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Una ciencia admirable: filosofía y admiración en Descartes

An admirable science: philosophy and wonder in Descartes

RESUMEN

Aunque Descartes pretende hablar de cuestiones morales en general, y de las pasiones en particular, como si nadie hubiera escrito antes sobre ellas, lo cierto es que, en el caso de la admiración, es clara su referencia al mundo antiguo. En concreto, en este caso el pensador francés se sitúa críticamente en contra de la postura aristotélica, que entiende la admiración como el inicio de la filosofía. Frente a la propuesta clásica, que convierte dicha emoción en el motor permanente de la investigación de las primeras causas, para Descartes la curiosidad excesiva y el estupor del asombro son rechazables. No obstante, algunos han señalado el carácter ambivalente de las declaraciones cartesianas. No en vano la admiración es no sólo la primera de las pasiones, sino también un componente fundamental de todas ellas. Y si bien en el campo del conocimiento debe superarse, en otros ámbitos, como el de la contemplación de la divinidad o en el goce de la libertad de la voluntad humana, tal desdén desaparece. En ese sentido, pretendemos explorar el modo en que Descartes separa admiración y conocimiento para luego reivindicar su importancia en el plano práctico.

Palabras clave
Admiración; asombro; curiosidad; libre albedrío; pasión

ABSTRACT

Although Descartes pretends to talk about moral issues in general, and about passions specifically, as if no one had written about them before, in the case of admiration, his reference to the ancient world is clear. Specifically, in this respect the French thinker is critically opposed to the Aristotelian position, which understands admiration as the beginning of philosophy. In contrast to the classical proposal, which makes this emotion the permanent driving force behind research into the first causes, for Descartes excessive curiosity and the stupor of amazement are to be rejected. Nevertheless, some have pointed out the ambivalent nature of Cartesian statements. It is not in vain that admiration is not only the first of the passions, but also a fundamental component of all of them. And while in the area of knowledge it must be overcome, in other areas, such as that of the contemplation of divinity or the enjoyment of the human free will, such disdain disappears. In this sense, we intend to explore the way in which Descartes separates admiration and knowledge and then claims its importance on a practical level.

Keywords
Wonder; amazement; curiosity; free will; passion

Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí (Kant, 1998KANT, I. 1998. Crítica de la Razón Práctica. Salamanca, Sígueme, 218 p., p. 197).

Introducción

Guardo un recuerdo muy vivo de mi infancia, que los años no han logrado borrar. Era un niño citadino y por eso mis padres habían escogido un pueblito de montaña, alejado de la gran ciudad, para veranear. En una de esas vacaciones infantiles, volvíamos de noche de un evento en otra aldea cercana y, aunque ya era tarde, mis padres me dejaron jugar un poco, mientras ellos conversaban. El caso es que en medio del juego me recosté en el fondo de una carreta que había allí mismo y miré a un cielo sin apenas contaminación lumínica. Las estrellas brillaban en una inmensidad que parecía no tener límites y, de repente, me sentí traspasado por una emoción desbordante, era un sentimiento de extrañeza, de maravilla, de sorpresa, como no he vuelto a sentir jamás.1 1 Una experiencia semejante, que en su caso caracteriza siguiendo a Romain Rolland como un “sentimiento oceánico”, relata Pierre Hadot en una hermosa entrevista (Hadot, 2009, p. 25).

Sin duda, la admiración es una emoción común, que todos hemos experimentado en algún momento de nuestra vida, pero una cosa es vivirla y otra reflexionar sobre ella. De hecho, también la teorización al respecto tiene una larga tradición a sus espaldas, pese a que algunos, como el autor que va a centrar mis intereses en este artículo, el filósofo René Descartes, pretenda haber escrito sobre las pasiones en general, y sobre la admiración en particular, como si nadie hubiese discutido antes sobre el tema (AT XI, 328, Descartes, 2006DESCARTES, R. 2006. Las Pasiones del Alma. Madrid, Tecnos, 279 p., § 1).2 2 Citaremos a Descartes de ahora en adelante siguiendo la edición de sus obras completas realizada por Charles Adam y Paul Tannery (AT), con la cifra romana indicando el volumen y el número de página en arábigo, y a continuación, si procede, con la referencia en español empleada.

Y, en efecto, Descartes se distanció en apariencia del tratamiento que la escolástica dispensaba a las emociones. En concreto, para el caso de la admiración, la originalidad cartesiana se evidencia de inmediato si uno atiende a la distribución de las pasiones entre las partes concupiscible e irascible del alma que llevan a cabo los tratados sobre las pasiones contemporáneos de Descartes. En los textos inspirados en Tomás de Aquino, igual que en los del propio doctor angélico, la admiración apenas si es un componente de una pasión mixta, ocupando un espacio muy secundario entre las emociones humanas (Scribano, 2017SCRIBANO, E. 2017. Il controllo delle passioni. Ascesa e caduta della meraviglia da Descartes a Spinoza. Ingenium, 11: 151-161., p. 152).

En contraste con esto, Descartes recupera la importancia de la pasión admirativa, poniéndola en primer lugar entre nuestras emociones. Con ello parecería reivindicar una interpretación clásica, proveniente de Platón y Aristóteles, que daban a la admiración un papel fundamental en el origen de la filosofía. Sin embargo, como veremos, para Descartes la admiración, aunque en principio muy relevante, no deja de ser criticable precisamente en el ámbito del conocimiento. De cualquier modo, en segundo lugar, veremos que la actitud del pensador francés es ambivalente para con dicha emoción. Después de todo, su fino análisis de la admiración y la función que ésta desempeña en medio de las otras pasiones, como un componente de todas ellas, desdice la aparente radicalidad de su crítica inicial.

De hecho, la admiración tiene un espacio no sólo en el campo del conocimiento, sino también en el plano teológico y, especialmente, en el moral. La importancia de esta emoción para entender tanto nuestra posible relación con la divinidad, como con aquello que de divino hay en nosotros, el libre albedrío, señalará un espacio legitimo para los sentimientos admirativos. En última instancia, la relación afectiva del ser humano generoso con los otros generosos posibles, considerados con admiración, abre así un campo raramente explorado por las corrientes filosóficas previas y que puede desarrollarse filosóficamente todavía hoy con provecho.

La admiración, ¿historia de un error?

La admiración tiene, como se indicó, una larga historia. Aun cuando pueden encontrarse testimonios anteriores, debemos a Platón la primera referencia relevante, y nada menos que para ligar dicha emoción a la génesis de nuestra disciplina: “(…) experimentar eso que llamamos la admiración es muy característico de la filosofía. Este y no otro, efectivamente, es el origen de la filosofía” (Platón, 1988PLATÓN. 1988. Diálogos V. Madrid, Gredos, 617 p., 155d). Y es que ya en este pasaje llama la atención que el amor a la sabiduría, entendido como una actividad, la propia del filósofo, surja de un estado pasivo, de una experiencia involuntaria del alma, la de admirarse ante las cosas (Ugalde, 2017UGALDE, J. 2017. El asombro, la afección originaria de la filosofía. Areté. Revista de filosofía, 39(1): 167-181., p. 171).

Pero sería el discípulo de Platón, Aristóteles, quien diera su forma más acabada a esta relación, al señalar que el discurrir filosófico emerge del reconocimiento de la ignorancia en que nos encontramos por respecto de aquello que nos admira. Así, de acuerdo con lo que señala el pensador griego en el segundo capítulo del primer libro de su Metafísica, empezamos captando con extrañeza lo particular, pero pronto el deseo de saber nos arrastra hacia lo universal, en busca de las causas primeras de lo percibido:

(…) los hombres -ahora y desde el principio- comenzaron a filosofar al quedarse maravillados ante algo, maravillándose en un primer momento ante lo que comúnmente causa extrañeza y después, al progresar poco a poco, sintiéndose más perplejos también ante cosas de mayor importancia, por ejemplo, ante las peculiaridades de la luna, y las del sol y los astros, y ante el origen del Todo ( Aristóteles, 1994 ARISTÓTELES-. 1994. Metafísica. Madrid, Gredos, 582 p. , 982b12-17).

La admiración será así una pasión omnipresente a todo lo largo del progreso del conocimiento filosófico, actuando como un motor de la investigación hasta su fin: la contemplación de las primeras causas o, lo que resulta equivalente para el estagirita, de la divinidad. Por ese camino alcanzaría el ser humano la vida más feliz, de corte teorético, a saber, la del filósofo (lo que, a su vez, se vincula con la etimología del término eudaimonia).

Esta percepción tan positiva de dicha pasión se mantuvo durante la Antigüedad e incluso en la Edad Media. La admiración era vista como la respuesta adecuada a las maravillas de la creación del Dios cristiano, y tanto Agustín de Hipona, como en menor medida Tomás de Aquino, entre otros, le rindieron un encendido elogio. Más aún, el resurgir de la filosofía natural medieval parecía ir de la mano de la capacidad admirativa del investigador, pues sin dicha emoción nada resultaba digno de estudio o consideración (Daston; Park, 1998DASTON, L.; PARK, K. 1998. Wonders and the Order of Nature. New York, Zone Books, 511 p., p. 109).

Sin embargo, con el progreso de la filosofía natural, y más concretamente en los orígenes de la Nueva Ciencia, esta actitud tan favorable hacia la admiración empezó a cambiar, y precisamente Descartes se encontraba en la encrucijada de dicha transformación. Si la preocupación aristotélica partía de lo ordinario, para trascenderlo y llegar a los universales, ahora será el cuestionamiento de las percepciones cotidianas y la atención a las naturalezas más simples lo que conlleve un cierto desdén de las actitudes admirativas.3 3 Sin que ello suponga el fin de la admiración como motor del conocimiento, ni siquiera en nuestros días. Puede consultarse, por ejemplo, Dawkins, 2000, como un famoso contraejemplo. En lugar de valorar los objetos maravillosos y de ensalzar la búsqueda de las causas desconocidas, se empezó a enfatizar la regularidad de la naturaleza y la plenitud de conocimiento del filósofo. La pasión admirativa comenzó a verse más como la marca del ignorante que como un signo del amor a la sabiduría.

Pero esta transformación no fue inmediata, ni carecía de precedentes. De hecho, la actitud de los pensadores medievales, por ejemplo, distaba de ser homogéneamente positiva. El mismo Agustín de Hipona, que entendía que admirarse era lo correcto ante las maravillas de la creación, censuraba la curiosidad, como un pecado particularmente atroz. Ser curioso, y preguntarse fútilmente por los secretos de la naturaleza, suponía incurrir en una suerte de lujuria y alejaba al pecador de la salvación (Agustín, 1997AGUSTÍN de H. 1997. Confesiones. Madrid, BAC, 506 p., 10.35, p. 360).

Y con algo semejante nos topamos en los textos de Descartes, aunque, eso sí, sin las referencias teológicas agustinianas. De este modo, por ejemplo, en su inacabado manuscrito Investigación de la verdad por la luz natural, el sagaz Eudoxio critica la curiosidad de sus interlocutores, Epistemón y Poliandro, como evidencia de su ignorancia, y de la falta de certeza de sus métodos investigativos:

Epistemón: Lo mejor que se os puede enseñar sobre este asunto es que el deseo de saber, que es común a todos los hombres, es una enfermedad que no se puede curar, pues la curiosidad aumenta con la doctrina (…).

Eudoxio: ¿Es posible, Epistemón, que siendo tan sabio como sois os podáis persuadir de que haya una enfermedad tan universal en la naturaleza, sin que haya también algún remedio para curarla? (…) (AT X, 499-500, Descartes, 1987 DESCARTES, R. 1987. Meditaciones Metafísicas y Otros Textos. Madrid, Gredos, 214 p. , p. 92).

La insaciabilidad del deseo de conocer no es vista por el pensador francés como algo excelso, a diferencia de lo que asevera la tradición desde Platón y Aristóteles en adelante. En lugar de ello, podría aventurarse que este rechazo de la curiosidad ciega se relaciona con la humildad epistémica cartesiana que, frente a lo que señala el estagirita en su Metafísica, establece una distancia infinita entre nuestro intelecto y el de Dios. La búsqueda incesante de las causas ocultas en lugar de conducirnos por vía intelectual a asemejarnos a la divinidad sería signo de una mala teoría, o de un desajuste anímico por parte de quien padece dicha emoción.

Y no sólo la curiosidad, puesto que, a diferencia de sus antecesores, para Descartes la misma admiración, cuando es excesiva, se torna peligrosa, o al menos dañina, para nuestros intelectos. Lo que Descartes denomina el asombro (AT XI, 392-383, Descartes, 2006DESCARTES, R. 2006. Las Pasiones del Alma. Madrid, Tecnos, 279 p., § 73) no es sino una suerte de sordo estupor, que obstruye el razonamiento y nos deja prendidos de la primera apariencia maravillosa que aparezca ante nuestros ojos. En lugar de estimular la indagación, el asombro inhibe ésta, puesto que el afectado tan sólo ansía, torpemente, encontrar una maravilla tras otra que le deje con la boca abierta (Lord, 2016LORD, B. 2016. ‘A Sudden Surprise of the Soul’: Wonder in Museums and Early Modern Philosophy. Royal Institute of Philosophy Supplement, 79: 95-116., p. 102).

Un ejemplo de esto, en tiempos de Descartes, sería el de las Wunderkammern, o gabinetes de curiosidades, que a finales del siglo XVI y principios del XVII se diseminaron por Europa. Estas colecciones pertenecientes a ciudadanos pudientes se consagraban a la recopilación de fascinantes rarezas naturales y antropológicas, encontradas en el curso de la conquista del Nuevo Mundo o de los grandes viajes en general, así como a la conservación de diversas obras de artesanía de la más peculiar factura. Sin duda, el pensador francés pudo tener conocimiento de estas colecciones de curiosidades, diseñadas para suscitar una admiración desenfrenada que, como hemos visto, habría de resultarle censurable. Pero, pese a que el asombro cartesiano no conduzca al conocimiento, se ha señalado (Daston; Park, 1998DASTON, L.; PARK, K. 1998. Wonders and the Order of Nature. New York, Zone Books, 511 p., p. 260) lo ambivalente de esta reacción adversa, puesto que los mismos principios de dichos gabinetes, con su voluntaria confusión entre arte y naturaleza, pudieron inspirar la concepción mecanicista a la que se adscribía, entre otros, el pensador francés. Después de todo, para Descartes los autómatas, parte importante de estas Wunderkammern, jugaban un papel heurístico relevante, al contradecir la tajante distinción aristotélica entre lo natural y lo artificioso, lo animado y lo inerte.4 4 Al respecto puede consultarse todo lo relativo a la concepción cartesiana del ser humano, y de los restantes animales, como máquinas: “(…) Deseo, digo, que sean consideradas todas estas funciones sólo como consecuencia natural de la disposición de los órganos en esta máquina; sucede lo mismo, ni más ni menos, que con los movimientos de un reloj de pared u otro autómata, pues todo acontece en virtud de la disposición de sus contrapesos y de sus ruedas. Por ello, no debemos concebir en esta máquina alma vegetativa o sensitiva alguna, ni otro principio de movimiento y de vida” (AT XI, 202, Descartes, 1990, p. 109).

En ese sentido, pues, cabe decir que Descartes acepta la admiración controlada, siempre que no incurra en los excesos del asombro, ni de la curiosidad insaciable. Pero esta admisión no les deja mucho espacio a las pasiones en el campo del conocimiento. En realidad, la admiración es tolerada en la medida en que motiva el surgimiento de la indagación científica, pero a sabiendas de que el progreso del saber conduce a la desaparición de la actitud admirativa (James, 1997JAMES, S. 1997. Passion and Action. The Emotions in Seventeenth-Century Philosophy. Oxford, Clarendon Press, 328 p., p. 191). El ideal cartesiano es, entonces, el de un entendimiento finalmente desapasionado, libre de los errores a los que pueden arrastrarnos las pasiones.5 5 Esa es claramente la concepción cartesiana del conocimiento por lo que respecta a los fenómenos físicos, como deja claro desde el inicio de su ensayo sobre los Meteoros, AT VI, 231, y también lo reitera en § 78 de Las pasiones del alma (AT XI, 386). Para una perspectiva opuesta, véase Prinz, 2013, quien considera que los descubrimientos científicos a menudo son más maravillosos que los misterios que desentrañan.

Más aún, para el pensador francés no es la adquisición de conocimiento, en última instancia, lo que termina disolviendo la admiración. En lugar de ello, es la propia concepción metódica del saber, esto es, las reglas del conocimiento cierto, la que se opone a la admiración de lo desconocido (Renault, 2000RENAULT, L. 2000. Descartes ou la Félicité Volontaire. Paris, PUF, 222 p., p. 44). Tal y como lo formula Descartes ya desde las Reglas para la dirección del espíritu, la admiración va ligada a una consideración de lo que se nos presenta como diferente de lo ya conocido e, inicialmente al menos, como irreductible a nuestro conocimiento (de ahí la extrañeza y sorpresa que suscita lo maravilloso). Pero el método cartesiano parte de lo ya sabido, las naturalezas simples, y ordenadamente apunta a lo que puede ser conocido como algo no tan distinto de lo comprendido de manera evidente.

Las reglas suprimen así toda posible sorpresa, haciendo que por anticipación nada resulte admirable: “(…) ningún conocimiento de las cosas debe considerarse más oscuro que otro, puesto que todos son de la misma naturaleza y consisten en la sola composición de cosas conocidas por sí mismas” (AT X, 427-428, Descartes, 2003DESCARTES, R. 2003. Reglas para la Dirección del Espíritu. Madrid, Alianza, 192 p., p. 147). No en vano nos dice Descartes que su propuesta filosófica es tan fácil como universal, no sólo porque armoniza con nuestras facultades naturales, sino porque se ejerce sobre cualquier objeto y está abierta a cualquier sujeto. Por ello mismo, cabría concluir, el saber cartesiano no tiene nada de admirable (AT VI, 77, Descartes, 1994DESCARTES, R. 1994. Discurso del Método. Madrid, Tecnos, 104 p., p 101).

Admirarse moralmente: una nueva oportunidad

Pese a lo dicho en la anterior sección, donde Descartes parece condenar al ostracismo a la admiración, es posible encontrar en el autor francés notorias excepciones a este radical rechazo. Para empezar por la que quizá es su declaración más contradictoria con lo recién aseverado, cabe mencionar una anotación al margen de uno de sus primeros textos privados, titulado Olímpica, en la que el pensador francés describe un descubrimiento fundamental realizado el 10 de noviembre de 1619, fecha en la que concibió las bases de una ciencia admirable (AT X, 216).

Como se ha señalado (Gouhier, 1958GOUHIER, H. 1958. Les premières pensées de Descartes, contribution à l’histoire de l’anti-renaissance. Paris, Vrin, 168 p., p. 49), con toda probabilidad esa ciencia, de la que poco más se dice en el manuscrito, era un esbozo temprano del método cartesiano que desarrollaría luego en las Reglas y expondría sucintamente en el Discurso. Así pues, parecería que en este caso método y admiración no se oponen, sino que colaboran, dado que es digno de admirar lo mucho que puede progresar la certidumbre con su aplicación al conocimiento.

No obstante, podría pensarse que salvo por este momento inicial e inmaduro, la admiración apenas si concitaría luego el interés del pensador. Pero esto lo desdice el análisis pasional a que se consagró Descartes en sus últimos años, donde dicha afección jugará un papel clave. Y así, en el § 53 de Las pasiones del alma el filósofo francés introduce esta emoción:

Cuando el primer encuentro con algún objeto nos sorprende, porque lo creemos nuevo, o muy diferente de lo que conocíamos antes, o bien de como suponíamos que debía ser, lo admiramos y nos asombramos ante él. Y, como esto puede ocurrir antes de que sepamos de alguna manera si ese objeto nos conviene o no, parece que la admiración es la primera de todas las pasiones (…) (AT XI, 373, Descartes, 2006 DESCARTES, R. 2006. Las Pasiones del Alma. Madrid, Tecnos, 279 p. , § 53).

Y su caracterización no puede ser más potente: la admiración en primera instancia es una emoción corpórea, ligada de manera esencial a lo sensorial, ya que son las cosas maravillosas las que nos hacen mirar fijamente. Como indica Jean-Marie Beyssade, la admiración cartesiana es “el estado de alerta de la primera mirada” (Beyssade, 1983BEYSSADE, J.-M. 1983. Réflexe ou admiration: sur les mécanismes sensorimoteurs selon Descartes. In: J. L. MARION; J. DEPRUN (eds.), La Passion de la Raison: Hommage à Ferdinand Alquié. Paris, PUF, p. 113-130., p. 113). Más aun, también es una afección esencialmente cognitiva, puesto que lo que nos admira lo hace en tanto que resulta desconcertante, bien por su novedad, bien por su incongruencia, no pudiendo remitirnos a la experiencia pasada para comprenderlo. En ese sentido es la primera de las pasiones, porque todas las demás la presuponen (e incorporan) y no hay ninguna previa.

La admiración sería así para Descartes una suerte de estado preparatorio, que nos permite relacionarnos con lo que nos resulta nuevo y que, por lo tanto, todavía no hemos podido evaluar. Todas las demás pasiones le otorgan un valor a los objetos de nuestra experiencia, que nos llevan a evitarlos o buscarlos, pero la actitud admirativa tan sólo nos empuja a prestar atención, antes de saber si lo que experimentamos va a ser bueno o malo para nosotros, sin poder establecer aun asociaciones emocionales o epistémicas con otros sentimientos o suposiciones.

Tal divergencia entre la admiración y las restantes pasiones se evidencia ya desde el plano fisiológico. A diferencia de las otras, donde la dimensión representativa y valorativa va acompañada de cambios en el corazón y en la sangre, en el caso de la admiración las modificaciones son cerebrales, pero no cardiovasculares (AT XI, 350 y 381, Descartes, 2006DESCARTES, R. 2006. Las Pasiones del Alma. Madrid, Tecnos, 279 p., §§ 28 y 71). Esto es lo que se conoce como la tesis somática de la admiración (Kambouchner, 1995KAMBOUCHNER, D. 1995. L’Homme des Passions, v. I: Analytique; v. II: Canonique. Paris, Albin Michel, 1002 p., v. 1, p. 91), es decir, que ésta se parece menos a un proceso intelectual que a un movimiento particular de los espíritus animales, el sutil fluido corporal cartesiano que hoy asimilaríamos a los impulsos nerviosos. De acuerdo con dicha tesis, el movimiento de estos espíritus, que afectarían zonas casi vírgenes del cerebro, sería el responsable de la pasión admirativa: “En lo tocante a la admiración, aunque tenga su origen en el cerebro (…), puede, empero, merced a la impresión que hace en el cerebro, obrar en el cuerpo tanto como cualquier otra de las pasiones (…) (AT IV, 409, Descartes, 1999DESCARTES, R. 1999. Correspondencia con Isabel de Bohemia y Otras Cartas. Barcelona, Alba, 277 p., p. 145, carta a Isabel de Bohemia de mayo de 1646).

En ese sentido, puede decirse que mientras que los cambios en el corazón y en la sangre se relacionan con la bondad o maldad del objeto para el ser humano, los cambios en el cerebro se relacionan con su conocimiento, sin implicar evaluación alguna de su utilidad. La admiración conlleva así un movimiento de los espíritus que garantiza la estabilidad de la impresión presente y busca desalentar cualquier cambio de posición en el cuerpo que impida la captación precisa de lo novedoso e inesperado. Es, pues, una pasión cognitiva que, en virtud de sus características, nos capacita para aprender cosas nuevas, retener lo aprendido en la memoria y mantener la mente centrada, en estado de máxima atención (AT XI, 384, Descartes, 2006DESCARTES, R. 2006. Las Pasiones del Alma. Madrid, Tecnos, 279 p., § 75).

Aunque, teniendo en cuenta lo que acabamos de decir, la admiración no parece encajar todo lo bien que debiera con las restantes pasiones. Descartes la denomina primera, y la incluye junto con otras cinco (el amor, el odio, el deseo, el gozo y la tristeza), como las seis pasiones primitivas, de las que se derivan todas las demás como compuestos o gradaciones en Las pasiones del alma. Pero, dejando de lado las oscilaciones que experimenta dicha enumeración en la correspondencia cartesiana, el caso es que parece evidente que las cinco pasiones mencionadas tras la admiración tienen en cuenta principalmente nuestro bienestar psicofísico, y en ese sentido son subjetivas. El alma las necesita para alejarse de lo dañino y buscar lo beneficioso, pero si la admiración no tiene carácter evaluativo, ¿cómo se relaciona con las demás emociones humanas?

La respuesta a este interrogante nos lo puede dar la propia enumeración, o más bien, el lugar que ocupa la admiración en ella. Si uno atiende a las clasificaciones previas, como la ya mencionada de Tomás de Aquino, advertirá que en éstas es el amor la primera de las emociones (igual sucede, por ejemplo, en Agustín de Hipona), y que la distinción entre los diversos objetos del amor refleja, en realidad, el orden general del universo (del amor a Dios al amor a las creaturas, pasando por el amor al prójimo y a uno mismo). Pero, tales distinciones y jerarquías se modifican radicalmente en la concepción cartesiana, que deja de lado este ordo amoris objetivo para articular subjetivamente la relación que mantenemos con los objetos susceptibles de apasionarnos (Frigo, 2016FRIGO, A. 2016. L’Esprit du Corps. La doctrine pascalienne de l’amour. Paris, Vrin, 295 p., p. 131). En otras palabras, al tomar la admiración el lugar preeminente que el aquinate daba al amor, ya no se trata de reflejar la jerarquía del universo, sino de atender a las relaciones que tenemos con las cosas. Antes que la capacidad de atraernos o repelernos, de lo que se trata es de ver cuán importantes pueden ser para nosotros los objetos y ahí radica el carácter original y máximamente relevante de la admiración. Si algo nos sorprende es porque nos importa, y sólo por eso podemos admirarlo primero, y evaluarlo luego pasionalmente.

En efecto, para desencadenar la admiración lo primero es que el objeto sea novedoso, que ningún recuerdo, ni juicio, parezca emerger del encuentro con el mismo. Nada ha de preceder a la recepción sensible del objeto, que el alma no ha anticipado (Gress, 2013GRESS, Th. 2013. Descartes. Admiration et Sensibilité. Paris, PUF, 168 p., p. 142). Pero también se hace necesario que el objeto nos resulte importante, en su inesperada o inusual apariencia. Por ello, de acuerdo con Descartes esta pasión no tiene opuesto (AT XI, 373, Descartes, 2006DESCARTES, R. 2006. Las Pasiones del Alma. Madrid, Tecnos, 279 p., § 53), o más bien, lo contrario de ella no sería otra pasión, sino un estado de indiferencia sensible comparable a la impasibilidad. Y ésta, al mismo tiempo, sería una forma de desatención, de ahí también que, para el pensador francés, quienes carecen completamente de admiración de ordinario sean muy ignorantes (AT XI, 384-386, Descartes 2006DESCARTES, R. 2006. Las Pasiones del Alma. Madrid, Tecnos, 279 p., §§ 75, 77).

Sin embargo, resulta llamativo en este punto la equiparación entre atención y admiración, puesto que no son exactamente lo mismo para el pensamiento cartesiano (Barrier, 2017BARRIER, Th. 2017. La capture de l’esprit: attention et admiration chez Descartes et Spinoza. Les Études philosophiques, 171(1): 43-58., p. 44). De hecho, en los textos del autor francés la actitud concentrada que resulta de la consideración de un objeto determinado bajo la modalidad admirativa no deja de ser algo pasivo e involuntario (no en vano hablamos de una pasión), mientras que la atención se vincula a un acto voluntario de restricción racional de la comprensión. En realidad, la atención es un elemento central de la epistemología cartesiana, pero para atender a alguna cosa el sujeto ha de realizar un arduo esfuerzo,6 6 Así lo deja patente Descartes en su carta a Mesland del 2 de mayo de 1644 (AT IV, 116) o también en Los principios de la filosofía (AT VIII, 37, Descartes, 1995, I, p. 73). Acerca de la relevancia gnoseológica que para el pensador francés tiene la atención, véase Dubouclez, 2013, p. 331ss). mientras que la admiración involuntaria proporciona un modo fácil y rápido de obtener un estado anímico semejante en ciertos respectos. De todas formas, y aunque la mediación de las emociones permita fijar la atención de un modo más vivo y espontáneo que la voluntad, el ideal cartesiano es el de una relación puramente desapasionada con el conocimiento. Por eso, finalmente, se requiere un acto voluntario para que la admiración no termine en el extremo vicioso del asombro y la curiosidad desmedida. En ese sentido, como se indicó al término de la anterior sección, el entendimiento deja atrás la admiración, superada por un conocimiento metódico sin sorpresas.

Pero la importancia de la pasión admirativa no se agota para Descartes en la epistemología. Pues el pensador francés no sólo reconoce la existencia de cosas admirables en tanto que nos sorprenden por su novedad, sino que también cabe decir que algunas nos maravillan en la medida en que son diferentes stricto sensu de todo lo que hemos conocido antes, esto es, porque son intrínsecamente extraordinarias para el orden del conocimiento humano. Se ha sugerido que esta concepción también podría estar inspirada en Aristóteles, pero no tanto en sus textos metafísicos como en su Poética y Retórica, pues en ellos el filósofo griego señala el carácter maravilloso y placentero de lo verdaderamente extraordinario (Kaposi, 2010KAPOSI, D. 2010. Descartes on the excellent use of admiration. In: M. F. DECKARD; P. LOSONCZI (eds.), Philosophy Begins in Wonder: An Introduction to Early Modern Philosophy, Theology, and Science. Eugene, Picwick, p. 107-118., p. 110). Aunque, de cualquier modo, lo que resulta innegable es que, más allá de la admiración primera, que suscita el mundo natural, hay otra mucho más duradera para Descartes, inagotable en definitiva, procedente tanto del ámbito teológico como de la esfera práctica (Deckard, 2008DECKARD, M. F. 2008. A sudden surprise of the soul: the passion of wonder in Hobbes and Descartes. The Heythrop Journal, 49: 948-963., p. 949).

Y es que al final de su tercera meditación Descartes ya se había referido a aquello que nos resulta propiamente admirable. Así, en dicho pasaje se describe cómo la idea de Dios invita al meditador a detenerse en sus deducciones y a gozar con admiración de la inmensa luz divina:

Pero antes de examinar esto con más cuidado, y de pasar a la consideración de las demás verdades que pueden colegirse de ello, me parece oportuno detenerme algún tiempo a contemplar este Dios perfectísimo, apreciar debidamente sus maravillosos atributos, considerar, admirar y adorar la incomparable belleza de esta inmensa luz, en la medida, al menos, que me lo permita la fuerza de mi espíritu (AT VII, 71, Descartes, 2005 DESCARTES, R. 2005. Meditaciones Metafísicas con Objeciones y Respuestas. Oviedo, KRK, 473 p. , p. 189).

Aquí, a diferencia de lo que sucede en el campo epistémico, la admiración no cesa en ningún momento, dado el carácter realmente extraordinario de la divinidad: su naturaleza es infinita y aunque tengamos una idea de Dios no podemos, realmente, entenderlo. En esa dirección, no cabría ver oposición alguna entre la admiración tributada a lo divino y el carácter metódico del conocimiento. Antes bien, el hecho de que Dios sea siempre admirable para Descartes refleja lo irreductible de la naturaleza divina a cualquiera de las otras cosas que conocemos. Pero no termina ahí la admiración cartesiana pues en el corazón del análisis de la pasión más importante para el pensador francés, la generosidad, resalta nuevamente la actitud admirativa ante el rasgo central de esta pasión-virtud, a saber, el libre arbitrio (AT XI, 445, Descartes, 2006DESCARTES, R. 2006. Las Pasiones del Alma. Madrid, Tecnos, 279 p., § 152). Sea como sea, admirar la libre voluntad no es algo muy distinto de maravillarse ante la perfección divina, ya que, como señala Descartes en multitud de textos, pero de manera destacada en su carta a Mersenne del 25 de diciembre de 1639 (AT II, 628), esto es lo que más nos asemeja a Dios, pues tanto el ser humano como la divinidad poseen una voluntad ilimitada.

Generosidad y admiración: mirar con cuidado al otro

Nuevamente, es en una anotación manuscrita temprana donde puede encontrarse algo muy relevante para el tema de este artículo. En concreto, en sus pensamientos privados (ca. 1619) enumera Descartes tres milagros, dignos de admirar: la creación ex nihilo, Dios hecho hombre y el libre arbitrio (AT X, 218). Y esto vincula con mayor claridad, si cabe, la voluntad humana y la divina, ambas tan semejantes, y por ello igualmente admirables. Ciertamente, en cuanto al entendimiento, Dios y el ser humano son completamente dispares, porque nuestro intelecto es finito y, a diferencia de lo que dijimos en el caso de Aristóteles, ningún esfuerzo intelectual puede asemejarnos a la divinidad. Pero, por lo que respecta a la voluntad, la diferencia ya no puede radicar en la finitud sino, más bien, como señala el propio autor en diversos momentos, en el carácter activo o pasivo de dicha extensión inacabable de la voluntad.

Así, la infinitud del libre arbitrio produce admiración, pero una de tipo duradero, traducible en términos de respeto o veneración. Puesto que, a diferencia de lo que sucede con la concepción más básica de esta emoción, siempre pasajera y ligada al surgimiento de algo repentino y sorprendente, pero no intrínsecamente extraordinario, la admiración que suscita la divinidad y nuestra libre voluntad pueden convertirse en una disposición o en un hábito. Y esto se conecta con la generosidad, principal pasión, a la vez que virtud, para el maduro Descartes:

De este modo creo que la verdadera generosidad, que hace que un hombre se estime hasta el más alto grado en que puede legítimamente estimarse, consiste únicamente, por un lado, en que conoce que nada le pertenece de verdad, salvo esa libre disposición de sus voliciones, y que nada hay por lo que deba ser alabado o censurado, salvo que la utilice bien o mal (…) (AT XI, 445-446, Descartes, 2006 DESCARTES, R. 2006. Las Pasiones del Alma. Madrid, Tecnos, 279 p. , §153).

Pues, como lo formula Jean-Luc Marion, la generosidad se entiende en términos admirativos, pero como una admiración reflexiva, referida al yo. En efecto, lo admirable puede ser externo o interno, y como una de sus modificaciones pasionales le sigue luego la estima o el menosprecio. Estimarse a uno mismo en lo que le es más propio, y nada lo es más que nuestro libre arbitrio, es una forma de admiración tan valiosa como la que nos suscita la divinidad (Marion, 2012MARION, J.-L. 2012. Cuestiones Cartesianas. Buenos Aires, Prometeo libros, 219 p., p. 163). La estima de uno mismo es entonces un tipo de admiración que surge al considerar nuestra grandeza, y en concreto lo más grande que hay en nosotros. Hacerlo correctamente es ser generoso, mientras que estimarse por lo que no depende de uno daría pie a la pasión opuesta, el orgullo.

Como le señala también en una carta del 20 de noviembre de 1647 a la reina Cristina de Suecia, para Descartes nuestro libre arbitrio es lo único que nos pertenece de verdad, y en ese sentido puede constituirse también en nuestro bien supremo (AT V, 82). Ésta es otra forma de indicar que sólo dos cosas son dignas de admiración legitima para el pensador francés, el soberano bien en sí, la divinidad, y el soberano bien para nosotros, esto es, el uso correcto de nuestro libre arbitrio o, también, la pasión-virtud de la generosidad. Y el buen uso de la admiración consiste en saber distinguir lo ordinario de lo extraordinario, es decir, lo que merece nuestra especial atención, que no va a desaparecer a medida que el conocimiento aumenta, y lo que no.

Aquí entra en juego un aspecto muy interesante en la concepción cartesiana del ser humano, generalmente desatendido en las interpretaciones tradicionales de su legado (Brown, 2006BROWN, D. J. 2006. Descartes and the Passionate Mind. Cambridge, Cambridge University Press, 231 p., p. 151). Y es que la tendencia usual es la que nos lleva a concebir la mente cartesiana como auto-transparente y al cogito como dotado de una incorregible autoridad de primera persona cuando accede al conocimiento de sí por medio de la introspección. Y diversas corrientes posteriores, entre ellas la del externismo, han venido revisando críticamente tales asertos, mostrando su carácter problemático y los insolubles enigmas a que se ve abocado el defensor de dicha postura. Sin embargo, desde la perspectiva que estoy exponiendo parece claro que nosotros mismos somos maravillas de la naturaleza y la admiración es la respuesta adecuada al carácter sorprendente, inesperado, extraordinario en último término, del ser humano. En ese sentido, puede decirse que al conocimiento de esta maravilla no se accede de manera directa e irrevisable, en la medida en que nuestro libre albedrío no es susceptible de ser esquematizado y cartografiado del mismo modo en que parece serlo la mente cartesiana (al menos si atendemos a las interpretaciones más extendidas).

Pero hay algo que vale la pena reseñar en este momento, y es que también fisiológicamente la admiración inicial y pasajera se distingue de aquella que forma parte, como un componente esencial, de la generosidad. Así, mientras que la admiración no presenta la curva de aumento inercial en el movimiento de los espíritus animales de todas las demás pasiones, sino que “tiene desde el principio toda su fuerza” (AT XI, 382, Descartes, 2006DESCARTES, R. 2006. Las Pasiones del Alma. Madrid, Tecnos, 279 p., § 72), y va decreciendo luego, conforme cesa el inicial sobresalto del contacto con lo inesperado, no sucede lo mismo en el caso de la pasión generosa. En su lugar, la generosidad presenta un movimiento “firme y constante” de dichos espíritus animales (AT XI, 452, Descartes, 2006DESCARTES, R. 2006. Las Pasiones del Alma. Madrid, Tecnos, 279 p., § 160), que se justifica precisamente por la ausencia de las características fundamentales para la admiración en el plano epistémico, a saber, la sorpresa y la ignorancia. A diferencia pues de este tipo de maravilla pasajera, lo admirable en el generoso, hasta en el plano fisiológico, va ligado de acuerdo con Descartes a la grandeza y rareza de su objeto, la voluntad libre, y no al hecho de que se ponga de manifiesto por primera vez ante nosotros.

Aunque tal diferencia también apunta a otro aspecto central para la moral cartesiana. Si la admiración era la primera de las pasiones porque abría el horizonte emocional del sujeto, al señalar aquello que nos importa, la generosidad es la última, porque nos indica cómo controlar esas pasiones desde el interior de la propia economía emocional, actuando como una suerte de auxiliar de la razón. Frente a otras propuestas, como la estoica, de eliminación de las pasiones o de control directo de las mismas por parte del entendimiento, Descartes que, como le indica a Chanut en carta del 1 de noviembre de 1646 “al examinarlas, las he encontrado buenas casi todas” (AT IV, 538), propende por su equilibrio o contrapeso gracias al buen uso de nuestra voluntad, de la atención y, en últimas, de la admiración legítima. Se trata de darle a cada cosa que nos afecta, incluidos los demás, la importancia correcta, y el ejercicio constante de nuestro libre arbitrio en ese sentido se convierte en un hábito, o lo que los antiguos llamaban, en la estela de la ética aristotélica, una virtud. Por eso la admiración de nuestra grandeza coincide con el despliegue de una virtud que produce, de acuerdo con el pensamiento cartesiano, la máxima beatitud a que podemos aspirar en esta vida, siendo éste el objetivo último de su filosofía moral (AT XI, 453-454, Descartes, 2006DESCARTES, R. 2006. Las Pasiones del Alma. Madrid, Tecnos, 279 p., §161).

De este modo se refuerza, en cierta medida, la crítica a la concepción tradicional de la admiración, que desde Platón y Aristóteles en adelante se centraba en la epistemología, con un ideal de aproximación de nuestro intelecto al de la divinidad como forma de alcanzar la vida feliz que está ausente en Descartes. Pues, sin excluir la mención a Dios, como lo admirable en sí y el modelo de la admiración humana, el centro de los intereses morales del pensador francés es ahora el sujeto, y la perspectiva es la del bien supremo presente, nuestra voluntad libre. Más aún, lo que le interesa a Descartes a la hora de darle toda su importancia a la admiración generosa no es la vertiente teológica, que como vimos aparecía tan sólo momentáneamente en las Meditaciones metafísicas, sino la del generoso mismo y sus relaciones con los otros posibles generosos. Y aquí, de nuevo, encontramos un aspecto poco estudiado en el pensamiento cartesiano, pues si bien suele hablarse del solipsismo metodológico de la epistemología cartesiana, la dimensión social de su moral, claramente abierta a los otros, a los que conozco como tales en tanto que libres como yo, ha pasado prácticamente desapercibida:7 7 Hay algunas excepciones, como el excelente estudio de Pavesi (2008, p. 218s), pero, en general, la cuestión de la relación con los otros generosos, mediante relaciones de amistad (de las que Descartes habla principalmente en su carta a G. Voetius de 1643 y en su epístola a Huygens de enero de 1646), ha sido tan sólo parcialmente abordada en los estudios especializados.

Los que tienen este conocimiento y este sentimiento de sí mismos se persuaden fácilmente de que los otros hombres también pueden tenerlos de ellos mismos, porque en esto nada depende de otros. Por eso nunca menosprecian a nadie (…) porque les parecen muy poco dignas de estima, comparadas con la buena voluntad, por la que únicamente se estiman, y que suponen existir también, o al menos poder existir, en cada uno de los demás hombres (AT XI, 446-447, Descartes, 2006 DESCARTES, R. 2006. Las Pasiones del Alma. Madrid, Tecnos, 279 p. , § 154).

Pues, si bien es cierto que la principal utilidad de las pasiones es la de disponer nuestra alma para que tenga pensamientos que conduzcan a la preservación y bienestar de nuestra unidad corpóreo-mental, de aquí no se deriva necesariamente que la moral cartesiana sea egoísta (Frierson, 2002FRIERSON, P. R. 2002. Learning to love: from egoism to generosity in Descartes. Journal of the History of Philosophy, 40(3): 313-338., p. 316). En sustitución de esta apresurada interpretación, puede insistirse precisamente en uno de los rasgos centrales de la admiración, a saber, su carácter previo a toda evaluación de lo idóneo o dañino del objeto admirado, para desarrollar la potencia de dicha pasión a la hora de establecer relaciones con los otros generosos (Heinämaa, 2017HEINÄMAA, S. 2017. Love and admiration (wonder): fundaments of the self-other Relations. In: J. DRUMMOND; S. RINOFNER-KREIDL (eds.), Emotional Experiences: Ethical and Social Significance. Lanham, Rowman & Littlefield, p. 155-174., p. 166).

En esto consistió, por ejemplo, la fructífera reapropiación del concepto de admiración por parte de la filósofa Luce Irigaray. Y es que para esta autora sería recomendable cultivar la actitud admirativa, precisamente por su carácter no evaluativo, a la hora de relacionarnos con los demás, y con ello trascender las consideraciones de nuestro bienestar personal (Irigaray, 1984IRIGARAY, L. 1984. Éthique de la Différence Sexuelle. Paris, Les Éditions de Minuit, 198 p., p. 74). Lo que propone Irigaray, pues (y que en parte queda apuntado en la obra cartesiana, aunque la autora lo desarrolla mucho más, y en sentidos no contemplados por el pensador francés), es que, en lugar de dirigir la atención admirativa hacia la divinidad, con propósitos principalmente teológicos, la reconduzcamos a los demás seres humanos. Al hacerlo será posible mirar con mucho mayor cuidado a los otros posibles generosos, así como, especialmente, a la forma en que nos relacionamos con ellos cuando establecemos un vínculo amistoso o amoroso (La Caze, 2002LA CAZE, M. 2002. The encounter between wonder and generosity. Hypatia, 17(3): 1-19., p. 5). Este sería el último fruto de una admiración cartesiana que si bien rompe con la tradición lo hace para reformular un concepto valioso y darle un sentido no pensado por los filósofos que le precedieron.

Conclusión

La revisión del papel de la admiración en la obra de Descartes no podría resultar más sorprendente o, por qué no decirlo, admirable. Si en primera instancia la actitud cartesiana puede parecer la de un rechazo radical y un corte neto con la tradición filosófica, una atención más cuidadosa revela perspectivas insospechadas para dicho concepto en la obra del pensador francés. Es claro que el método de Descartes excluía la admiración, tras un primer momento de necesario interés y sorpresa, de su concepción del conocimiento y, en ese sentido, se oponía a la lectura platónica y aristotélica de esta emoción como motor del saber y de la vida feliz del intelectual. Sin embargo, en la moral cartesiana esta pasión cobra toda su vigencia, convirtiéndose en la primera emoción y en el componente fundamental de la última y más importante, la generosidad (como lo es también, no lo olvidemos, de todas las demás pasiones).

La admiración juega así un papel central para Descartes, entendida como valoración de lo auténticamente extraordinario, Dios y nosotros, en tanto que voluntades libres. Y esta interpretación, novedosa en relación con las lecturas tradicionales de dicha emoción, permite no sólo caracterizar el nuevo ideal de vida feliz del individuo cartesiano, sino abrir también la puerta a una ampliación amistosa o amorosa de la existencia del generoso. Descartes no sólo nos invita a admirar correctamente nuestra libre voluntad, aquello en lo que nos asemejamos realmente a Dios, sino también a atender a los otros con idéntica atención desinteresada y, en ese sentido, la moral cartesiana sigue siendo admirable.

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NOTAS

  • 1
    Una experiencia semejante, que en su caso caracteriza siguiendo a Romain Rolland como un “sentimiento oceánico”, relata Pierre Hadot en una hermosa entrevista (Hadot, 2009HADOT, P. 2009. La Filosofía como Forma de Vida. Barcelona, Alpha Decay, 266 p., p. 25).
  • 2
    Citaremos a DescartesDESCARTES, R. 1996. Œuvres Complètes. Paris, Vrin, 7900 p. de ahora en adelante siguiendo la edición de sus obras completas realizada por Charles Adam y Paul Tannery (AT), con la cifra romana indicando el volumen y el número de página en arábigo, y a continuación, si procede, con la referencia en español empleada.
  • 3
    Sin que ello suponga el fin de la admiración como motor del conocimiento, ni siquiera en nuestros días. Puede consultarse, por ejemplo, Dawkins, 2000DAWKINS, R. 2000. Unweaving the Rainbow: Science, Delusion and the Appetite for Wonder. Boston, Mariner Books, 354., como un famoso contraejemplo.
  • 4
    Al respecto puede consultarse todo lo relativo a la concepción cartesiana del ser humano, y de los restantes animales, como máquinas: “(…) Deseo, digo, que sean consideradas todas estas funciones sólo como consecuencia natural de la disposición de los órganos en esta máquina; sucede lo mismo, ni más ni menos, que con los movimientos de un reloj de pared u otro autómata, pues todo acontece en virtud de la disposición de sus contrapesos y de sus ruedas. Por ello, no debemos concebir en esta máquina alma vegetativa o sensitiva alguna, ni otro principio de movimiento y de vida” (AT XI, 202, Descartes, 1990DESCARTES, R. 1990. El Tratado del Hombre. Madrid, Alianza, 120 p., p. 109).
  • 5
    Esa es claramente la concepción cartesiana del conocimiento por lo que respecta a los fenómenos físicos, como deja claro desde el inicio de su ensayo sobre los Meteoros, AT VI, 231, y también lo reitera en § 78 de Las pasiones del alma (AT XI, 386). Para una perspectiva opuesta, véase Prinz, 2013PRINZ, J. 2013. How Wonder Works. Disponible en: http://www. aeonmagazine.com/oceanic-feeling/why-wonder-is-the-most-human-of-allemotions . Consultado el: 25 de enero de 2020.
    http://www. aeonmagazine.com/oceanic-fee...
    , quien considera que los descubrimientos científicos a menudo son más maravillosos que los misterios que desentrañan.
  • 6
    Así lo deja patente DescartesDESCARTES, R. 1996. Œuvres Complètes. Paris, Vrin, 7900 p. en su carta a Mesland del 2 de mayo de 1644 (AT IV, 116) o también en Los principios de la filosofía (AT VIII, 37, Descartes, 1995DESCARTES, R. 1995. Los Principios de la Filosofía. Madrid, Alianza, 482 p., I, p. 73). Acerca de la relevancia gnoseológica que para el pensador francés tiene la atención, véase Dubouclez, 2013DUBOUCLEZ, O. 2013. Descartes et la voie de l’analyse. Paris, PUF, 395 p., p. 331ss).
  • 7
    Hay algunas excepciones, como el excelente estudio de Pavesi (2008PAVESI, P. 2008. La Moral Metafísica. Pasión y Virtud en Descartes. Buenos Aires, Prometeo libros, 278 p., p. 218s), pero, en general, la cuestión de la relación con los otros generosos, mediante relaciones de amistad (de las que Descartes habla principalmente en su carta a G. Voetius de 1643 y en su epístola a Huygens de enero de 1646), ha sido tan sólo parcialmente abordada en los estudios especializados.

Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    22 Nov 2021
  • Fecha del número
    2021

Histórico

  • Recibido
    17 Oct 2020
  • Acepto
    07 Dic 2020
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