaba, para su exclusiva diversión, en el teatrito ultrasecreto de su conciencia” (AIRA, 2002AIRA, César. La pastilla de hormona. Buenos Aires: Belleza y Felicidad, 2002., p. 7). Y este desdoblamiento es precisamente el ejercicio del pensamiento, la así llamada reflexión, que implica una salida de sí hacia lo otro para poder luego volver a sí con un incremento o un suplemento, no de saber, sino de espacio. Tal es el “reino de la libertad”, según este momento filosófico de Aira, o sea lo que está “fuera de la cadena de causas y efectos” (2002AIRA, César. La pastilla de hormona. Buenos Aires: Belleza y Felicidad, 2002., p. 7), y por ende lo que nunca será objeto de un saber ni de una representación, algo que se da y se hace porque sí. No obstante, el acto gratuito es el origen de la narración, porque siempre vuelve al mundo de los efectos y las explicaciones. Los efectos de la pastilla se suscitan primero en el sujeto del acto, en su conciencia, pero luego la risa se disuelve en una parodia, en el último pensamiento de una vigilia cualquiera, y empezarán los efectos de una libertad secreta en los objetos y en la totalidad, que podría definirse como todas las referencias posibles de un lenguaje. La literatura, hecha de frases en apariencia gratuitas, originalmente gratuitas, hace hipótesis sobre el todo, su mitología ya sin dioses es la física -como decían los románticos tempranos- y por ende no deja de producir efectos en el mundo de las causas, en sujetos y objetos.

La literatura siempre se puede seguir escribiendo, como un filón inagotable pero que no se fija en los libros ya hechos, sino en la apertura del tiempo futuro, como esa “veta de oro” que “seguiría entregando sus riquezas hasta el último día de su vida”, según Aira (2002AIRA, César. La pastilla de hormona. Buenos Aires: Belleza y Felicidad, 2002., p. 8). Pero también puede ofrecer su brillo, su resplandor de una sola vez, en el libro absoluto, ese libro-punto “en el centro del sistema general de la vida, que lo coloreara todo para siempre e hiciera innecesarios”, por sustitución plena, los libros “ocasionales” (AIRA, 2002AIRA, César. La pastilla de hormona. Buenos Aires: Belleza y Felicidad, 2002., p. 8). Entonces, el espacio de la vida cotidiana no necesitaría ser llenado con actos de consumo del tiempo sino que se percibiría colmado a cada instante, en cada cosa. La cama, donde duerme el matrimonio de la novelita, el cuarto, la casa, la ciudad, el universo que envuelven y rodean al personaje: “cosas sin forma”, acaso, como un libro total, idéntico al todo, de una imposible enumeración que Aira apenas comienza: “avestruces, aeroplanos, sombrillas, seres fundidos unos con otros, fallebas, picos, hélices, varillas” (2002, p. 13). Pero sólo una cosa, o sea una palabra, puede convertirse en absoluta, e iluminar la inconciencia de la novela ya sin personaje, poniéndole fin a una enumeración que nunca empezó: la luz, que siempre es la misma, la eléctrica y la de los astros. Incluso la chispa de ingenio que despierta la sonrisa secreta del héroe pertenece al dominio de la luz. Aunque para ser absoluta la luz necesitaría no oponerse simplemente a la oscuridad, no ser aquello que se diferencia de las tinieblas, sino la indiferenciación total entre el brillo y la sombra. De otro modo, la luz absoluta sería relativa, recortándose contra el fondo o en medio de un universo oscuro “donde no alcanza siquiera el pensamiento”, describe Aira, y exclama, como en un libro de los orígenes o una cosmogonía: “¡Qué grande es la sombra! No tiene límites en su extensión, ni los tiene tampoco en su tiniebla, porque en sus honduras infinitas no hay un solo átomo encendido” (2002, p. 13). Por efecto de esa oscuridad que envuelve todo, cualquier cosa es indiferente pero inquietante. La luz absoluta que anularía su posibilidad no es necesariamente grande, otra envoltura alrededor del espacio sin estrellas, sino que se acerca tanto a la tiniebla que apenas se vislumbra, pero la llega a disipar absolutamente porque casi no se deja distinguir de ella. Así como la existencia mínima del pensamiento, de un pensamiento breve en el universo infinito, o la efímera ocurrencia de una forma de vida disipan el absurdo de la materia que busca su propia desaparición. Las estrellas se apagarán, pero la luz de un personaje habrá existido y desde el ínfimo espacio de un libro iluminará cualquier instante: “La menor partícula de él que se escape a la región de las sombras, aun en la especulación, puede cambiarlo todo” (AIRA, 2002AIRA, César. La pastilla de hormona. Buenos Aires: Belleza y Felicidad, 2002., p. 14)

Por otro lado, la sombra o la opacidad pueden afectar igualmente la vida cotidiana, donde la repetición desluce el brillo de cada cosa. Porque nunca se da la repetición como retorno perfecto de lo idéntico, sino siempre una reiteración desviada, distraída, que hace olvidar el momento y el acto singulares. ¿Y qué otra cosa puede interrumpir la rutina de los hechos reiterables sino una alteración de los sentidos, una intervención del cuerpo que le ofrece a la conciencia la novedad de su espectáculo? Ante el espejo del baño, la mano se extiende y agarra el frasco de pastillas. Como una droga, la luz de esa broma cuyo fin está en sí misma puede teñir el resto de la jornada y quizás, en su grado absoluto, el resto de la vida. Porque más adelante, en la miniatura de una novela que crea un cosmos, cuando la conciencia del bromista baje su luz, en la semipenumbra, el narrador encontrará otras chispas de ingenio de su héroe: comprarse el primer libro de toda su vida y que trate sobre “La Vida Cotidiana en la Antigua China” (AIRA, 2002AIRA, César. La pastilla de hormona. Buenos Aires: Belleza y Felicidad, 2002., p. 14). Y ese tema, exótico, improbable, le habrá dicho al héroe que su desfasaje era la verdad del mundo, su incontable variedad. Lo chino y lo antiguo son en efecto temas, y los libros se ocupan de todos los temas del mundo. Pero ¿qué es la vida cotidiana? Es el “núcleo de la revelación”, revela Aira: “Porque ahí se reunían todos los temas, y porque todos tenían vida cotidiana, aunque no tuvieran otra cosa” (2002, p. 16). Así, el capricho del libro que se encuentra al azar y que se adquiere sin pensar para qué, como quien toma una pastilla rosa sólo para ver qué pasa, en qué lo afecta, se inserta en la serie del mundo, apela a la continuidad imaginaria de las cosas. Hace falta un velador para leer, una luz. Y esa lámpara graduable hará una breve diferencia en la oscuridad de la pieza matrimonial. Mientras ella duerme, como el público inconsciente de su ingenio, el nuevo lector abandona todas las noches la vida cotidiana y china, juega con la perilla del velador, baja la luz, procura distinguir el mínimo de brillo que se va mezclando con la tiniebla. Bajo esa luz, Aira encuentra la vuelta de su novela completa: “La luz bajaba y bajaba, hasta el mínimo, hasta tocar la oscuridad, y después, ya en la oscuridad, quedaba encapsulada en su cascarón de átomo, pequeñísima y secreta” (2002, p. 17). Infinitesimal e imperceptible, como un astro eclipsado por la distancia, sigue estando sin embargo presente en la vida de un ser oscilatorio, que ahora duerme pero cuya risa alumbra las mañanas y entibia las noches. La luz mínima del velador graduable era “la estrella más lejana, importada a la vida cotidiana por un duende juguetón, la última estrella del cielo… la más antigua… y su nombre era LA PASTILLA DE HORMONA” (AIRA, 2002AIRA, César. La pastilla de hormona. Buenos Aires: Belleza y Felicidad, 2002., p. 17). Como el origen del mundo en un grano de arena, el acto caprichoso del señor Rosales, tal es su nombre, y la pastilla rosada tiñen la vida cotidiana del universo, al igual que el acto sin explicación alude al espacio ilimitado de la libertad. Y la literatura, su idea ilimitada, hecha sin embargo a partir de libros limitados, expresa la misma tendencia. No hay libertad en el mundo de las causas y los efectos, en el mundo de los instrumentos, en el uso vehicular del lenguaje; no hay libertad en el mundo tal como parece reiterarse todos los días, pero un mínimo acto, el instante de cambiar una cosa de lugar, poner lo hecho en otro lado, cambiarse de sujeto en objeto y viceversa, abren de pronto el espacio, cortan el tiempo, y entonces brilla, como una píldora alucinógena, la luz de la libertad posible.

Quince años después, aunque podría hacerse un alto en algún otro libro suyo, Aira vuelve a la cuestión del acto libre, a la decisión de un consumo más explícitamente alucinógeno. En Prins, fechada el 2 de diciembre de 2015, un escritor sin nombre, agobiado por la cantidad y la repetición de sus novelas “góticas”, tal es el género en el que se ha especializado, decide liberarse de su vida habitual, o sea dejar de escribir. Ya esta decisión le impone un viaje mental casi inabarcable que procura responder a la pregunta: “¿en qué ocupar el tiempo?” La actividad de escribir, aunque los resultados no fueran los esperados o aunque no hubiese resultados sino simples libros, aunque sólo llevara media hora cada día, era un núcleo a cuyo alrededor se organizaban todas sus jornadas, la pastilla iluminadora de su rutinaria existencia. El resto era ocio, pero había que sustituir con algo la escritura de novelas -“góticas” en el caso de Prins, que por un chiste alegórico reproduce el apellido del arquitecto extravagante que diseñara el único edificio gótico de Buenos Aires, la Facultad de Ingeniería, que quedó inconcluso, reiterando involuntariamente el gesto de las masivas obras europeas.

El escritor, que no encuentra ya demasiada novedad en seguir siendo lo que ha llegado a ser, tiene que encontrar otra cosa, puesto que su primera decisión no funciona sola. Piensa entonces, acaso escribe: “Como no tenía intenciones de amargarme demasiado, porque justamente dejaba de escribir para ahorrarme la amargura de ser el payaso de la literatura, me di a pensar con qué otra actividad podía reemplazar a la que hasta entonces había ocupado mis días” (AIRA, 2018bAIRA, César. Prins. Buenos Aires: Random House, 2018b. , p. 11). Su problema se despliega en el tiempo, en la medida en que la actividad desarrollada a lo largo de toda su vida consistía en olvidar el presente, en aplazar la caída del instante, del acto mismo que él realizaba. Escribir era algo que siempre había que hacer: “hay que seguir escribiendo -reflexiona entonces retrospectivamente-, se escribe para seguir escribiendo” (AIRA, 2018bAIRA, César. Prins. Buenos Aires: Random House, 2018b. , p. 13-14). La frase pronunciada y escrita en el presente se vuelca en la siguiente, se suspende sobre ella, encabalga su resonancia, su sentido y también su inescrutabilidad, ya que toda frase quiere decir o apunta a demasiadas cosas, en los ecos de otras frases; lo mismo ocurre con la asimétrica simetría del párrafo y finalmente con las novelas. No se puede gozar del libro escrito, siempre se espera el libro posible. Aun cuando la escritura apenas cubra media hora del día, su ocupación del tiempo es absoluta: el ocio restante está a la espera de la frase y el párrafo que vendrán, del libro futuro. ¿Qué otra actividad puede ocupar así la vida y mantener en vilo, intensamente, los momentos apacibles que la circunden? El escritor de Aira encuentra pronto la solución, gracias a su inteligencia o tal vez debido a su retorcido y oscuro ingenio gótico. Luego de la primera decisión, que es el comienzo de una vida nueva, la promesa realizada de la literatura, aparece la segunda: “Tras una sobria y concienzuda consideración me decidí por el opio” (AIRA, 2018bAIRA, César. Prins. Buenos Aires: Random House, 2018b. , p. 15). La novela cubrirá entonces todo el espacio que se inicia en ese punto de giro, en la decisión libertina, por llamarla de alguna manera: dejar de escribir y dedicarse, no al “ocio” del escritor realizado y representativo de su personaje, sino al “opio”. Esta especie de rima cumple el papel de un procedimiento que debe sustituir o completar el sinsentido de unas sonoridades, unas vocales, por medio de una narración de sucesos, es decir: pasar del corte vertical al desplazamiento en el tiempo siempre diferido de las frases, de sus supuestos sentidos. Aira pone una clave interna de su homenaje al origen de ciertos libros de Raymond Roussel en la conversación alegórica del héroe, cuyo problema ahora es conseguir el opio, con el informante o proveedor de la tradicional droga: “No sé si te habrá confundido la similitud de las dos palabras, que efectivamente comparten las mismas vocales en el mismo orden, pero lo que yo quiero es el opio, no lo obvio” (AIRA, 2018bAIRA, César. Prins. Buenos Aires: Random House, 2018b. , p. 26). Si se deja entonces la actividad de escribir, esa suspensión del presente, esa fuga del tiempo, no podrá ceder su lugar a la repetición de los actos reiterados e inmanentes del ocio, no podrá encontrar la alucinación de lo obvio, sino en el aplazamiento del tiempo por la escritura del opio en el cuerpo del antiguo escritor.

Tras muchas peripecias, búsquedas y alegorías, el escritor gótico consigue su opio, aunque no se parece en nada a la sustancia literaria de los hastiados lectores de novelas góticas: ni hay gotas de láudano ni volutas de humo, sino un enorme bloque sólido que debe transportar desde “la Antigüedad” hasta su palacio en un viejo vehículo. El alegórico nombre del lugar de expendio del opio le recuerda al escritor sus juveniles esperanzas de dedicarse a la filología, la frustración de esos estudios megalómanos, un amor perdido en los años de facultad. El viejo auto le trae a su vez unas reminiscencias de infancia en el campo. Luego comienza el consumo del enorme bloque de opio y el desfile de episodios más o menos fantasmagóricos, que incluye un romance en la Facultad de Ingeniería, la obra gótica del arquitecto Arturo Prins. El opio, siempre inconcluso como las formas góticas, impone entonces una forma de vida artística: por un lado, es preciso consumir el bloque, irlo desgastando para liberar una llave que está en su centro, que abrirá las puertas de la Antigüedad; por el otro, propone una sucesión de imágenes que forman un libro ilustrado, el libro del escritor, de toda su experiencia, que sin embargo nunca será escrito, porque el trabajo abstracto de escribir, de hacer imágenes, ingenuamente, con palabras, es sustituido o encubierto por el ocio de las imágenes sin fin, el opio figurativo. Trabajo de escribir y ocio de pensar se resuelven en la indiferencia, opiácea, de lo figurativo y lo abstracto. Aira le hace decir a un personaje que “esa contradicción, dialéctica en buena medida, está en el corazón del opio […]. El opio es llamativamente figurativo en tanto toma su población del acervo imaginario del usuario. Pero esa figuración es abstracta porque no responde a ninguna figuración definida: son formas desprovistas de contenido” (AIRA, 2018bAIRA, César. Prins. Buenos Aires: Random House, 2018b. , p. 46). Todas las cosas se vuelven formas, o sea imágenes, pasan entonces a ser elementos disponibles y enumerables para la recopilación mental del opiómano. La amante resume en su forma los amores del pasado, sin distinción, y los caprichos góticos la convierten en heroína o en fantasma. El contenido de las imágenes no se revela en ellas mismas, sino en su futuro, en la acción que las vuelve reales. Una vez enumeradas, narradas, las imágenes pasan a la acción, así como los ornamentos de las novelas góticas pueden volverse emblemas de unas bandas delictivas tan modernas como inapresables. En este sentido, el opio induce un procedimiento vanguardista que contradice las explicaciones, la cadena de causas y la resolución de tramas.

Pagodas. Prótesis. Yo lo asimilaba todo a medias. Mis hábitos de trabajo eran adversos a la escritura automática que parecía ser el método de producción de estas visiones. Escribiendo para el público […] cada episodio tenía que estar encadenado al anterior y al siguiente con sólidos ganchos de bronce. La acción debía ser previsible tanto para adelante como para atrás. El desencadenamiento del opio me extraviaba (AIRA, 2018bAIRA, César. Prins. Buenos Aires: Random House, 2018b. , p. 59)

El estilo entonces se desencadena, se une a un estilo de vida extravagante, errabundo como Melmoth en su castillo.3 3 La novela de Charles Maturin, Melmoth the Wanderer, publicada en 1820, es uno de los clásicos del género que constituyen la obra del personaje de Aira, quien de alguna manera ha vuelto a escribir las mismas novelas góticas de la historia literaria, como El castillo de Otranto, El monje. Las simples aliteraciones -“pagodas” y “prótesis”- le salen al paso a ese monstruo que ha dejado de escribir y que actúa su novela, desencadenado, arrastrando sus ganchos de bronce que resuenan en la oscuridad al golpear las losas del falso castillo. Las cadenas sueltas de las frases, por obra del opio, se vuelven imágenes sucesivas, que el antiguo escritor ve, toca e incluso traga en orden alfabético.

Pero en esa nueva vida, con la amante de clase baja que fue antaño una dama en peligro en la parte inconclusa de la Facultad de Ingeniería, con el proveedor de droga que ansía volver alguna vez a la Antigüedad, surge la única pregunta sin respuesta: ¿por qué dejar de escribir? El cansancio o el triunfo no pueden ser razones. Simplemente ya no es posible seguir errando, el género está agotado. El escritor ya escribió todas las novelas góticas, cuyo número es finito y cuyo contenido se hundirá en lo pueril con el advenimiento, anunciado por toda la banalidad de la historia literaria, de la novela realista. El gótico, el realismo, el vanguardismo se disuelven y se unen al mismo tiempo por los efectos del opio. Todos los libros fueron escritos y se volvieron a escribir, tal cual, pero el opio revela su prosaica bidimensionalidad, su carácter plano de frase sobre frase, o más bien frase tras frase. Habría entonces que dejar de escribir para seguir ¿viviendo?, no, escribiendo en todas direcciones, en la cabeza y en el cuerpo, en el volumen de lo real, que no es sólo un referente material de las palabras. Como si el bloque de opio, un enorme cubo, fuese poco a poco convertido en la estatua soñada gracias al consumo cotidiano de su materia.

La antigua novela, aunque parezca escribirse, ya no existe. Pero sí existe el acto, el misterio alucinatorio del lenguaje, su posibilidad de hacer imágenes y de ponerlas en el espacio (de la cabeza, como suele decirse para una droga, pero es la cabeza del mundo). En la abstención de escribir, en el ocio, al mundo le falta una letra y se torna inobservable, un vanguardismo maligno que engaña los sentidos sin dejar huellas, o sea sin arte. “Cuando el ocio generaba una pasión excesiva sobre mis nervios, me precipitaba a la calle, y ahí los contemplaba” (AIRA, 2018bAIRA, César. Prins. Buenos Aires: Random House, 2018b. , p. 86). ¿Qué son esos “organismos en marcha, provistos de pies, manos, cabeza, movimiento”? La apariencia es el origen de la duda. Sin la droga, sin la escritura, lo obvio se disuelve en la angustia de la irrealidad. No hay nada. El escritor se pregunta: “¿era de verdad lo que había visto? ¿Podía ser verdad, ese carnaval?” (AIRA, 2018bAIRA, César. Prins. Buenos Aires: Random House, 2018b. , p 86). De esa alternancia entre el aislamiento y el espanto, entre la soledad de esperar escribir y el estupor de ese tren fantasma de las sensaciones que se entrega gratis al que levante la vista, lo habrá de sacar el opio. Alegóricamente: la nueva escritura.

La pregunta sobre por qué dejar de escribir, anterior a las dos decisiones de la novela -dejar un hábito, adquirir otro igual de imaginario-, se remonta al origen del acto único: ¿por qué escribir? ¿Quién querría convertirse en el producto de ese único acto? Porque se trata de un resultado siempre monstruoso, de una apariencia que sólo deja aparecer lo que hace: otra apariencia ambivalente. En el escritor se daría la unión imposible de la idea abstracta y de la materia concreta, la idea de la novela y el libro, la forma y el contenido. Pero tal unión es por principio indescriptible, puesto que el pensamiento del escritor y su cuerpo que escribe están en dos líneas paralelas, como las palabras y las cosas. La literatura, si existiera, sería esa tentativa improbable de unir la extensión, el cuerpo, y la escritura, el pensamiento. Un intento de escribir entonces la vida misma, no representarla. Pero mientras los libros se repiten, con sus temas y sus géneros, el escritor deambula como un cuerpo cuya actividad incesante no tiene significado. Sobre todo en la novela, donde la prosa del mundo representa la mirada de los otros, que se posa en la figura enroscada de un héroe problemático, sólo accesible lingüísticamente, inobservable por lo tanto. Aira se eleva a la doble ironía: “Nadie sabe con claridad qué es eso de la literatura, qué es lo que hace un escritor” (2018b, p. 100). Más un enigma que un misterio, más cerca de la esfinge que del dios, se instala en esa “burbuja hecha a medias de respeto y de asco”. Parafraseando una expresión oral que le divierte reiterar al autor en los circunloquios de sus héroes, siempre escritores de algún modo: ¿en qué cabeza cabe dedicarse a algo que no sirve para nada? Entonces los otros, los que son hablados por la pregunta, los que leen en general, “ellos que opinaban sobre todo, que tenían sus ideas claras, los contornos trazados con tinta china, conmigo no se atrevían, el más profundo silencio era el único don que se depositaba en los altares del monstruo” (AIRA, 2018bAIRA, César. Prins. Buenos Aires: Random House, 2018b. , p. 100). Tal es el peligro de la falsa respuesta a la pregunta inicial: la impostura de escribir para ser escritor. Porque el escritor representa la traición del acto inmanente de escribir. No se escribe para hacer libros sino para que la palabra posible anime lo real y el pensamiento no se diferencie del cuerpo, y que la extensión sea la vida del instante.

La droga, la escritura suspenden la geometría imaginaria del tiempo y hacen que el momento se cumpla en sí mismo, sin finalidad. De allí que la literatura prometa ser ese único lugar donde las alucinaciones generadas por la droga y los pensamientos generados por la escritura se recorren mutuamente, como si el fin de las imágenes no fuera otro que aparecer y el fin de las ideas sólo se encontrara en su ocurrencia. Pero el escritor mira hacia atrás, vuelve sobre sus actos, imágenes y frases que lo atraviesan, y se da cuenta de su experiencia imposible, que sin embargo reconoce: “me daba cuenta de que siempre había pensado que todo en la vida era un fin en sí mismo, y de ahí la elección del opio, al que veía como la consumación de ese estado de cosas en el que no había medios sino fines” (AIRA, 2018bAIRA, César. Prins. Buenos Aires: Random House, 2018b. , p. 121). La droga, la evasión trazan un círculo mágico alrededor del escritor, pero sería un error pensar que la autonomía puede ser una representación conceptual de la soledad: para imantar, para trazar un círculo tiene que haber más de uno. Es preciso redimir lo que había parecido un medio -escribir novelas, por ejemplo- para que coincida con la vida, y sea el fin de la existencia. “Escribir es secundario” (AIRA, 2018bAIRA, César. Prins. Buenos Aires: Random House, 2018b. , p. 127), le dice al héroe su amante, que siempre parece nueva, lo que importa es la coincidencia mágica entre palabras y sensaciones, entre el pensamiento y el cuerpo, que nunca es un cuerpo aislado porque su consistencia se produce en el contacto incesante con otros. Tal era la esperanza de una presencia que no cesa, de una redención del presente en la continuidad de las cosas: “Mi vocación de escritor había sido una esperanza de plenitud. Escribiendo podría mantener a raya el tiempo” (AIRA, 2018bAIRA, César. Prins. Buenos Aires: Random House, 2018b. , p. 134). Dado que siempre habría cosas que escribir, frases que siguen a las frases, el tiempo de la existencia coincidiría con la extensión de las páginas, con su efecto ilusorio de infinitud. Pero la verdadera escritura no se basaba en la edificación paciente de libros, sino en su interrupción permanente, como si la composición de cada novela tuviese en su centro la única idea incandescente: dejar de escribir, hacer algo nuevo. Estos imperativos anuncian la tarea que al final de la novela se descubre como una iluminación tan sencilla que ya viene dada en la historia de la literatura. Después de la novela gótica, la novela realista: un mundo nuevo, inmenso, de alucinación y de placer.

Así termina Prins: “Quizás nadie más en el mundo lo sabía, aunque en el fondo era simple. Consistía en tomar un hecho ya sucedido, en toda la perfección de lo que pasó tal como pasó, y calcar sobre él, o más bien, dado que la realidad es tridimensional, usarlo como molde sobre el que vaciar lo nuevo” (AIRA, 2018bAIRA, César. Prins. Buenos Aires: Random House, 2018b. , p. 137). Y en este fin en sí mismo, el héroe no es más que un agente para la coincidencia entre el estilo nuevo, con las estructuras a la vista, sin los acabados de la Antigüedad ni del gótico, y la perfección de lo que existe. Es un fin que estuvo dado desde el principio, cuando se empezó a leer, o tan sólo a mirar las páginas de algunos libros, ya que en las lecturas de infancia el placer y la alucinación aceptaban su confluencia con las palabras. Leer habrá sido, en algún horizonte de plenitud, el opio de los niños. Pero según pensaba el escritor al comienzo de su extraña decisión: “A esta coincidencia se le sobreimprime la mayor de las no-coincidencias: el primer opio era una metáfora didáctica para niños, el último es el objeto material, como si se necesitara toda una vida para que una palabra llegue a ser la cosa que representa” (AIRA, 2018bAIRA, César. Prins. Buenos Aires: Random House, 2018b. , p. 17). La droga deja un espectro, la huella de su paso, que vuelve ya no como una sustancia de modificación de la percepción, sino como una forma del material perceptible, tal como la lectura intensiva generó en alguien el fantasma de escribir: de los fantaseos del opio-lectura del niño saldrá ya entera, como de un Zeus infantil, la figura del genio, que puede enumerar todas las cosas del mundo.

Así, porque todo diálogo se resuelve o adquiere su vértigo con el número tres, podremos señalar que en el mismo año 2015 Aira termina su novela breve El gran misterio, y las iniciales que podrían resumir su título, “GM”, nombran a la vez el “genio maligno” que engaña los sentidos y la luz que se oculta en la dicción de todos los nombres, los infinitos detalles de una existencia que ninguna escritura puede abarcar.4 4 Como se expresa en el célebre final de la primera Meditación cartesiana: “Supondré entonces, no que Dios que es muy bueno, y que es la fuente soberana de verdad, sino que algún genio maligno, no menos astuto y tramposo que potente, empleó toda su habilidad para engañarme; pensaré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos, y todas las cosas externas no son nada más que ilusiones y fantasías de las que se sirvió para tenderle trampas a mi credulidad; me consideraré a mí mismo como si no tuviera manos ni ojos ni carne ni sangre; me mantendré obstinadamente aferrado a este pensamiento; y si por ese medio no está en mi poder llegar al conocimiento de verdad alguna, al menos está a mi alcance suspender mi juicio: me abstendré así cuidadosamente de no admitir en mis creencias ninguna falsedad, y prepararé tanto mi mente para todas las simulaciones de ese gran tramposo que, por más potente y astuto que sea, nunca podrá imponerme nada.” (DESCARTES, 1824, p. 245) Antes de la fabulosa trama de la novela, en un reino centroeuropeo con abogados y castillos, antes del análisis del misterio y de la promesa de otra droga, el narrador quiere descifrar la opacidad de lo múltiple: el infinito de las cosas, la fluidez de las palabras. Su asombro, como el de los balbuceos de todo comienzo, se expresa en la enumeración: “Amaneceres, cajas, sillones, terrenos, torres. Obstáculos, taxis, redes. La enumeración de las cosas” (AIRA, 2018aAIRA, César. El gran misterio. Buenos Aires: Blatt & Ríos, 2018a., p. 7). ¿Cómo es que existen las cosas, cada una de ellas con su particularidad concreta y su función? El misterio es que parecen ya hechas, y haber estado ahí desde antes de cualquier principio, incluyendo su solicitud de nombres. Porque hasta la palabra “enumeración” es una cosa: concepto, figura retórica, integrante ya crecida de una familia de vocablos ligados al número. Aira, en otros varios libros,5 5 Como tema casi único en El infinito (1994) y en La revista Atenea (2009). usó la paradoja de los números, que es la forma matemática de la enumeración de las cosas, y que consiste en que la suma de las sumas, la prolongación de las series matemáticas desemboca siempre en una idea: el infinito, el todo.

Por cierto, el todo no es más que un resumen del infinito, la unidad impensable de lo ilimitado, pero es también su modalidad lingüística, puesto que la palabra “infinito” forma parte del todo. “Yo puse el Todo en marcha, y lo dejé hacer” -dirá el narrador e investigador en el epílogo de la novela (AIRA, 2018aAIRA, César. El gran misterio. Buenos Aires: Blatt & Ríos, 2018a., p. 69). La ventaja de la escritura, literaria o matemática, reside en que puede llegar a las cercanías de la idea sin ser exhaustiva. Es tanta la distancia entre las pocas particularidades que una ocurrencia genial enlaza que rozan la idea del todo. Al principio del libro, “terrenos” y “torres” están cerca en el ámbito de lo que no tiene sentido, en su aliteración evidente, pero no están tampoco lejos en lo que designan puesto que toda torre ocupa un terreno. Sin embargo, antes de tales cosas, “amaneceres” y “cajas” suponen una distancia mayor, hasta el punto de que inducen a imaginar la construcción de juguetes de forma prismática que contuvieran paisajes pintados y luces que imitasen la salida del sol. Si llamamos “suerte” a la manera de actuar de un genio invisible, podemos seguir la concluyente frase del epílogo: “pero quiso la suerte que esas pocas [cosas] estuvieran tan alejadas entre sí en el tiempo, el espacio y la lógica narrativa que el listín pudo actuar como equivalente del Todo” (AIRA, 2018aAIRA, César. El gran misterio. Buenos Aires: Blatt & Ríos, 2018a., p. 69-70). Puesto que aun en la más mínima cosa, en una partícula de luz, en una molécula dorada, en una píldora de proteína, se puede desplegar el infinito: todo puede dividirse infinitamente o desarrollarse, profundizarse hasta lo imperceptible. Las cajas siempre contienen otras cajas y están dentro de cajas mayores, los amaneceres no dejan nunca de clarear, de irisarse en gamas continuas de colores que no terminan sino en su propia repetición. Lo real sería el resultado inacabable de ese proceso de metamorfosis: “Lo grande producía lo pequeño, y lo pequeño lo grande, la representación lo representado, lo real producía lo real, en un proceso que no cesaba” (AIRA, 2018aAIRA, César. El gran misterio. Buenos Aires: Blatt & Ríos, 2018a., p. 54). La palabra-píldora llama a la frase que la contiene, luego al párrafo, a la suma de la novela, que a su vez contiene su molécula sintética, se expresa como un pequeño todo. De igual manera, las así llamadas cosas, representadas por todo el lenguaje, representan nuevas cosas, se vuelven moldes para un acontecimiento: la coincidencia. El genio, que se diferencia del narrador como un fantasma cómico y casi burlón, es en verdad un órgano de captación de coincidencias, el que por su arte de magia pone el amanecer en una cajita, el mundo en las palabras, lo real en la alucinación de las sensaciones.

En la novela, todo se vuelve alegoría. Pero Aira quisiera representar la misma alegoresis y vaciarla de su apariencia de saber; cada cosa quiere decir otra sin dejar de ser ella misma; el gran misterio de la pluralidad de objetos es simplemente el enigma de lo grande, el imposible aislamiento de la idea de magnitud. ¿Qué se trata de encontrar entonces escribiendo? ¿Escribir nada más? Antes bien escribir el anhelo de encontrar, dilatar el tiempo con la ocurrencia siempre de lo nuevo, lo que no puede ser comparado con nada y por lo tanto no se sabe si es grande o pequeño: la síntesis de la vida o la molécula sintética del todo. Leyendo pues alegóricamente, el inquisitivo narrador se entrega al azar de los experimentos y encuentra la proteína concentrada, el mundo en un grano de coral fluorescente, que sólo puede ser lo nuevo para la novela del matrimonio, que no por definitivo deja de contener un sinfín de aventuras.

Así, en lugar de ingerir inesperadamente una píldora diseñada para la esposa, el genio induce al narrador, con sus locuras de coincidencias abstractas, a volcar en la taza de la esposa la gota del hallazgo, un misterioso fluido lumínico: “Con un movimiento furtivo vertí la gota de sangre de proteína en la taza de Berta, y la vi tomarla” (AIRA, 2018aAIRA, César. El gran misterio. Buenos Aires: Blatt & Ríos, 2018a., p. 68). Pero la enumeración de cosas y hechos tiene que detenerse. No habrá efectos de ese acto furtivo, salvo las transformaciones que ya se dieron, la niña adoptada que nunca llega, el divorcio infinitamente diferido, las alucinaciones del aislamiento. Por eso el “epílogo” cumple la función de una interpretación, el desarrollo de un lema secreto para todos los emblemas de la novela. Aunque en realidad es un reflejo del prólogo, una especulación sobre la enumeración sin límites, sobre su azar y su necesario final. O sea: ¿cómo una combinación limitada de palabras, sólo potencialmente infinita, puede producir la idea de totalidad? O en términos de géneros: ¿de qué manera una suma de hechos descriptos, apenas hilvanados por un nombre, se convierte en la imaginaria unidad de una vida, en una biografía? O bien: ¿cómo una serie de cosas y de personajes mencionados, articulados, envueltos en parlamentos y en párrafos escritos, pueden generar la unidad de la novela, puramente artificial? Pero ¿a qué otra cosa se puede dedicar el tiempo para el genio de las coincidencias, que son gérmenes de ideas, sino a escribir esos simulacros de la unidad, los libros, que siempre están llegando a ser? Y esta pregunta apunta a otra conjetura sobre el título: el “gran misterio” sería precisamente la necesidad, y el goce, de escribir. El genio es sólo una prosopopeya, que pone en términos fabulosos un deseo inescrutable e interminable, la unidad biográfica del escritor, que gira alrededor de esa única molécula indivisible: empezar a escribir. “Él -escribe Aira- me proveerá la molécula dorada con la que se inicia el proceso que resulta en un libro. Las demás vendrán atraídas por la belleza irresistible de la primera.” (2018a, p. 76) El mito de la molécula originaria, del comienzo como germen del todo, no deja de ser una representación materialista del genio, de allí que el Genio de Aira, disfrazado de tal, sólo se ponga a abrir la boca para esperar que la semilla dorada y flotante caiga en ella. Y no hará falta más que una, porque generar un libro es empezar a escribirlos a todos. “La multiplicación se hará sola, primero hasta completar un libro, después, o al mismo tiempo, hasta completar todos los libros del mundo.” (AIRA, 2018aAIRA, César. El gran misterio. Buenos Aires: Blatt & Ríos, 2018a., p. 77) La escritura no será pues la producción de unas combinaciones artesanales o unos imaginarios montajes, sino el crecimiento de un impulso en el cuerpo que se dispone a flotar, abrir cajones, recorrer imperios, decorar castillos, gracias a una enigmática ingesta (de hormonas, novelas o proteínas de coral) que no parece producir el cambio total de las sensaciones, sino más bien ser una representación, una imagen del cambio. Primero escribir, después estar drogado; al contrario de cualquier mala enseñanza psicodélica.

Referencias

  • AIRA, César. El infinito Buenos Aires: Vanagloria, 1994.
  • AIRA, César. La pastilla de hormona Buenos Aires: Belleza y Felicidad, 2002.
  • AIRA, César. La revista Atenea Buenos Aires: El niño Stanton, 2009.
  • AIRA, César. El gran misterio Buenos Aires: Blatt & Ríos, 2018a.
  • AIRA, César. Prins Buenos Aires: Random House, 2018b.
  • ARISTÓTELES -. Poética Traducción de Eduardo Sinnott. Buenos Aires: Colihue, 2015.
  • DESCARTES -. Oeuvres Texto establecido por Victor Cousin. Tomo I. París: Levrault, 1824.
  • LUKÁCS, György. Teoría de la novela Traducción de Micaela Ortelli. Buenos Aires: Godot, 2010.
  • 1
    “En efecto -dice Aristóteles- la historia [logos] de la Odisea no es larga. Un hombre está ausente de su casa muchos años […] pero regresa tras haber pasado por muchos trabajos y, después de darse a conocer a algunos, ataca y se salva, y destruye a sus enemigos.” (ARISTÓTELES, 2015ARISTÓTELES -. Poética. Traducción de Eduardo Sinnott. Buenos Aires: Colihue, 2015. , p. 124-125)
  • 2
    Aun cuando sólo irónicamente podría aplicarse a la novela de Aira el talante de las afirmaciones de LukácsLUKÁCS, György. Teoría de la novela. Traducción de Micaela Ortelli. Buenos Aires: Godot, 2010. : “La forma interna de la novela ha sido entendida como el proceso de autoconocimiento del individuo problemático, el camino que lleva del oscuro cautiverio en una realidad diferenciada y carente de sentido hacia un efectivo autorreconocimiento” (2010, p. 76).
  • 3
    La novela de Charles Maturin, Melmoth the Wanderer, publicada en 1820, es uno de los clásicos del género que constituyen la obra del personaje de Aira, quien de alguna manera ha vuelto a escribir las mismas novelas góticas de la historia literaria, como El castillo de Otranto, El monje.
  • 4
    Como se expresa en el célebre final de la primera Meditación cartesiana: “Supondré entonces, no que Dios que es muy bueno, y que es la fuente soberana de verdad, sino que algún genio maligno, no menos astuto y tramposo que potente, empleó toda su habilidad para engañarme; pensaré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos, y todas las cosas externas no son nada más que ilusiones y fantasías de las que se sirvió para tenderle trampas a mi credulidad; me consideraré a mí mismo como si no tuviera manos ni ojos ni carne ni sangre; me mantendré obstinadamente aferrado a este pensamiento; y si por ese medio no está en mi poder llegar al conocimiento de verdad alguna, al menos está a mi alcance suspender mi juicio: me abstendré así cuidadosamente de no admitir en mis creencias ninguna falsedad, y prepararé tanto mi mente para todas las simulaciones de ese gran tramposo que, por más potente y astuto que sea, nunca podrá imponerme nada.” (DESCARTES, 1824DESCARTES -. Oeuvres. Texto establecido por Victor Cousin. Tomo I. París: Levrault, 1824., p. 245)
  • 5
    Como tema casi único en El infinito (1994AIRA, César. El infinito. Buenos Aires: Vanagloria, 1994.) y en La revista Atenea (2009AIRA, César. La revista Atenea. Buenos Aires: El niño Stanton, 2009.).

Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    10 Dic 2021
  • Fecha del número
    Sep-Dec 2021

Histórico

  • Recibido
    18 Mar 2021
  • Acepto
    15 Ago 2021
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