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GEOLOGÍA DE LA PASIÓN: EL RETORNO A LA CAVERNA DE G.H.1 1 Este trabajo forma parte del proyecto Fondecyt 1231802, Chile.

GEOLOGY OF PASSION: G.H.’S RETURN TO THE CAVE

RESUMEN

La pasión según G.H. es uno de los textos más comentados por la crítica especializada. Al tratarse de un texto clásico, esto es, un libro posible de ser leído por cada nueva generación desde nuevas entradas, el presente trabajo intenta una lectura de la obra de Clarice Lispector a partir de algunos conceptos pertenecientes a la geología. En primer lugar, se mostrará la importancia del mediodía como marco de la metamorfosis por la que atraviesa G.H., dado que es el mediodía el instante que produce la caverna donde tendrá lugar su transformación. Luego se abordará la significancia del tiempo profundo y su relación con la destitución, leída aquí como desedimentación, de la figura humana. En este punto, se abordará también la inversión del mito de la caverna de Platón por parte de G.H., inversión que representa una crítica radical del pensamiento metafísico y su linealidad. Finalmente, la lectura realizada llevará hacia la pregunta por la materialidad sobre la que se escribe el propio libro, esculpido, como si fuera una escultura, por las propias manos de G.H.

PALABRAS CLAVE:
geología; caverna; mediodía; desedimentación; humano; materialidad

ABSTRACT

The Passion according to G.H. is one of the texts most commented on by specialized critics. Since it is a classic text, that is, a book that can be read by each new generation from new entries, the present work attempts a reading of Clarice Lispector’s work from some concepts belonging to geology. First of all, it will be shown the importance of noon as the frame of the metamorphosis through which G.H. goes through, since noon is the instant that produces the cave where her transformation will take place. Then, the significance of deep time and its relation to the destitution, read here as desedimentation of the human figure, will be addressed. At this point, G.H.’s inversion of Plato’s cave myth, an inversion that represents a radical critique of metaphysical thought and its linearity, will also be addressed. Finally, the reading carried out will lead to the question of the materiality on which the very book one has been reading is written, sculpted, as if it were a sculpture, by G.H.’s own hands.

KEYWORDS:
geology; cave; noon; desedimentation; human; materiality

I

Después me dirigí al pasillo oscuro que sigue al área [de servicio]. En el pasillo, donde termina el departamento, dos puertas indistinguibles en la sombra se enfrentan: la de la salida de servicio y la del cuarto de la empleada. El bas-fond de mi casa. Abrí la puerta al cúmulo de periódicos y a las oscuridades de la suciedad y de las cosas viejas.

Pero, al abrir la puerta, mis ojos se fruncieron en reverberación y desagrado físico.

Es que en vez de la penumbra confusa que esperaba, chocaba con la visión de un cuarto que era un cuadrilátero de blanca luz; mis ojos se protegieron frunciéndose […].

Desde la puerta yo veía ahora un cuarto que tenía un orden calmo y vacío. En mi casa fresca, acogedora y húmeda, la criada, sin avisarme, había abierto un vacío seco […].

La habitación parecía incomparablemente más alta que el propio apartamento. Como un minarete. Comenzaba entonces mi primera impresión de minarete, suelto sobre una extensión ilimitada. […].

El cuarto no era un cuadrilátero regular: dos de sus ángulos estaban ligeramente más abiertos. Y aunque esta fuese su realidad material, me venía como si fuese mi visión lo que lo deformase. Parecía la representación, en el papel, del modo en que yo podría ver un cuadrilátero: ya deformado en sus líneas de perspectiva. La solidificación de un error de visión, la concretización de una ilusión óptica. No ser totalmente regular en sus ángulos le daba una impresión de fragilidad de base como si el cuarto-minarete no estuviese incrustado en el departamento ni en el edificio.

Desde la puerta yo veía el sol fijo cortando con una nítida línea de sombra negra el techo por el medio y el suelo por el tercio. Durante seis meses un sol permanente había encorvado el ropero de pino, y desnudaba blanqueando todavía más las paredes encaladas.

Y fue en una de las paredes que, en un movimiento de sorpresa y retroceso, vi el insólito mural (LISPECTOR, 1988LISPECTOR, Clarice. A paixão segundo G. H. Edição crítica. Coordenação de Benedito Nunes. Florianópolis: UFSC, 1988. , p. 26-27; énfasis agregado).

En el elegante y lujoso departamento de G.H., una acomodada escultora que llevaba una vida sin sobresaltos, y acorde a su estatus social, tendrá lugar un acontecimiento cuyas implicancias aún no hemos percibido del todo. Esta, por supuesto, no será la ocasión en la que se comprenda lo que allí ocurrió. La escritura de Clarice opera como una esfinge a la que solo podemos acercarnos mediante el tanteo. Una mano segura posiblemente aventure develarla, pero ello solo da cuenta de una ingenuidad positivista, de la que toda la obra de Clarice se ríe. Se podría decir que lo que le ocurrió a G.H. es una de las escenas más radicales, donada por la literatura de Clarice, para pensar lo humano y la necesidad de su desedimentación. Nada le hacía presagiar a G.H. lo que vendría, tampoco a las y los lectores; lentamente somos conducidos por ese oscuro pasillo hacia un cuarto que se espera asear, sin saber que en él (se) encontrará la muerte, esto es, la vida. Y como nos muestra el fragmento que abre este ensayo, lo que enmarca toda la escena es una visualidad que desorganiza los lugares que la tradición filosófica (la metafísica) le ha asignado a la luz, el sol, los ojos, la visión, la perspectiva, el espacio y su decoración. La referencia a la deformación nos indica que estamos ante un mirar que confronta, y desplaza, lo que se ha dado en llamar ocularcentrismo. Este, sabemos, arranca con ese dispositivo óptico que Platón producirá a partir de su famoso mito de la caverna, y se profundizará con Descartes, a quien la invención de la perspectiva le permitió, en sus Meditaciones metafísicas, fortalecer la ficción de un pensamiento sin cuerpo, de una mirada interior abstracta, que aprehende su entorno como mero objeto dispuesto para su servicio. Pero no será G.H., una artista, una persona (en el sentido jurídico del término) que tiene y ocupa un lugar en la sociedad, la que desestabilizará el ocularcentrismo y todo lo que a él se relaciona. No directamente. Si la habitación en la que entra G.H. se transforma en una caverna, iniciando así un viaje que la llevará a recorrer el trayecto inverso al del filósofo-prisionero platónico, ese al que se le quitan los grilletes para ascender y contemplar el sol, es porque un ser inane, que inicialmente ni rostro tiene -por lo que no es persona (ahora además en el sentido griego del término)-, la dislocará de absolutamente todo lo que la ha llevado, capa sobre capa, a ser quien es, y lo hará precisamente, a través de la mirada: “Janair era la primera persona realmente exterior de cuyo mirar yo tomaba conciencia” (p. 28). Será ese mirar, el mirar de una simple empleada negra, el que la hará entrar en el más asombroso y bello infierno, aquel donde solo existe la “vida cruda”, y lo humano ya no tiene sentido ni necesidad, y por tanto hay vida, y hay libertad, porque ese infierno es el paraíso. “Yo iba avanzando, y sentía la alegría del infierno. ¡Y el infierno no es la tortura del dolor! Es la tortura de una alegría” (p. 66). La alteración que producirá Janair, sabemos, será suplementada por otra aún más aterradora, pero casi insignificante, que la llevará hacia la destitución total de su figura humana, modelada ésta bajo la idea de Hombre. Esta segunda alteración se produce también a partir de una mirada, la mirada que le devuelve la cucaracha, que no es otra cosa que “la vida mirándome”, vida que aquí comparte, por estar constituidas por la misma sustancia, la mujer y el animal: “se abría en mí, con una lentitud de puertas de piedra, se abría en mí la larga vida del silencio, la misma que estaba en el sol fijo, la misma que estaba en la cucaracha inmovilizada. ¡Y que sería la misma en mí!” (p. 39). Ahora bien, un elemento relevante, y que es, finalmente, el que posibilita la destitución del montaje humano de G.H., se encuentra en el momento en que se produce el pasaje de lo humano hacia lo inhumano que es el paraíso. G.H. advierte que tal pasaje es una tarea horrible, y que si se ha de encarar se necesita de una valerosa cobardía. La crítica especializada ha ahondado, y no poco, en ello, pero quisiera volver sobre un elemento que pareciera “enmarcar” precisamente lo que permite y hace posible el pasaje en sí. Se trata de un elemento determinante, sin el cual ninguna transmutación sería posible, como entrevió Affonso Romano de Sant’Anna hace ya un tiempo (1988SANT’ANNA, Affonso Romano de. O ritual epifânico do texto. In: LISPECTOR, Clarice. A paixão segundo G. H. Edição crítica. Florianópolis: UFSC, 1988. 237-288.), y al que me gustaría volver una vez más. Me refiero al mediodía, instancia de pasaje y de ensoñación, que transforma a quien no se encuentra prevenido, en otro, en otra. Veamos.

Se recordará que, en el canto IX de la Odisea (1993HOMERO -. Odisea. Traducción de José Manuel Pabón. Madrid: Gredos, 1993. ), Ulises alcanza la tierra de los comedores de loto enfrentando junto a sus hombres un extraño peligro: “El que de ellos probaba su meloso dulzor, al instante perdía todo gusto de volver y llegar con noticias al suelo paterno” (IX 93-95; énfasis agregado). Para apoderarse de alguna víctima, los famosos lotófagos no tramaban la muerte, pues eran encantadores que no empleaban la violencia, sino el habla, de ahí que sea por la boca que algunos aqueos estuvieron a punto de perder su patria. Más tarde, en el canto XII, a propósito de las sirenas, otro peligro volverá a asechar, pero esta vez Circe ya habrá prevenido a Ulises: “Quien incauto se les llega y escucha su voz, nunca más de regreso el país de sus padres verá ni a la esposa querida ni a los tiernos hijuelos que en torno le alegren el alma” (XII 40-44; énfasis agregado). Viajaban con un viento favorable que pronto cesó, alisando las olas; ello les obligó no solo a tomar los remos, puesto que el peligro se avecinaba, sino a seguir las instrucciones de Circe. Gracias a que el fuego del sol se encontraba en su punto más alto, Ulises derritió con facilidad la cera, poniéndola en los oídos a sus hombres; estos, a su vez, lo amarraron firmemente a un mástil, logrando, como sabemos, sortear el peligro. Aquí no será la boca, sino el oído el órgano por el que se intentará apresar al rico en astucias y sus compañeros. Gracias a los tempranos trabajos de Georg Weicker, sabemos que las sirenas pudieron haber sido representaciones aladas de la muerte, cuyos poderes y maleficios compartían con las esfinges, las quimeras, las harpías, las erinias, las ninfas y otros demonios. Sus alas darían cuenta que la mitología las tenía por seres cercanos a los muertos y al inframundo. La etimología, si bien dudosa, podría colaborar en esta argumentación: sirena provendría de sirio, la brillante estrella de la constelación del Can Mayor, el astro más sofocante y abrazador de la canícula, esto es, de la época en la que (para el hemisferio norte) el mediodía resulta más caluroso: los vientos amainan, las lluvias declinan, el sol quema sobre las cabezas. Como el clima bajo el sino de sirio puede corromper los cuerpos, se asumió que el mediodía era también la hora de las exhalaciones pestilentes y del agotamiento, a lo que contribuye, por lo menos para los antiguos, la ausencia de vientos, cuestión que caracterizaría entonces, junto al aumento de la temperatura, al mediodía. Por ello el cansancio y el sueño no se hacían esperar. De manera que, como ha señalado Roger Caillois, se tiene bastante seguridad como para afirmar que las sirenas son demonios del mediodía, demonios a los que los lotófagos, por su parte, les son bastante cercanos. El paralelismo entre ambos peligros es evidente, así como también lo son sus efectos. Mediante el sueño y la pereza que producen, bajo el calor del mediodía, las sirenas y los lotófagos vuelven imposible el regreso al hogar, determinado este por la figura masculina del padre. Pero hay otro punto más, y que tiene que ver con el loto. Según Weicker, aunque Caillois no lo acompaña en esta afirmación, el loto sería, como con seguridad lo eran las sirenas, un signo distintivo de los seres ctónicos, cuyo significado se encontraría en una creencia egipcia para la que el alma puede transformarse en una flor de loto, haciendo de esta un símbolo de la apoteosis. Sobre el término ctónico (o chthónico), recientemente Donna Haraway ha recordado que se trata de seres que la mitología griega hacía habitar bajo la tierra, pero, en verdad, dice, son mucho más antiguos que los griegos. Ya en Sumeria se los encontraba junto al Uróboros y serpientes que se mordían la cola. Son seres de la tierra que “retozan en un humus multibichos, pero no quieren tener nada que ver con el Homo que mira al cielo” (2019 [2015], p. 20), agrega HarawayHARAWAY, Donna. Seguir con el problema. Generar parentesco en el Chthuluceno. Traducción de Helen Torres. Bilbao: Consonni, 2019 [2015].. Son verdaderos monstruos cuya fuerza puede performar la significatividad material y los procesos de la tierra. Ni más ni menos que como las cucarachas, esos seres que están más cerca de un fósil que de un humano, “tan viejas como las salamandras, y las quimeras, y los grifos y los leviatanes” (p. 37), según G.H.

El mediodía se acercaba con tanta intensidad, que el sol cortaba “con una nítida línea de sombra negra el techo por el medio”, mientras el ambiente se convertía en una sequedad calcinante. Sin prevención alguna, la valentía de su ignorancia la conducía hacia una caverna, sin saber que el suyo era un viaje de regreso; no, sin embargo, a la casa paterna. Parece la iteración de un famoso viaje, pero no lo es. Otra será aquí la sirena, otro el loto -que a diferencia de Ulises sí comerá-, e incluso otro el viaje. Los demonios no la prenderán por los oídos sino por la visión, mientras el “meloso dulzor” de la flor se transformaría en una masa blanca (sobre la que no poco se ha escrito) que, en lugar del olvido de la tierra paterna, la dirige hacia la desedimentación de su máscara humana, determinada precisamente por la figura del hombre. De cierta manera, el tipo de observador (humano) que emergió con la perspectiva y que luego, gracias a la reunión de diversos medios, que no hicieron sino fortalecerlo, logró expandirse por todo el mundo, es el que, aventuro, Clarice pretende desmontar, gracias a que hace emerger un modo de ver que anula la distancia con el mundo, dejándolo, así, de aprehender como mero recurso. Una tarea que no puede ocurrir más que a mediodía y, en el caso de G.H., de manera imprevista, pues es en tal tiempo, en tal hora, cuando el sol ocupa el centro del cielo y el calor se hace más fuerte, provocando sueño, que los demonios más peligrosos hacen su aparición bajo una claridad absoluta que hace imposible no verlos, alterando el camino de quién, por ellos, se ven confrontados. “El mediodía”, señaló Caillois en un famoso estudio, “es una hora de paso y, por lo tanto, una hora crítica y temible” (p. 27). Como hemos visto, se trata de la hora de los muertos, y de la muerte, así como también de la hora de las emanaciones pestíferas, el momento en que a los vivos se les abre la posibilidad de acceder a otros mundos. De ahí que no estemos ante una iteración, sino ante una dislocación de ese famoso viaje que sobre un bajel navega sorteando peligros. Ayudado por los dioses del Olimpo, Ulises guarda todas las precauciones posibles, se prepara, se defiende. G.H. avanza hacia lo imprevisible, completamente despreocupada. Por otra parte, las ninfas, que también suelen aparecer a mediodía (como en el Fedro de PlatónPLATÓN -. República. Traducción de Conrado Eggers. Madrid: Gredos, 1988. ), arrebatando la razón, tienen en el folklore moderno una reina, lo que nuevamente nos recuerda a Janair, cuyos rasgos o trazos, “descubrí sin placer”, dice G.H., eran los rasgos de una hermosa reina. Finalmente, hasta la cucaracha despertará el amor y la alegría, algo imposible en el viaje odiseico. Quisiera imaginar que Clarice conoce el poder del mediodía.

No hay duda que el de G.H. es un viaje, cuyos peligros recuerdan otros, como ha mostrado Judith Rosenbaum, que también ha dado cuenta de la importancia de las sirenas y del loto. Sin embargo, no son en sí estos elementos los que determinarán la transformación en la que se verá envuelta G.H., por lo que el recuerdo pareciera establecerse para acentuar su diferencia con ese viaje demasiado masculino. El mediodía no tiene demonios específicos, sino que es lo que le proporciona a los demonios, como Janair, “la eficacia de su acción”, al decir de Caillois (p. 83). Es ese y no otro el “marco” en el que “la incitación al abandono de uno mismo” (p. 83) podía acontecer, de manera que bien se lo puede considerar como la figura más relevante de la metamorfosis clariceana. Ello implicaría que este movimiento tampoco puede seguirse bajo la figura freudiana de lo ominoso, como ha esgrimido Rosenbaum, y como también pensé la primera vez que comencé a leer La pasión según G.H. Sin embargo, antes de concluir aquella primera lectura, comprendí la dificultad de sostener tal pensamiento. Ante todo, porque La pasión es un texto que explícitamente busca dislocar la figura del Hombre, una figura que organiza la lectura de Freud, así como el conjunto de su trabajo. Sí, hay algo familiar y primigenio en La pasión, que reprimido retorna, pero tampoco los ejemplos que menciona Freud calzan con lo que le sucede a G.H., y ello precisamente por un elemento que la misma RosenbaumROSENBAUM, Yudith. Metamorfoses do mal. Uma leitura de Clarice Lispector. São Paulo: EdUSP, 2006. apunta y que suscribo: “se trata de perder el poder fálico sobre el otro, desaprender un mirar viciado sobre las cosas, implosionar un edificio bien ordenado y sucumbir al dominio de lo desconocido” (2006, p. 149), un demonio que no tiene nada que ver con lo masculino, tan como se ha desarrollado en la cultura occidental. De haber seguido pensando que lo ominoso me habría permitido comprender la metamorfosis clariceana posiblemente la habría terminado domesticando; y de haber existido, Freud bien pudiera haber hecho de G.H. un caso. Lo ominoso es un término con el que resulta más apropiado leer a Conrad que a Clarice. Ello es claro si pensamos en El corazón de las tinieblas; de cierta manera, poco antes de Freud, Conrad logró captar a partir de la figura de Kurtz la fuerza del retorno de lo reprimido, gatillado en este caso por el marfil (o la plata en Nostromo), que terminó despertando los deseos de dominación en un hombre al que lo mejor de toda Europa había contribuido a educar. El infierno de Kurtz no coincide, ni puede hacerlo, con el infierno de G.H. Sí, la tentación de ver lo ominoso en La pasión también es grande, aún más si consideramos que para Freud “El hombre de arena”, de E. T. A. Hoffmann, es un texto donde lo ominoso, por lo menos en términos literarios, mejor se muestra, gracias a que hace, no de la animación de lo inanimado (la muñeca Olimpia), sino del temor a perder los ojos -cuestión que se manifiesta en el propio título, pues el hombre de arena sería el ser que llevaría a cabo tal violencia-, el centro del relato. Pero, se recordará, para Freud (1992FREUD, Sigmund. Lo ominoso. In: FREUD, Sigmund. Obras Completas. Tomo XVII. Traducción de José L. Etcheverry. Buenos Aires: Amorrortu, 1992. p. 215-251. ) el miedo a perder los ojos no es sino el miedo a la castración, un miedo, dice, que pervive en muchos adultos “que temen la lesión de los ojos más que la de cualquier otro órgano” (p. 231), lo que, en su lectura, lleva directamente hacia otra angustia, la que produce la castración, vinculada además en el relato de Hoffmann (“maestro inigualado de lo ominoso”) directamente a la figura de la muerte del padre. Teniendo en cuenta que La pasión es una obra que despliega una clara preocupación feminista mediante su escritura y su forma, y no solo por medio de su argumento, como ha mostrado recientemente Mary Luz Estupiñán (2022ESTUPIÑÁN, Mary Luz. Simplemente Clarice. Santiago: Mimesis, 2022. ), difícilmente podríamos pensar que el “complejo de castración” pudiera tener aquí alguna incidencia, incluso si no se trata de una angustia, y sí de un deseo infantil, al decir de Freud (p. 33). Quizá si se pensara lo ominoso desde la figura del doble, donde cabe el retorno de lo mismo, de lo igual (en este caso, la material primordial), se pudiera lograr un mayor acercamiento, pero el dicotómico mirar de Freud, que deslinda al respecto lo bueno y lo malo, lo benigno de lo terrorífico, la vida de la muerte, el infierno del paraíso, no concuerda con el pensamiento intersticial (La pasión, p. 84) y eminentemente paradójico de Clarice, que pone en movimiento un modo de ver que se inscribe bajo “la línea de misterio y fuego que es la respiración del mundo y la respiración continua del mundo es aquello que oímos y denominamos silencio” (p. 84), otro término, por cierto, que tampoco coincide con lo que Freud entiende por tal, dado que lo vincula con la inactividad. El problema, creo, no se debe a Freud, que insiste en la dificultad que entraña la búsqueda “de casos inequívocos de lo ominoso” (p. 238). Para encarar el problema de manera directa Freud nos pone en relación con diversos casos de angustia, pues sería esta la que se vuelve ominosa, por ejemplo, en algunas situaciones animistas, en el vínculo con la muerte, en la repetición no deliberada, en el ya mencionado complejo de castración, en la magia y la envidia, así como también en la omnipotencia del pensamiento (tras la cual siempre hay una neurosis, según leemos en Tótem y tabú, y relacionado con ella se encuentra el narcisismo, además de “la confianza inconmovible en la posibilidad de gobernar al mundo”). Ahora bien, un punto que muestra de manera más directa que en La pasión no se está ante lo unheimlich se puede apreciar en el hecho de que para Freud cuando la represión se da en un momento infantil, lo ominoso emerge a partir de un “mayor peso a la realidad psíquica por comparación con la material, rasgo este emparentado con la omnipotencia de los pensamientos” (p. 244). Se podrá convenir que en La pasión, muy por el contrario, es lo propiamente material lo que cobrará relevancia, al ser lo que le permite a G.H. entrar en lo que llama la grandiosa indiferencia, esto es, la vida, lo viviente sin más. Creo, por tanto, que se hace necesario recordar una salvedad entregada por el propio Freud: “No todo lo que recuerda a mociones de deseo reprimidas y a modos de pensamiento superados de la prehistoria individual y de la época primordial de la humanidad es ominoso por eso solo” (p. 245). Será luego de esta afirmación que Freud diferenciará lo ominoso que se vivencia de lo ominoso que se representa. Respecto de lo primero, entraría nuevamente la omnipotencia del pensamiento, el rápido cumplimiento de los deseos, las fuerzas que dañan en secreto y el retorno de los muertos, catálogo al que luego Freud suma los complejos infantiles reprimidos y la castración. Todo ello se puede dar, dice finalmente, cuando la realidad no se asume debidamente, por el hecho de que los complejos infantiles o las “convicciones primitivas superadas” (el énfasis es de Freud) son reanimadas por alguna impresión. Diría que ni la idea de infancia, ni la de primitividad, ni nada de lo que se puede circunscribir a lo ominoso del vivenciar se encuentra en La pasión, por el simple hecho de que G.H. valora precisamente aquello que Freud ve como una alteración psíquica que dificulta la vida tal como debería vivirse, que es precisamente lo que La pasión vino a poner en discusión. No es difícil imaginar que Freud seguramente estaría del lado de aquellos que verían en la “liberación de la moralidad” un síntoma de anormal excitación psíquica, por mucho que se esforzara por “comprender” a una G.H. que rechaza la comprensión, cuando en Clarice se trata precisamente de recuperar lo que el montaje humano ha reprimido, no para vivirlo como afección, sino como verdadera pasión y alegría. Diría, entonces, que la lectura que requiere La pasión no es psicoanalítica, sino, como veré más adelante, geológica, de desedimentación, porque pensar a G.H. desde lo ominoso bien puede coincidir con la mirada de aquellos que la llamarían loca (63). Ella sabe que de la civilización solo pueden salir ciertos hombres que tienen como función (el permiso) precisamente operar esa salida, “pero nunca una mujer que ni siquiera tiene garantías de un título” (p. 56). Es cierto que en lo ominoso que se representa se pueden dar casos que no se encuentran en la vida, o que se encuentran en la vida, pero no en la literatura; el punto clave, sin embargo, es que si las figuras representadas se constituyen de acuerdo a las premisas de la realidad poética, al decir de Freud, entonces “todo lo ominoso que habría adherido a estas figuras se disipa” (p. 249). Y lo mismo ocurre cuando en el mundo ficcionado los fantasmas o demonios son existencias de pleno derecho. Con todo, no es solo esto último lo que me lleva a no considerar lo ominoso como clave de lectura, sino el que La pasión sea una obra que no responde a lo que Freud llamó el malestar en la cultura (das Unbehagen in der Kultur), sino, quizás, jugando con sus palabras, a la cultura como malestar (die Kultur als Unbehagen). Al diferenciar, por un lado, lo humano (bajo la figura de persona) de todo lo viviente, por otro, lo que llamamos cultura terminó coartando la vida en una falsa discontinuidad respecto no solo de lo que la rodea, sino de lo que la constituye, eso que G.H. llama núcleo y también plasma. No pienso, por tanto, como Rosenbaum, que Ulises y G.H. se enfrenten a la misma encrucijada, ni siquiera invocando a una “odisea negativa” por parte del personaje de Clarice. La pasión de G.H. no se puede subsumir bajo la noción lacaniana de “sujeto” ni de “morada propia” (en la que la psiquis de G.H. supuestamente se podría reconocer), pues ello implicaría la confirmación de sí misma (recuérdese que, lacanianamente hablando, ante el espejo un pequeño sujeto da lugar a un yo con -la sensación de- un cuerpo unificado), lo que, hacia la segunda mitad de La pasión, ya no tendrá sentido para G.H. puesto que, ya en el cierre, lo que encontramos es lo inexpresivo, lo impersonal, lo ínfimo (p. 153); G.H. se disemina, se difumina hasta desaparecer: “por fin me extendía más allá de mi sensibilidad” (p. 154), leemos al final del penúltimo párrafo. El viaje de G.H. no se parece a nada, porque es un viaje de desheroización, donde lo humano dejará de ser persona, individuo e incluso cuerpo, un viaje que le permitirá reconocer que su “alma es tan ilimitada que ya no es yo, y porque está tan allende de mí, siempre estoy lejos de mí misma” (p. 106), al punto de que hasta una cucaracha podrá tener preeminencia sobre ella. G.H. no será más que materia utilizada por la tierra, a lo sumo “un orgasmo de la Naturaleza” (p. 109). Veamos ahora cómo es que esta desaparición del yo, del sujeto, de la subjetividad, de la persona acontece.

“Y si estoy retrasando el comenzar es también porque no tengo guía. El relato de otros viajeros me ofrece pocos detalles respecto del viaje” (p. 18). Tempranamente G.H. toma distancia de los relatos que han hecho del viaje un topos literario. El suyo no es un trayecto, es una disyección que toma distancia de viajes como el de Dante, asistido por una figura como la de Virgilio, que hace de protector. Lo único en común que el personaje Dante podría tener con G.H. es la importancia dada a la medianía, de la edad en el caso de él (Nel mezzo del cammin di nostra vita), del día en el de ella. Se podría agregar el que haya sido a través del sueño el modo en el que entraron en sus respectivos infiernos. Pero lo relevante no es la semejanza, sino la diferencia que marcará la pasión de G.H., cuyo paraíso será otro que el dantesco. La distancia con Ulises, como recién vimos, es todavía más clara, sobre todo en lo tocante a la falta de previsión con que G.H. se mueve: “Durante las horas de perdición tuve el valor de no componer ni organizar. Y, sobre todo, de no prever. Hasta entonces no había tenido el valor de dejarme guiar por lo que no conozco, y rumbo a lo que desconozco: mis previsiones condicionaban de antemano lo que vería” (p. 16); “ningún gesto mío indicaba que yo, con los labios secos, por la sed, iba a existir” (p. 21). Esta falta de previsión volverá a aparecer más adelante, como cuando señala “Esta vez el movimiento iría hasta el final, y yo no lo presentía” (p. 31), pero no por ello se arredra, a pesar del temor y de la vacilación que la acompañarán durante la primera mitad del trayecto. Si el mediodía entonces “es una hora de paso y, por lo tanto, una hora crítica y temible” (p. 27), tendríamos que reparar en él, o volver, más bien, a reparar en él, pues Sant’Anna ya remarcó la relevancia de la cronología, así como del guion que une, en español, lo que en portugués va separado: meio-dia, una pequeña barra horizontal que pareciera iterar la conjunción y que caracteriza el pensamiento de Clarice, que asume a lo largo de toda La pasión una ambivalencia radical que disloca toda ficción de fijeza. Pero me gustaría volver a él, dada la fuerza estructurante que le da a la propia escritura de La pasión. Si “en Clarice, el texto es un ritual”, como señaló el mismo Sant’Anna (p. 242), entonces el cuerpo del texto también debiera guardar el registro, y no solo de manera representacional, sino además formal, de tal movimiento. Se tiende a ver en el pasillo o corredor que lleva a G.H. hacia el cuarto de Janair una figura del pasaje que luego se celebrará, sin previo aviso, al interior de ese cuarto que devendrá caverna. Si ello es así, la escritura debiera plasmarlo, reforzando la idea del texto como ritual y, por qué no, también como escultura. Esperar que solo los personajes sean ritualísticos equivaldría a permanecer en el ámbito representacional, por lo que solicitar la colaboración de la antropología para aprehender a la cucaracha como un tótem tampoco resulta suficiente. Como antes con el psicoanálisis, la escritura que (se) piensa desde los intersticios, los intervalos, no pareciera acomodarse a la lógica del sacrificio totémico, gobernado por un estricto esquema, como mostraron tempranamente Marcel Mauss y Henri Hubert (2010MAUSS, Marcel; HUBERT, Henri. El sacrificio. Magia, mito y razón. Traducción de Ricardo Abduca. Buenos Aires: Las Cuarenta, 2010. ). Aquí podemos encontrar referencias totémicas y animistas, teológicas y mitológicas, además de artísticas y cotidianas, pero ninguna responde a un compartimento estanco, ni a lo que suelen significar comúnmente.

Retomo la cronología. Sant’Anna resalta la tarea simple y cotidiana “que desencadena la inmersión de la personaje en el universo de la diferencia” (p. 243): ordenar la casa, una tarea iniciada cerca de las 10 de la mañana, por lo que el día ya se encontraba avanzado. La escritura de la obra, por su parte, también lo había hecho, pues así nos lo indican los seis guiones que abren (y ¿cierran?) La pasión, un recurso de puntuación que obviamente se emplea para indicar incompletitud, duda o algo inesperado (como inesperado es encontrarlo al inicio de una frase y no, bajo la modalidad de tres puntos suspensivos, pegado a una palabra que le preceda, como indica la norma). Pero no son solo los guiones, sino todo el primer párrafo el que marca el tono abiertamente dubitativo que caracterizará la primera parte, los primeros 16 ¿capítulos? Clarice no los numeró, pero es evidente que aquí su escritura sigue una secuencia, si bien nunca lineal. El pensamiento ambivalente y paradójico también está presente desde el “principio”, pero este sí se mantendrá hasta el final. “------ estoy buscando, estoy buscando. Estoy intentando entender” (p. 9). Todo será tentativa, búsqueda, de principio a fin. Lo que encuentra y nos dona es registrable, no explicable. Eran casi las 10 de la mañana de un día en el que hacía mucho que no se sentía tan a gusto en su departamento, tan a gusto como para hacer “el tipo de actividad que deseaba: el de poner orden”, comenzando por el cuarto de la empleada, que el día anterior se había ido, dejándolo seguramente inmundo. La idea era ordenar todo el departamento para después, “en la séptima hora” (p. 30), descansar y gozar de la tranquilidad. En el calendario romano, la séptima hora correspondía a la mitad del día, meridies, dado que se contaba a partir de la salida del sol, donde se ubicaba la hora prima. Pero no será el descanso, sino una radical metamorfosis lo que la atravesará en ese preciso momento, una metamorfosis que se realizará en la exacta mitad del libro, en el ¿capítulo? 17, de los 33 que lo que configuran:

De súbito, allí sentada, un cansancio todo endurecido y sin ninguna lasitud se apoderó de mí. Un poco más y él me habría petrificado.

Entonces, con cuidado, como si ya tuviese en mí partes paralizadas, me fui echando en el colchón áspero y allí, toda crispada, me adormecí tan inmediatamente como una cucaracha se adormece en la pared vertical. No había estabilidad humana en mi sueño: era el poder de equilibrio de una cucaracha que se adormece en la superficie de cal de una pared.

Cuando desperté, el cuarto tenía un sol aún más blanco y más ardientemente quieto. Venida de aquel sueño, en cuya superficie sin profundidad mis cortas patas se habían agarrado, me estremecí ahora de frío.

Luego, sin embargo, el frío desapareció, y de nuevo, en pleno interior del ardor del sol, me sofocaba confinada.

Debía de ser más de mediodía [meio-dia] (énfasis agregado) (p. 67-68).

Hemos llegado a la séptima hora, hemos llegado al mediodía (meridies), que no es de ninguna manera homologable a la medianoche, como parece suponer Sant’Anna, siguiendo las indicaciones de Jean Chevalier y Alain Gheerbrant. Hacia el cierre del primer ¿capítulo? G.H. señala que ha descubierto que está “tan crudamente viva como esa cruda luz que ayer aprendí” (p. 16), y ello no podría haber ocurrido más que bajo las condiciones que ofrece el diabólico mediodía, durante mucho tiempo “el único momento objetivamente identificable”, como señala Caillois, “ya fuese de forma directa por medio de la presencia del sol en el cenit, o bien de modo indirecto por medio de la exigüidad de la sombra” (p. 21). Habrá que esperar al reloj para que la medianoche logre cierta singularidad, pero demonios exclusivos aquella no tendrá más que los que le envía el mediodía. Es cuando el sol se encuentra en el centro del cielo y el calor alcanza su máxima temperatura, tal como ocurrirá en La pasión al momento de la metamorfosis, que el mediodía ejercerá toda su fuerza. De ahí que el mediodía dividiera en dos mitades la jornada, reservándose la primera para los sacrificios y las libaciones a los muertos, motivo por el cual se la consideraba sagrada. Los dioses beneficiados durante la mañana eran precisamente aquellos que representaban los principios de la vida y del crecimiento, compartiendo, agrega Caillois, “la elevación del sol y las víctimas blancas” (p. 26). Es claro entonces que el mediodía es una hora de paso, pero no de cualquier paso. Es una hora temible y crítica, mucho más temible y crítica de lo que siglos más tarde lo será la medianoche, porque permite ver las amenazas que asechan, mientras la noche y sus tinieblas las envuelven: “Cómo odio la luz del sol que lo revela todo, revela hasta lo posible” (p. 62), señala una G.H. aún dubitativa. La claridad con que la fuerte presencia del sol lo inunda todo conlleva la disminución de las sombras, lo que marca la hora los muertos (y de la muerte), que no la proyectan, pero también de las almas atormentadas que pueden encontrar su salvación (Caillois, 2020CAILLOIS, Roger. Los demonios del mediodía. Traducción de Luis Eduardo Rivera. Madrid: Siruela, 2020. , p. 49). Bajo tales condiciones, la sensibilidad humana se veía avivada, “puesto que no podía dejar de reconocer”, escribe Caillois, “en la imagen de dicha hora la satisfacción efectiva de sus aspiraciones elementales”; al mediodía “la vida se concede una pausa, el organismo vuelve a lo inorgánico” (p. 174), al tiempo que las fuerzas positivas renuncian, debido a que la voluntad de vivir se retira. No es difícil percibir que La pasión se inscribe bajo una suerte de tradición que articula hora y problema, pero no bajo el tono conservador con que Caillois termina concluyendo su investigación. Al señalar que la seducción que el cuadro del mediodía puede ejercer sobre la vida psíquica moderna (y aquí cita a Freud) tenderá hacia la promoción de hombres perezosos (“asténicos”), que harán de la renuncia una máxima, no hace sino domesticar la fuerza de un pensamiento para el que lo humano no se circunscribe a la psiquis occidental. Cuando CailloisCAILLOIS, Roger. Los demonios del mediodía. Traducción de Luis Eduardo Rivera. Madrid: Siruela, 2020. tiende a ver en la reemergencia de lo inorgánico el retorno de un “estado primitivo inanimado” (2020, p. 75, énfasis suyo), cayendo así en el prejuicio metafísico que ve la indiferenciación de la materia como una calamidad, refuerza dicha domesticación. El tiempo geológico, que opera a una escala no humana, está signado por violentos movimientos imposibles de aprehender para una mirada adiestrada por el dispositivo óptico que heredamos de Platón.

El mediodía será entonces lo que le permitirá a G.H. entrar en el infierno, y ello no podía ocurrir sino bajo el influjo del sueño. Al despertar, ya no será la misma. ¿Qué ha ocurrido en el intertanto? G.H se duerme tal como lo haría una cucaracha en la superficie de la pared encalada, esa pared en la que Janair la dibujó y de la que luego ella misma brotará. La frase siguiente nos indica que su sueño no tiene “estabilidad humana”, lo que implica que ya ha perdido el equilibrio que la constituye como persona. En otras palabras, ha perdido lo que le permite no variar, mantenerse constante y firme como humana, gracias a una radical perturbación. Ahora, luego de despertar, “era el poder de equilibrio de una cucaracha”. ¿Era? ¿Quién o qué era? ¿G.H.? ¿Su sueño? “Cuando desperté… Venida de aquel sueño, en cuya superficie sin profundidad mis cortas patas se habían agarrado, me estremecí ahora de frío”. El pasaje se ha realizado: G.H. despierta y ya no tiene piernas, sino patas, no es humana, sino animal. El frío la invade al sentir el cambio, lo que recuerda a “Meu tio iauaretê”, y la metamorfosis sobre la que allí leemos. En ambas el frío desaparece luego de percibirse lo que ha sucedido, para que luego la narración continue como si nada hubiera ocurrido, sin embargo, todo ha cambiado. Pero hay una diferencia importante respecto del relato de Guimarães Rosa: aquí se nos informa del momento en que el sol ha cruzado el umbral de la mitad, como dice G.H. “Debía de ser más de mediodía”. G.H. ya es otra. Y esta otra G.H. ¿qué podrá? He resaltado junto a mediodía, la palabra inmediatamente. No es casual que las encontremos tan cerca. Luego de haber concluido el pasaje hacia el infierno, bajo el marco del mediodía, G.H. asumirá el instante como tiempo fundamental de dislocación de toda linealidad. El instante es “la inmediatez”, y el “ahora”: el “ahora también está en el desierto, y pleno. Era ya. Por vez primera en mi vida se trataba plenamente del ahora. Esta era la mayor brutalidad que había recibido jamás” (p. 53). Del latín formado por im + mediatus y este del griego ámesos (ἄμεσος), “en medio” o “intermedio”, G.H. cogerá al tiempo por el intersticio, lo que se radicaliza con el prefijo in, que en latín también refiere “hacia adentro, dentro, en el interior”. Lo cogerá entonces desde el mismísimo interior del medio hasta desquiciarlo. No es fácil explicarlo, y ni quisiera sé si se puede explicar lo que hace con el tiempo, pues pareciera que uno se enfrenta aquí al mismo desafío de los geólogos ante el tiempo profundo (deep time), cuya escala no humana, señaló Stephan J. Gould, solo puede ser comprendida metafóricamente (1992GOULD, Stephen J. La flecha del tiempo. Traducción de Carlos Acero. Madrid: Alianza, 1992 [1987]. [1987], p. 21). Así que me atengo a registrar el movimiento. Vuelvo un momento hacia atrás, al ¿capítulo? anterior, el 16. Leemos: “Dame tu mano”. Esta solicitud, a su vez, viene del ¿capítulo? 15, que “cierra” de la siguiente manera: “Dame tu mano. Porque no sé ya de qué estoy hablando. Encuentro que he inventado todo, ¡nada de eso existió! Pero si inventé lo que ayer me aconteció, ¿quién me garantiza que no he inventado toda mi vida anterior a ayer? Dame tu mano” (p. 65). Más adelante, llegando al final, me referiré a la importancia de esta mano, que G.H. inventa tras algunas páginas de ya haber iniciado el texto, aunque parece que antes de referirnos su necesidad, esa mano ya la acompaña, como se deduce de un temprano momento en que se dirige a ella: “Por ahora necesito asegurarme a esta mano tuya -incluso si no consigo inventar tu rostro, ni tus ojos, ni tu boca” (p. 13; énfasis agregado). Vuelvo, ahora sí, al ¿capítulo? 16: “Voy ahora a contar cómo entré en lo inexpresivo que siempre fue mi búsqueda ciega y secreta. De cómo entré en aquello que existe entre el número uno y el número dos, de cómo vi la línea de misterio y fuego, y que es una línea subrepticia” (p. 64). A continuación G.H. le cuenta a la mano (¿o le cuenta a nosotras y nosotros, sus lectores, a través de ella?) que para entrar ha tenido que abandonar su organización humana, pero, unas pocas líneas antes, ha señalado que “no era usando como instrumento ninguno de mis atributos que estaba alcanzando el misterioso fuego apacible de lo que es un plasma” (p. 64; énfasis agregado), lo que indica que aún no ha entrado. No todavía. La escritura que registra el pensamiento de G.H. va y viene todo el tiempo, lo que no pocas veces dificulta seguirla. Pero lo intentaremos. Si todavía no ha entrado, es porque lo hará subrepticiamente en el ¿capítulo? siguiente, el 17 de los 33 que componen la narración, esto es, en su exacta mitad. En el 16, la duda y el temor aún se mantienen: “será mi cobardía esencial la que me reorganizará de nuevo como persona” (p. 65). Pero en el 18 pareciera que estamos ante otra G.H. Al despertar del sueño (estoy nuevamente en el ¿capítulo? 17, en sus últimas líneas), se levantó y se dirigió a la ventana, intentando abrirla lo que más pueda, a fin de “respirar, aunque fuese respirar una amplitud visual, buscaba una amplitud” (p. 68). Así que, ahora sí en el 18, estamos ante alguien que “buscaba una amplitud”, no cualquiera, sino una eminentemente visual, porque si fue “tomada” por la vista, es a partir de ella que se puede comprender mejor su transformación. Desde el cuarto/caverna/minarete, G.H. será capaz de contemplar el imperio del presente, de lo inmediato, del instante, del ahora, a partir de una mirada que se podría llamar geológica, por lo que los estratos no se siguen linealmente uno sobre otro, sino en múltiples direcciones, incluyendo el futuro profundo, al que la mirada de G.H. ahora desentierra: “Había desenterrado tal vez el futuro -o había llegado a antiguas profundidades tan remotamente venideras que mis manos, que las habían desenterrado, no podían sospechar” (p. 69) [Las manos aquí, otra vez las manos]. En ella todo, desde “las gargantas rocosas, entre los cimientos de los edificios”, desde el pasado remoto y el plasma que comparte con la cucaracha, hasta lo que sucederá en varios milenios más, se reúne en un ahora que articula su propia sintaxis: “yo ya vivía hoy del petróleo que en tres milenios iba a brotar” (eu já vivia hoje do petróleo que em três milênios ia jorrar) (p. 70). Pasado, presente y futuro cogidos por un instante que no los diferencia, por un instante que, como La pasión misma, no tiene principio ni final. Clarice, como los geólogos, sabe que el tiempo no tiene dirección. Por ello, para poder comprender la mirada de G.H. quizá sea necesario imaginarla a partir del tiempo profundo, cuyo descubrimiento se dio gracias a la observación de rocas que se formaron por sedimentación. Se trata de rocas estratificadas formadas, por ejemplo, gracias a los sedimentos que el agua arrastra en diversas direcciones y diferentes momentos, alcanzando después de miles y millones de años cierta compactación, por lo menos hasta que algún gran evento las vuelva a plasmar bajo otra forma y el tiempo las vuelva a sedimentar, en un proceso continuo que no tiene objetivo, ni dirección. En otras palabras, el tiempo que la amplitud visual de G.H. nos ofrece es lo más parecido a Siccar Point (el entrante rocoso ubicado en el mar del Norte, en la costa este de Escocia), un tiempo geológico que apila una variedad de nudos que se intersecan bajo una multiplicidad de ángulos, y que terminarán plegados sobre la misma G.H.: “Para entonces, ya se estaban sucediendo, y yo aún no lo sabía, las primeras señales en mí del derrumbe de cavernas calcáreas subterráneas, que se desplomaban bajo el peso de capas arqueológicas estratificadas -y el peso del primer derrumbe hizo descender las esquinas de mi boca, me dejó con los brazos caídos. ¿Qué me pasó? Nunca sabré entender, pero habrá quien entienda. Y es en mí que tengo que crear a ese alguien que me entenderá” (p. 30). Tampoco puedo entender, por lo que me veo en la necesidad de recurrir a una metáfora geológica para intentar visualizar lo que las manos de G.H. están desenterrando/plasmando. De su meditación visual se puede decir lo mismo que James Hutton dijo del tiempo profundo: “No hay vestigio de un principio, ni perspectiva de un final”. La transformación se ha concretado: “Y yo, ahora yo, ya no era una niña inquisidora. Había crecido, y me había vuelto tan simple como una reina. Reyes, esfinges y leones, he ahí la ciudad donde vivo, y todo se ha extinguido” (p. 69; énfasis agregado). Habiendo entrado, habiendo cruzado, “brotará”, como brota el petróleo -esa materia orgánica acumulada en sedimentos del pasado geológico-, otra G.H. El método de visión que de aquí en adelante pondrá en movimiento nos lo indica una vez más: “Mi método de visión era totalmente parcial: trabajaba directamente con las evidencias de la visión, y sin permitir que sugestiones ajenas a la visión predeterminasen mis conclusiones; estaba totalmente lista para sorprenderme a mí misma. Incluso aunque las evidencias viniesen a contradecir todo lo que ya estaba en mi asentado por mi tranquilísimo delirio” (p. 71). Unas líneas más adelante, volverá a señalar que está preparada para el clima del cuarto-caverna, y se dará un trabajo, que consistirá en reencontrar la humedad del desierto, al tiempo que señala que no debe olvidar que necesita estar preparada para equivocarse, aún más sabiendo que no pocas veces el error había sido su camino. Si el calor que produce desiertos y sequedad fue el que la permitió su metamorfosis, G.H. se dará entonces como tarea recuperar la humedad, que para ella es la vida y lo viviente, desde ese mismo cuarto-caverna. Poco más adelante, ya en el 19, y luego de reiterar que el error es uno de sus modos de trabajo, vuelve a sentarse en la cama, y dice: “Pero ahora, mirando a la cucaracha, ya sabía mucho más” y una de las cosas que sabrá es que la cucaracha es comestible. Pero este mismo pensamiento anuncia que el viaje aún no ha terminado, no del todo. Ha entrado, sí, ha entrado, pero aún le espera un sacrificio: “Estaba ya viviendo el infierno por el cual aún iba a pasar, pero no sabía si solo pasaría o me quedaría en él”. Estamos, siempre hemos estado, inmersos en un tiempo fuera de quicio, bajo una escritura que avanza y retrocede como rocas estratificas o sedimentadas, a la vez, circular y zigzagueante, además de paradojal y ambivalente, y subrepticia en ciertos momentos; así como G.H. no nos indica cómo es que se llevó a la boca parte de la masa blanca de la cucaracha -simplemente dice “avancé”, para luego señalar que “despertó de un desmayo”, pero que no, que no fue un desmayo, sino un vértigo, que, como el sueño, la lleva a perderse por ciertos momentos-, tampoco refiere el momento en que la entrada se concretiza, tal solo uno puede intuir que ha sido bajo los efectos del sueño. Pero avancemos un poco, hasta el 20, ¿capítulo? en el que dice, primero, que ya sabe, y que tiene “ahora tanta certeza como la certeza de que en aquella habitación yo estaba viva”, como la cucaracha. Y solo unas líneas más adelante, señala que también ahora ya había dejado de debatirse. Así que, en el 21, puede preguntarse en voz alta: “¿Era este entonces el otro lado de la humanización y de la esperanza?”. Sí; creo que sí. La importancia aquí del instante, de lo inmediato y del ahora, se entiende entonces como una respuesta radical al tiempo profundo sedimentado. Lo interesante es que el ahora, como señaló Silviano Santiago (2004SANTIAGO, Silviano. A aula inaugural de Clarice Lispector. In: SANTIAGO, Silviano. O cosmopolitismo do pobre. Belo Horizonte: UFMG, 2004. p. 231-240. ), deviene un acontecimiento, pero su aprehensión como tal, es decir, como un acontecimiento que ya no opera bajo la lógica humana, se da en el mismo espacio donde se encuentra el tiempo profundo. Lo instantáneo se captó en una milenaria caverna (y la fuerza que vehiculiza, dislocando el tiempo humano, será aún mayor en Agua viva, donde la vida ya se ha despojado de toda la humanidad que la aprisionaba).

II

El viaje que llevó a G.H. hacia el otro lado de la humanización fue un viaje de retorno o, mejor, sin retorno. Si ser persona humana ha consistido en la cristalización de un proceso de sedimentación, esto es, de una lenta estratificación a lo largo del tiempo, entonces el viaje de G.H. hacia lo que es anterior a lo humano podría, a su vez, considerarse como un viaje de regreso, un proceso de desedimentación a través del cual impugnar y despojarse de las violencias que se han ido acumulando como capas hasta configurar la humanidad. Si “volverse humano puede transformarse en el ideal, y ahogarse bajo redundancias” que nos alejan de la vida, del instante o de la inmediatez que permite aprehender la vida y lo viviente, es porque la humanización, como se ha venido dando en la historia metafísica de “Occidente”, ha comportado más un veneno que un remedio. De ahí que para G.H. “ser humano no debería ser un ideal para el hombre que es fatalmente humano, ser humano tiene que ser el modo como yo, cosa viva, obedeciendo libremente el camino de lo que está vivo, soy humana” (p. 80). Aquí, de manera bien clara, La pasión pareciera estar relevando un modo de aprehender lo humano a partir de su condición biológica, esto es, de especie, pues como “cosa viva” es que se puede disfrutar del paraíso infernal que habita la vida sin más. La humanización no ha conllevado, por tanto, más que la expulsión de la felicidad que constituye lo viviente, en vínculo con lo inorgánico que le rodea, lo atraviesa y lo hace posible. Para G.H. lo inhumano vendría, así, a comportar la total desedimentación de la persona humana en la que nos hemos convertido, al costo de obliterar la vida: “Estar vivo es [lo] inhumano” (p. 110). ¿Pero a qué se retorna en un viaje del que no se podrá volver? “A través de un dificultoso camino, yo había llegado a la profunda incisión en la pared que era aquel cuarto -y la grieta formaba como en una caverna un amplio salón natural” (p. 39-40). Se regresa a una caverna, a una gruta, y será en ella entonces donde la desedimentación del montaje humano tendrá lugar. Aquí estamos ante una escena que recuerda de manera muy clara a otra, pero cuyo trayecto es, y no podía no serlo, el completo reverso de este. El prisionero de Platón es liberado para ascender y encontrar la verdad del sol, mientras G.H. se introduce en la caverna, el “infierno al que descendí” (p. 84), para encontrar la verdad de la vida: el plasma del que estamos hechos. En una primera instancia, G.H. se ve aprisionada en la caverna, pero será desde ahí mismo, en ella, donde imaginará una salida que la liberará de una prisión aún más grande, que es aquella en la que, sin saberlo, había vivido como humana, condición, como muy bien entrevió Janair, dominada por una figura eminentemente masculina: “Miré el mural donde yo debía estar siendo retratada… Yo, el Hombre” (28). Cabe así pensar que el viaje de no retorno es un viaje hacia una vida que ya no responde a los códigos impuestos por el “Hombre” y sus modos de subjetivación. Una vida que se recupera, precisamente, muriendo en la caverna, para luego re-nacer: la caverna es un vientre. La operación que aquí emerge es, así, doble. Primero, se retorna a un lugar claramente marcado por la tradición filosófica como femenino, y, por ello mismo, totalmente obliterable y obliterado. Luego, el retorno permite volver a entablar relación con un modo de comprender la vida a partir de su condición viviente y material, asumiéndola. El retorno es, así, una revalorización de lo femenino reprimido.

La caverna de Platón es aquel espacio del que el hombre filósofo debe salir a fin de extirpar su dependencia de lo matricial. Como ha mostrado Luce Irigaray (2017IRIGARAY, Luce. El espéculo de la otra mujer. Traducción de Raúl Sanches. Madrid: Akal, 2017 [1974]. [1974]), la caverna es un receptáculo, una hystéra (ὑστέρα), especie de útero, de vientre del que todo hombre, sobre todo si es un pensador, debe escapar. “Desde el mito de la caverna cabe, entonces, por ejemplo o ejemplarmente”, leemos en la tercera y última parte de El espéculo de la otra mujer, “reanudar el camino”. Lectura no lineal, puesto que comenzó con Freud y su explicación de la feminidad. Como si lo hiciera con un espéculo en la mano, Irigaray mira y lee cóncavamente la historia de la filosofía y su mitológica caverna. Poco antes de entrar a/en famosa alegoría, Platón prepara su viaje, señalando que las Ideas son pensadas, pero no vistas, endilgándole así al alma y a lo inmaterial una superioridad que organizará toda su reflexión. Al mismo tiempo, sin embargo, dirá que la visión es el más perfecto de los sentidos, cercana, aunque no asimilable al alma, que necesita de sol para operar. La luz, hija del sol, es, en consecuencia, presentada como el elemento que hace posible la diferencia y la ligazón entre sujeto y objeto. Estamos en el comienzo de su fotología, y dada la centralidad que en ella tiene la visión, el ojo vendrá a ser el órgano más relevante, por su afinidad con el sol, que le provee de su importante facultad; una facultad que, con todo, siempre será insuficiente, porque, a fin de cuentas, el ojo también es carne, es cuerpo. Esta falencia, sin embargo, no debe verse como un error irrecuperable, dado que el alma, comprendida como ojo interior, la compensará con creces. A continuación Platón dará un paso más, al terminar por equiparar las Ideas de Bien y de Verdad a la luminosidad posibilitada por el sol: “Del mismo modo piensa así lo que corresponde al alma: cuando fija su mirada en objetos sobre los cuales brilla la verdad y lo que es, intelige, conoce y parece tener inteligencia; pero cuando se vuelve hacia lo sumergido en la oscuridad, que nace y perece, entonces opina y percibe débilmente con opiniones que la hacen ir de aquí para allá, y da la impresión de no tener inteligencia” (509a; énfasis agregado). Obliterando lo sumergido, la caverna, la oscuridad, es que la idea de Bien podrá guiar la facultad de conocer, alojándose en el alma, más que en los ojos, por su necesidad de presentarse como inmaterial. De esta manera, Platón vinculó estrechamente las ideas de verdad, ciencia, bien, luz, sol, alma y visión, además de esencia y belleza, vínculo que desde entonces no solo rigió su mito de la caverna, sino el pensamiento occidental en su conjunto o más bien lo que se dio en llamar metafísica. “La salida del ser humano a la luz desde las profundidades de la tierra” (p. 12), señaló Hans Blumenberg (2004BLUMENBERG, Hans. Salidas de caverna. Traducción de José Luis Arántegui. Madrid: Machado, 2004 [1989]. [1989]), se presenta para el propio Platón, como el acontecimiento más importante de la historia humana, y de la misma opinión serán sus herederos. Desde entonces, la verdad es a la luz lo que la no verdad a la oscuridad, abriéndose así toda una serie de dicotomías que configurarán el pensar y su obrar: día y noche, arriba y abajo, blanco y negro, recto e inclinado, etc. Una línea dividirá estos órdenes, jerarquizándolos. La morada subterránea llamada caverna será su mito, su máquina óptica. En ella, unos prisioneros, encadenados de tal manera que no pueden siquiera mover la cabeza, no ven más que sombras proyectadas delante de ellos por un fuego, esto es, por un falso sol. Esos prisioneros, dirá Platón, “son como nosotros”, que tomamos por real y verdadero lo que no es más que artificio. Uno de esos prisioneros será liberado, forzado a levantarse, arrastrándoselo por un pasillo, “una escarpada y empinada cuesta”, hasta ser colocado frente al sol. Tardará en acostumbrarse, pero sin duda logrará percibir el sol “en sí y por sí”, y una vez que lo haya hecho podrá, si bien con dificultad, aprehender la Idea de Bien. Toda una pedagogía de la mirada se está proponiendo aquí, no solo relativa al alma, también de la mirada corporal (y del cuerpo en su conjunto), cuyo mantenimiento en la rectitud le corresponderá a la educación, que deberá tomar a su cargo a los niños desde su más tierna infancia. De lo que se trata, mostrará Irigaray, es de arrancar al prisionero de una cierta concepción de nacimiento, por ser este “demasiado ‘natural’” (p. 265), demasiado femenino, y así poder reinscribirlo “en un origen más distante, más elevado, más noble”, como el que entrega” el sol y su luz, que actúa como masculino principio rector. El Hombre, por tanto, se presenta sin origen, tratando de borrar la “representación de lo matricial, que no se dará jamás como presencia”, puesto que “excede por su informidad, por su extensión amorfa, a todos los ‘entes’”, agrega Irigaray (p. 265). Así, la materia, el origen, “será extrapolado a lo infinito de la Idea. Dejando de ser visible, representable, en cuanto tal, salvo como conjunto de una ceguera sobre lo original”. Evidentemente, esta operación de borramiento podría dejar cicatrices mnésicas, recuerdos, marcas sensibles, que podrían sensibilizar el pensamiento, pero tal posibilidad, tal confusión debe clausurarse por todos los medios. Todo pensador que se respete lo hará. “La ascensión hacia la esencia debe cuidarse de una regresión a los sentidos” (p. 270), “ignorando deliberadamente toda entrada en la materia” (p. 272), como muestra Irigaray. Ahora bien, si, en términos filosóficos, el acontecimiento más importante de la historia humana es la salida de la caverna, su regreso a ella no puede representar sino un enorme sacrilegio, la profanación misma del pensamiento y de toda su organización, a partir del reconocimiento de lo reprimido y la recuperación de los sentidos, que no es sino la recuperación del cuerpo. El gesto de la ingesta clariceana se asemeja al desacato de Antígona, que ya no responde a la ley de los Hombres, la ley de Creonte, y sí a una justicia mayor, que bien podemos llamar inhumana.

Platón reemplazó metafóricamente la materia en el espacio de la metafísica por la noción inmaterial de Idea, haciendo para ello como si no se necesitara de ningún apoyo material, pero dicho apoyo se extrae indefectiblemente del cuerpo de la mujer. El trabajo de su borramiento, que fue también el borramiento de todo lo que tuviera que ver con lo corporal, lo material, dio lugar a la filosofía, cuestión que Platón no puede reconocer al punto de referir la pregunta por el espacio o el soporte (la caverna, pero también la piedra, la tela, la madera, la página, etc.) a un “pensamiento bastardo”, donde bastardo explicita la carencia de un padre legítimo y digno. Si la metafísica platónica se levantó sobre la negación de este acontecimiento, el regreso a la caverna es, también, el regreso a y de lo negado. Leemos en El espéculo: la filosofía mantiene “en su lugar la división sin dejarse partir en capas por la diferencia que trabaja en su interior. Puesto que su dominación exige que aquello que haya sido definido -en el interior de lo mismo- como ‘más’ (verdadero, bueno, claro, razonable, inteligible, paterno, masculino...) se imponga progresivamente sabre su ‘otro’, su ‘diferente’ -diferendo- y, todo sea dicho, su negativo, su ‘menos’ (fantasmático, dañino, oscuro, ‘loco’, sensible, materno, femenino...). Hasta la ficción de un origen simple, indescomponible, ideal. Tachando la ficción del comienzo, de la(s) conjunción(es) primitiva(s), en la unidad del concepto” (p. 249; énfasis agregado). Se comprenderá entonces la radicalidad que comporta un viaje que hará de la caverna un lugar determinante para la recuperación de la vida, a través de la desedimentación catalizada por una cucaracha, ese animal pre-histórico cuya vida arrancó hace más de 300 millones de años: “Ah, y yo que no sabía cómo consustanciar mi ‘alma’. Ella no es inmaterial, ella está hecha del más delicado material de la cosa. Ella es cosa, solo que no consigo consustanciarla en un grosor visible” (p. 99) [un grosor, por ejemplo, como el de un libro]. Pero lo intentará y La pasión será su inteligibilización. Desprevenida, G.H. se dirige hacia el cuarto de la empleada con la voluntad de ordenarlo, sin saber que se dirige en la dirección contraria: la desorganización de su propia humanidad, de su demasiada humanidad. De cierta manera, viajando hacia la muerte, una muerte que es contemplada como vida, G.H. encontrará cierta sabiduría en la caverna, pero no solo eso; el infierno que en ese espacio encuentra es, también, el advenimiento de una paz, de una quietud que llama paraíso, lo que nos indica que la sabiduría aquí es de otro orden. La caverna tiene a Janair por anfitriona, la diosa que recibe a G.H., y le permite/provoca la entrada al inframundo. Antes que Platón impusiera su mitología (que va más allá de la caverna), existía una tradición, vinculada a la figura de Parménides, en la que la relación con el mundo de lo divino se establecía averiguando de qué modo uno ya se halla unido a él, sin saberlo, y ello solo podía ocurrir en una caverna, no en cualquier por supuesto, sino en aquellas preparadas para tal descubrimiento. Como en La pasión, en esta tradición el viaje también conduce hacia un lugar donde nada es conocido: “Allí no hay gente, nada familiar, no hay pueblos ni ciudades”, escribe Peter Kingsley (2019KINGSLEY, Peter. En los oscuros lugares del saber. Traducción de Carmen Francí. Madrid: Atalanta, 2019 [1999]. [1999]), “por mucho que cueste aceptarlo, por fácil que sea introducir algo de lo que ya conocemos. Porque lo que se describe son regiones que nos resultan totalmente desconocidas” (p. 66). La sabiduría que se encuentra, mediante la desedimentación de todo lo que a uno lo ha formado (el montaje humano), continúa Kingsley, requiere, exige, un valor inmenso, puesto que el viaje “cambia el cuerpo”, alterándolo radicalmente. Lo esencial, por tanto, para un viaje así de peligroso es “la pasión o el deseo” (p. 67), necesario para afrontar, y permanecer, en un mundo “donde se encuentran todos los opuestos” (p. 69), lo que recuerda el pensamiento paradójico que desarrollará G.H., que se sustrae a toda fijeza, y que jamás se desprende de la tensión y la ambivalencia. Como en la tradición que estudia Kingsley, en La pasión tampoco se puede subir sin bajar, no hay paraíso sin infierno, claridad sin oscuridad: hallarse es perderse, conocer es olvidar, la tranquilidad es feroz, el sentido se da a través de la falta de sentido, y el error es la verdad. Buscar la luz en la luz, lo cierto en lo cierto, dejar la noche en la noche, no nos lleva sino a un vivir desvitalizado, y reprimido, resaltando, como Platón, solo un lado, el de lo bueno, lo verdadero, lo blanco, lo luminoso, y eliminando la necesidad del descenso, así como todo lo que recuerde al nacimiento de la vida. Descender es aquí un movimiento clave, dado que implica la recuperación de la profundidad, que es nuestro contacto con el mundo, como nos muestra G.H., que baja al infierno estando bien viva, y no solo bien viva, sino, aparentemente, habitando su figura humana de manera cómoda y lujosa, sin ninguna necesidad, por tanto: “Mis civilizaciones eran necesarias para que yo subiese a un punto desde el que pudiese descender” (p. 112). (La ambivalencia de G.H., vemos aquí, se mantiene incluso respecto de la propia “civilización” de la que se está alejando, al ver en ella la posibilidad de una cierta necesidad). Pero aquí nuevamente encontramos una diferencia respecto de la tradición presocrática. Kingsley señala que quienes descendían al infierno, lo hacían a través de lo que se llamaba “incubación”, consistente en acostarse ya fuese en un templo o, con mayor frecuencia, en una caverna, a fin de sanarse de alguna enfermedad o, sobre todo, de alcanzar un nivel de existencia distinto. En esta búsqueda, eran acompañados por expertos en la incubación, “maestros en el arte de entrar en otro estado de conciencia” (98), personas, finalmente, que sabían cómo morir antes de morir, y que recibieron el nombre de iatromantis, y cuyas prácticas se corresponden exactamente a las de los chamanes. Parménides, demostrará Kingsley, era uno de ellos (lo que nos provee de una historia del saber en vínculo con la curación que se distancia bastante de lo que nos ha contado Platón, pero no tengo en este momento la posibilidad de soñar las implicancias de ello). Iatromantis viene de iatro, que refiere médico, y mantis, que se traduce como profeta o vidente. Pero en La pasión, la figura del iatromantis correspondería a una miserable cucaracha, uno de esos animales, dice G.H., obsoletos y, al mismo tiempo, actuales, que viven en la Tierra antes de que aparecieran los primeros dinosaurios, y que además “habían testimoniado la formación de los grandes yacimientos de petróleo y carbón del mundo, y allí estaban durante el gran avance y después durante el gran retroceso de los glaciares” (p. 33). Entrar en contacto con la vida sin más, con la vida como cosa, gracias a la hospitalidad de lo divino, que aquí es una cucaracha, hace de La pasión una obra aún más profana de lo que imaginamos en un principio. La figura del chamán ha sido, salvo algunas excepciones, una figura eminentemente masculina. Como señalé más arriba, G.H. reconoce que solo ciertos hombres tienen como función entrar en otros mundos, “pero nunca una mujer que ni siquiera tiene garantías de un título” (p. 56). El que G.H. haya entrado en el infierno, alcanzando la desedimentación de su montaje humano, no hará de ella un viviente especial, “una excepción”, pues luego del intento de comerse parte de la masa de la cucaracha, comprenderá que en ese supuesto acto no se aloja “un sentido de ‘máximo’” sino, al contrario, la posibilidad de una “gradual desheroización de una misma”, la renuncia a cualquier trascendencia, por mínima que sea. Se trata de apostar por el acto ínfimo, hacer del fracaso una victoria, no cualquiera, por supuesto, sino una inhumana, única posibilidad, vemos hoy, de encontrar al otro y a la otra en uno, y a uno en cualquier otra, en cualquier otro, humano o no humano. Pero para ello hay que mirar de otras formas, inventando una visión que guarde la fuerza capaz de deformar todo lo que nos ha humanizado, hasta desedimentarlo por completo.

III

Más arriba señalé que el viaje de G.H. no se parece a nada. Quisiera corregirme, en parte. Para acercarnos a lo que Clarice nos ha regalado (la recuperación de lo relegado), quizá debamos leerla teniendo en mente la relación de indeterminación de Heisenberg, también llamado principio de incertidumbre, o la singularidad de Schwarzschild, teoría con la que se propone la existencia de los agujeros negros. El primero dio cuenta de la imposibilidad de la objetividad, reduciendo la materia, si bien abstractamente, a su mínima expresión, mientras el segundo derrumbó la linealidad del tiempo. Con la física cuántica, el mundo subatómico deviene una radical otredad respecto de lo humano, como señaló Benjamín Labatut (2020LABATUT, Benjamin. Un verdor terrible. Barcelona: Anagrama, 2020. ). Pero el mundo mismo, en cualquiera de sus formas materiales, también es una otredad para el montaje humano. Pero no, no creo que sea en la física donde se puedan encontrar los elementos que nos permitan comprender un poco más lo que se juega en esta novela de Clarice. No de manera directa. Heisenberg publicó su famoso artículo “Sobre el contenido descriptivo de la Cinemática y la Mecánica teórico-cuántica” poco más de dos meses antes de que Virginia Woolf publicara Al faro (2006WOOLF, Virginia. Al faro. Traducción de Dámaso López. Madrid: Cátedra, 2006. ). La coincidencia podrá no llamar la atención, pero ambas obras derribaron, prácticamente al mismo tiempo, la idea de objetividad con la que la mecánica clásica, por un parte, y la literatura naturalista, por otra, daban cuenta del mundo. 1927 es, por tanto, un año clave. La física tradicional creía en la posibilidad de calcular el futuro a partir del conocimiento exacto, objetivo, del presente, pero HeisenbergHEISENBERG, Werner. Cambios en los fundamentos de la física. Traducción de Andrés Winkler Koch. Santiago: Fe de ratas, 2023 [1935, 2005]. mostrará que no hay más que percepciones, al punto de que el modo de observar determina lo que se observa. Woolf, por su parte, se abandona a la contingencia, haciendo del mundo y su devenir un catalizador de impresiones sin propósito ni dirección. Aquí la interrupción más que la narración lineal (de la realidad), estructura las vivencias a través de un tono y de un modo irregular de hilar los contenidos que ya no se subordinan a la idea dominante de espacio. Las referencias en La pasión a ciertos conceptos provenientes de la ciencia, en particular de la geología, son pocas, pero relevantes. Recordemos: “Ya estaban produciéndose entonces, y aún no lo sabía, las primeras señales en mí del hundimiento de cavernas calcáreas subterráneas, que se derrumbaban bajo el peso de capas arqueológicas estratificadas” (p. 30; énfasis agregado). Quisiera aventurar que, en La pasión, hay una externalización del modo de manejar el tiempo en Woolf; aquí la profundidad de lo que Erich Auerbach (2011AUERBACH, Erich. Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occidental. Ciudad de México: FCE, 2011 [1942]. [1942]) llamó la “representación pluripersonal de la conciencia”, que subsume el tiempo externo en un tiempo interno, deviene tiempo geológico. Como ya mencioné más arriba, el tiempo profundo de los geólogos no tiene principio ni final, menos organización, y su escala es literalmente inhumana. Pero la presencia de la geología en la novela podría también permitirnos responder a una ingenuidad de la física cuántica, que es también una peligrosa ingenuidad que la sociedad occidental en su conjunto ha hecho suya. Me refiero a la idea de que el mundo natural es humanamente controlable: “La posibilidad de inferir, a partir de los procesos naturales”, señaló Heisenberg, “leyes sencillas formuladas con precisión, es pagada con la renuncia a aplicar estas leyes de manera inmediata al acontecer en la naturaleza” (2023 [1935, 2005], p. 45; énfasis agregado). Dicha renuncia, sin embargo, se compensa, y con creces, gracias a la supuesta posibilidad de dominar técnicamente el mundo. En otras palabras, la incapacidad de la ciencia para alcanzar “la vivacidad e inmediatez” (p. 47) de la naturaleza se enmienda con su control. Me parece sumamente llamativo que La pasión (así como Agua vida y Pulsaciones) asuma explícitamente aquello a lo que la ciencia renuncia, pues no es solo la física la que lo hace. Es más, no solo diría llamativo, sino determinante y urgente para nuestro contemporáneo tiempo, signado por una crisis provocada precisamente por la figura del Hombre, que le dio nombre a una nueva época geológica: Antropoceno. La noción de naturaleza que opera en las ciencias se encuentra en deuda con la concepción del espacio por parte de Newton, comprendido como espacio absoluto, homogéneo e isotrópico, esto es, experimentado en cada lugar y en todo momento bajo las mismas leyes, leyes que obviamente se pueden llegar a controlar. Lo que Isabelle Stengers ha llamado la “intrusión de Gaia” nos muestra que ello no es así. La confianza en el control absoluto del espacio absoluto ha ignorado completamente lo viviente, cuya fuerza alcanza la estatura de Gaia, que, a diferencia de las y los humanos, no se encuentra bajo ninguna amenaza: “no existe un porvenir previsible donde ella nos restituya la libertad de ignorarla”, señaló Stengers (2017STENGERS, Isabelle. En tiempos de catástrofes. Traducción de Víctor Goldstein. Buenos Aires: Futuro Anterior, 2017. , p. 43). Pensar y mirar geológicamente es, quizás, lo que nos pueda llevar a reestablecer las condiciones para habitar este mundo sin el temor a perdernos (extinguirnos). Recordemos a G.H.: “También yo, que poco a poco me estaba reduciendo a lo que en mí era irreductible, también yo tenía millares de cilios pestañeando, y con mis cilios avanzo, yo, protozoaria, proteína pura. Asegura mi mano, llegué a lo irreductible con la fatalidad de un doble -siento que todo esto es antiguo y amplio, siento en el jeroglífico de la cucaracha lenta la grafía de Extremo Oriente” (p. 40). [Una vez más la mano]. Aparecidas sobre la tierra entre 3.500 y 2.500 millones de años atrás, las proteínas vehiculizan un tiempo eminentemente geológico, antiguo, profundo. Estamos ante una vida microscópica que recién en el siglo XVII, gracias a la invención del microscopio por parte de Anton van Leeuwenhoek, comenzamos a conocer. Leeuwenhoek, por cierto, fue el primero en observar esos cilios que refiere G.H.: “La cucaracha es pura seducción. Cilios, cilios pestañeando que llaman” (p. 40). Pero su impacto no fue solo del orden de la visión. Tiempo después el microscopio daría lugar al desmoronamiento de un sistema que solo veía (gracias a Linneo) dos reinos naturales, el animal (en cuya cúspide se encontraría el Hombre) y el vegetal, para, en su lugar, distinguir procariotas (bacterias) y eucariotas (todas las demás formas de vida, constituidas por membranas nucleares, es decir, los protozoos), una distinción que no entraña competencia alguna, como ha mostrado Linn Margulis, sino cooperación a lo largo de millones de años. Si el 10% de nuestro cuerpo está constituido por bacterias, entonces la figura de lo humano como un ente independiente del mundo que le rodea debe desaparecer, sobre todo teniendo en cuenta que no es la competencia, sino la simbiogénesis, esto es, “la unión de unos organismos para formar nuevos colectivos”, “una de las principales fuentes del cambio evolutivo en la tierra”, señala Margulis (2003MARGULIS, Lynn. Una revolución en la evolución. Varias traductoras. Valencia: Universidad de Valencia, 2003. , p. 108). El resultado de las primeras alianzas entre organismos de diverso tipo sobre la tierra dio lugar a los protoctistas (del que los protozoos son un subreino), que lograron inventar el sistema digestivo y la visión, entre otros sistemas sensoriales que poco gustaban a Platón, Descartes et al. Para Margulis, reconocer que lo humano se ancla en diminutos seres y que dependemos completamente de ellos para vivir (desde digerir alimento, por ejemplo), es humillante, al punto de “impugnar la soberanía humana sobre el resto de la naturaleza” (p. 109). Los cilios que menciona G.H. están relacionados con las neuronas, pero también, evolutivamente, con amebas, mohos y parásitos. Que una cucaracha se lo recuerde no hace sino redoblar dicha impugnación. Los 4.000 millones de años de evolución no han conducido al arribo de “organismos superiores”, destacando por sobre todos el Hombre, pues han sido las bacterias las que han dominado el tiempo profundo, hasta hoy. La conclusión de Margulis, es, creo, la misma que se intuye en La pasión: “No hay seres más evolucionados que otros” (p. 109): “Es que yo había mirado la cucaracha viva y en ella había descubierto la identidad de mi vida más profunda” (p. 39), señala G.H., y poco más adelante, agrega: “mi miedo era el de hallar una verdad que yo viese y no quisiese, una verdad infamante que me hiciese arrastrar y estar al nivel de la cucaracha” (p. 40). La destitución de lo humano parece, así, alcanzarse a través de un proceso de desedimentación que, observando la estratificación del mundo, lo desestratifica hasta llegar a su más ínfima manifestación, la vida sin más: “fue exactamente quitando de mí todos los atributos, y yendo solo con mis entrañas vivas. Para llegar a eso, abandonaba mi organización humana -para entrar en esa cosa monstruosa que es mi neutralidad viva” (p. 64). El proceso de desedimentación que lleva hacia esta neutralidad pareciera alcanzarse a través de ciertas formas de escritura, de cierto trabajo con la materia, que termina plegado sobre el propio cuerpo. La cucaracha opera como un tipo de escritura jeroglífica, pero esta más que escribir, en el sentido tradicional, cincela, quitándole capa tras capa hasta llegar a lo irreductible. Es, de cierta manera, una escritura que borra, y que, al borrar, vuelve visible lo que siempre ha estado allí. Es, en otras palabras, un trabajo similar al que entraña la elaboración de una escultura: la cucaracha esculpe la sedimentada roca humana que es G.H. Si “las rocas no son sustantivos, sino verbos” (p. 19), como señala Marcia Bjornerud (2019BJORNERUD, Marcia. Conciencia del tiempo. Ciudad de México: Grano de sal, 2019. ), las capas del lenguaje que ha performado nuestros cuerpos, como si estos fueran piedra, pueden ser desbastadas.

Sorprende encontrar en Clarice, en 1964, un pensamiento geológico. Cuando leemos “Estoy buscando, estoy buscando. Estoy intentando comprender. Intentando dar a alguien lo que viví” (p. 9), deberíamos preguntarnos por “aquello” que nos quiere dar, donar, pues ese pensamiento geológico es, en sus manos, un pensamiento material, mientras ese alguien somos sus lectoras y lectores. Las grutas calcáreas subterráneas contienen caliza, una roca sedimentaria conformada a partir de la acumulación y la compactación de sedimentos, comportando material mineral, orgánico o químico depositado sobre distintas superficies de la Tierra, en distintos y heterogéneos tiempos (no lineales ni cíclicos, pero que tampoco no los excluye). La sedimentación, a semejanza de la conciencia profunda, no responde a ninguna lógica y es completamente imprevisible, como Gaia. La cuestión es cómo Clarice logró imaginarla, materialmente. Más arriba, cuando referí por primera vez su mirada geológica, lo hice para dar cuenta del manejo del tiempo, resaltando la frase “yo ya vivía hoy del petróleo que en tres milenios iba a brotar”. Pero este manejo del tiempo en un libro no es sino el manejo de la sintaxis, que es lo mismo que decir de la escritura, que bien podríamos aprehender como una escultura de G.H. y sobre G.H., modelada por su propia mano, esa con la que escribe. Silviano Santiago ya lo había señalado, a propósito de Agua viva, libro que no es sino la continuación de la búsqueda iniciada en La pasión. Escribe Silviano: “La literatura de Clarice, en su radicalidad, se alimenta de la palabra, de una ‘inmersión en la materia de la palabra’ [como leemos en Agua viva], es decir, su literatura está en la capacidad que tiene la palabra de sucederse a otra palabra, sin la necesidad de buscar un soporte ajeno al cuerpo de las propias palabras que se suceden en el espaciamiento”, es decir, sobre la página. “Le basta el soporte de la sintaxis” (p. 232), plasmando, con ella, una temporalidad heterogénea a la humana. En griego, modelar viene de plasma, término que refiere lo que hoy entendemos por ficción, cercano este al latín fingere, que no solo significa “formar” o “dar forma”, además de “inventar” o “crear”, sino que también se relacionada con lo que en inglés es dedo, finger, mientras en español se encuentra más cercano al indoeuropeo dheigh (que está en directa relación con dough, masa), como he mostrado en otro lugar (2023). Plasmar es algo que hacemos con las manos. De ahí que la imaginación de esa mano que la acompañe a lo largo de su recorrido pueda tal vez aprehenderse como el trabajo de la ficción, de su ficción, del modo en que Clarice hace literatura. El intento de dar a alguien lo que ha vivido es precisamente lo que leemos: “Mientras escriba y hable, voy a tener que fingir que alguien está estrechando mi mano”. Fingir, etimológicamente, no tiene que ver con pretender lo que no es cierto, sino con modelar. Recuérdese que la invención de esa mano, de esa ínfima compañía, que además es una “vida desconocida y cálida [que] está siendo mi única íntima organización” (p. 14), será la única organización que G.H. se permitirá a lo largo de todo su viaje, pues sin ella no habría podido atravesarlo ni compartirlo: “De la escultura, supongo, vino mi forma de pensar solo a la hora de pensar, pues he aprendido a pensar solo con las manos y cuando tocaba usarlas” (p. 20). Si la renuncia de la ciencia en su afán por controlar el mundo, reitera Heisenberg, conlleva “la renuncia a hacernos vivos”, entonces la ficción de una mano tiene hoy por hoy una tarea inmensa, aún más si vemos que el supuesto control ha terminado generando la violenta intrusión de Gaia. Es cierto, gracias a la física podemos disfrutar de teléfonos celulares, GPS, microondas, comunicación satelital, internet, cajeros automáticos y un largo etcétera, aparatos todos que satisfacen necesidades que antes no teníamos. Exagero, pero no tanto. Gracias a la física también contamos con resonancia magnética y escáneres. Pero hacer el mundo vivible es hacerlo también habitable, un trabajo del que (si bien no toda) la física, por formación y vocación, pareciera incapaz, porque su existencia se debe necesariamente a la obliteración de lo vivo. Ello hace del pensamiento geológico de G.H. una urgencia para los tiempos que vivimos, un pensamiento que se da con las manos, que es como decir con el cuerpo todo, tal como afirma en Agua viva: “estoy intentando escribirte con todo el cuerpo, enviando una flecha que se clava en el punto tierno y neurálgico de la palabra” (p. 29). Volver a la caverna, una caverna que podría hallarse en la propia casa, conlleva la restitución del plasmar en tanto potencia configuradora de vida y de mundos. La ficción es uno de sus pliegues. La narradora de Agua viva (1973), que es y no es G.H., pareciera darnos cuenta de ello: “Entro lentamente en la escritura, así como ya entré en la pintura. Es un mundo enmarañado de enredaderas, sílabas, madreselvas, colores y palabras -el umbral de entrada de una ancestral caverna que es el útero del mundo y de él voy a nacer” (p. 31). En la caverna entonces nacen la escritura, la vida y vivientes como G.H. Se trata de un espacio extravagante y peligroso, sobre todo para los filósofos, en el que se reúnen fósiles y piedras, además de ratones y murciélagos, todo tipo de arañas y “viejas cucarachas [que] se arrastran en la penumbra” (p. 32). “Y todo eso soy yo”, sentencia la narradora de Agua vida, que quiere poner en palabras una gruta que pintó hace un tiempo (Clarice, por cierto, pintó en 1960 un cuadro que tituló Interior de la gruta. Y otro más, entre 1973-1975, titulado simplemente Gruta). Si la caverna es un lugar de producción, negado por la filosofía y resaltado tanto por Irigaray (El espéculo apareció en 1975), como por Clarice, y casi al mismo tiempo, la escultura o la escritura jeroglífica es su artesanal (manual) iteración, que reinscribe en el orden de lo material, aquí sobre el papel, el pensamiento y la vida. La pasión es, aventuro una vez más, una escultura de palabras donada por Clarice/G.H., a fin de volver el mundo verdaderamente humano, esto es, inhumano, y así poder seguir viviendo (en) cada uno de sus instantes. Que la caverna/cuarto pareciera “la representación, en el papel, del modo en que yo podría ver un cuadrilátero: ya deformado en sus líneas de perspectiva. La solidificación de un error de visión, la concretización de una ilusión óptica” (p. 27; énfasis agregado), que aprehende la vida desde su radical primordialidad, nos indica la fuerza que guarda la materialidad que busca y encuentra la geología de la pasión que configura el libro que hemos estado leyendo.

Referências

  • AUERBACH, Erich. Mimesis La representación de la realidad en la literatura occidental. Ciudad de México: FCE, 2011 [1942].
  • BJORNERUD, Marcia. Conciencia del tiempo Ciudad de México: Grano de sal, 2019.
  • BLUMENBERG, Hans. Salidas de caverna Traducción de José Luis Arántegui. Madrid: Machado, 2004 [1989].
  • CAILLOIS, Roger. Los demonios del mediodía Traducción de Luis Eduardo Rivera. Madrid: Siruela, 2020.
  • ESTUPIÑÁN, Mary Luz. Simplemente Clarice Santiago: Mimesis, 2022.
  • FREUD, Sigmund. Lo ominoso. In: FREUD, Sigmund. Obras Completas Tomo XVII. Traducción de José L. Etcheverry. Buenos Aires: Amorrortu, 1992. p. 215-251.
  • GOULD, Stephen J. La flecha del tiempo Traducción de Carlos Acero. Madrid: Alianza, 1992 [1987].
  • HARAWAY, Donna. Seguir con el problema Generar parentesco en el Chthuluceno. Traducción de Helen Torres. Bilbao: Consonni, 2019 [2015].
  • HEISENBERG, Werner. Cambios en los fundamentos de la física Traducción de Andrés Winkler Koch. Santiago: Fe de ratas, 2023 [1935, 2005].
  • HOMERO -. Odisea Traducción de José Manuel Pabón. Madrid: Gredos, 1993.
  • IRIGARAY, Luce. El espéculo de la otra mujer Traducción de Raúl Sanches. Madrid: Akal, 2017 [1974].
  • KINGSLEY, Peter. En los oscuros lugares del saber Traducción de Carmen Francí. Madrid: Atalanta, 2019 [1999].
  • LABATUT, Benjamin. Un verdor terrible Barcelona: Anagrama, 2020.
  • LISPECTOR, Clarice. A paixão segundo G. H Edição crítica. Coordenação de Benedito Nunes. Florianópolis: UFSC, 1988.
  • MARGULIS, Lynn. Una revolución en la evolución Varias traductoras. Valencia: Universidad de Valencia, 2003.
  • MAUSS, Marcel; HUBERT, Henri. El sacrificio. Magia, mito y razón. Traducción de Ricardo Abduca. Buenos Aires: Las Cuarenta, 2010.
  • PLATÓN -. República Traducción de Conrado Eggers. Madrid: Gredos, 1988.
  • ROSENBAUM, Yudith. Metamorfoses do mal Uma leitura de Clarice Lispector. São Paulo: EdUSP, 2006.
  • SANTIAGO, Silviano. A aula inaugural de Clarice Lispector. In: SANTIAGO, Silviano. O cosmopolitismo do pobre Belo Horizonte: UFMG, 2004. p. 231-240.
  • SANT’ANNA, Affonso Romano de. O ritual epifânico do texto. In: LISPECTOR, Clarice. A paixão segundo G. H Edição crítica. Florianópolis: UFSC, 1988. 237-288.
  • STENGERS, Isabelle. En tiempos de catástrofes Traducción de Víctor Goldstein. Buenos Aires: Futuro Anterior, 2017.
  • WOOLF, Virginia. Al faro Traducción de Dámaso López. Madrid: Cátedra, 2006.
  • 1
    Este trabajo forma parte del proyecto Fondecyt 1231802, Chile.

Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    11 Dic 2023
  • Fecha del número
    Sep-Dec 2023

Histórico

  • Recibido
    16 Set 2023
  • Acepto
    25 Oct 2023
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