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NACIONES: SURGIMIENTO, AUGE ¿Y OCASO?

Imagine there’s no countries

It isn’t hard to do

Nothing to kill or die for

John Lennon, Imagine

En uno de los libros más leídos en la última década, Yuval Noah Harari busca explicar el auge del occidente europeo “¿Qué potencial desarrolló Europa a principios del período moderno que le permitió dominar el mundo moderno tardío? Hay dos respuestas complementarias a esta pregunta: la ciencia moderna y el capitalismo.” Podría agregarse a esta contestación, los estados nacionales, pensados como la síntesis de una organización social que llevó siglos de desarrollo en Europa. Harari no discrepa en lo sustantivo:

“Los chinos y los persas no carecían de inventos tecnológicos como las máquinas de vapor (que se podían copiar libremente, o comprar). Carecían de los valores, mitos, aparato judicial y estructuras sociopolíticas que tardaron siglos en cobrar forma y madurar en Occidente, y que no podían copiarse ni asimilarse rápidamente. Francia y Estados Unidos siguieron con celeridad los pasos de Gran Bretaña porque los franceses y los estadounidenses ya compartían los mitos y estructuras sociales más importantes de los británicos. Los chinos y los persas no pudieron darles alcance con tanta rapidez porque pensaban y organizaban sus sociedades de manera diferente.”3 3 Harari, Yuval Noah De animales a Dioses. Breve historia de la humanidad, Buenos Aires, Penguin-Random House, 2016. ambas citas en p. 312.

Más allá del uso de terminologías, los fundamentos de una sociedad liberal: derechos individuales, igualdad ante la ley, ciudadanía, soberanía popular, división de poderes, representación política, equilibrios y contrapesos en el poder; las bases de una economía capitalista; y el desarrollo de la ciencia moderna forman parte de una construcción ideológica que está indisolublemente asociada al surgimiento de las modernas naciones. Desde luego, existen enormes variaciones en la forma que éstas adoptaron, y muchos de esos rasgos pueden no estar presentes o desaparecer por largos períodos, sin que deje de existir el Estado nación. Pero su construcción, iniciada como sugiere Harari por Inglaterra en el siglo XVII y seguida paulatinamente por buena parte del mundo occidental entre el último cuarto del siglo XVIII y el siguiente, se caracterizó por su vínculo al liberalismo, al capitalismo, y a una forma de entender la naturaleza y la sociedad que se expresa en la ciencia moderna.4 4 Un clásico sobre el aspecto político, R. R. Palmer, The Age of Democratic Revolution. A political History of Europe and America, 1760-1800, Princeton University Press, 1959-64. Seguramente, esto se debe a que liberó la posibilidad de que los individuos humanos potenciaran su capacidad creativa y a la vez mantuvieran los lazos solidarios que aseguraran la cohesión social.

Más allá de esta consideración, lo cierto es que este constructo ideológico que son los Estados nación ha tenido un éxito tan grande que no solo se ha transformado en la forma en que tienden a organizarse en la actualidad todas las sociedades humanas, sino que inclusive nos inclinamos a pensar el pasado como sí sus organizaciones políticas fueran nacionales, en el sentido moderno. Incluso, proyectamos hacia el pasado a las modernas naciones, en contextos totalmente diversos. Clanes, tribus, confederaciones tribales, etnías, ciudades estados, reinos, imperios, monarquías absolutas y monarquías compuestas, etc., respondían a lógicas sociales diferentes y no pudieron competir con la exitosa organización de los Estados modernos una vez que éstos se consolidaron. En sus disputas entre sí tendieron a avasallar otras formas de institucionalidad social, las que, más rápido que tarde, buscaron ir adoptando estructuras organizativas como las de sus rivales para poder competir con suerte con ellos. Desde luego, aún hoy muchas veces la estructura nacional esconde mal la supervivencia de otras concepciones del orden social que resisten con considerable éxito la penetración de la “modernidad”; pero aún así, deben adaptarse a un orden global dominado por naciones.

Iberoamérica ocupa un lugar particular en este proceso. Aquí, la intención de conformar Estados nacionales evolucionó con cierta naturalidad y en líneas generales, de manera simultánea a Europa occidental. Fue, sin embargo, un proceso largo, complejo y trabajoso, como también lo fue en muchas partes de Europa; obviamente en Italia y Alemania, pero también en España y en otros reinos en los que costó desarrollar las formas políticas y administrativas de las modernas naciones. En América, como también en los antecedentes inglés y francés, los proyectos nacionales fueron consecuencia de los cambios políticos.

Como ha mostrado largamente la historiografía, las disputas interimperiales presionaron de las monarquías absolutas, que debieron potenciar los recursos que obtenían de sus reinos para hacerles frente. Para ello era necesario unificar y centralizar las administraciones de las monarquías compuestas y sociedades corporativas, reinos bajo un mismo monarca que mantenían sus identidades y regulaciones propias, y grupos sociales con privilegios al margen del poder del Rey.

Se ha discutido si debe verse el proceso como el surgimiento de naciones, o la disolución de imperios. Es lo mismo ¿Que otro resultado pudo tener la disolución de los imperios en el “largo siglo XIX” que el surgimiento de naciones? Las fuerzas actuantes eran las mismas, y, según los casos, pueden haber tenido más o menos influencia. La crisis del orden imperial, la construcción de nuevas formas de legitimidad política, la necesidad de asociarla a la identidad poniendo a la Nación por arriba de los reinos y dominios, las corporaciones y cualquier alternativa identitaria; la disrupción del orden social que se reconstruyó sin alterar las jerarquías, pero sobre nuevas concepciones del orden social. En palabras del colombiano José María Samper:

“Aquí tenéis los papeles que prueban que sois bien nacidos: leedlos para que estiméis a vuestros mayores. Pero os aconsejo que no hagáis ningún caso de ellos. Esta tierra es y ha de ser una república, y cada día será más democrática. Tratad de crearos nuevas ejecutorias con la honradez, el trabajo y el patriotismo, que han de valeros más que estos papeles”.5 5 Samper, José María, Historia de mi alma, Memorias íntimas de historia contemporánea escritas por José María Samper, 1834-1881, Bogotá, 1881, pp. 8-9, citado por Halperín, Tulio, Letrados y Pensadores. El perfilamiento del intelectual latinoamericano del siglo XIX, Buenos Aires, Emecé, 2013, pp. 359-360.

La disolución de los imperios no era evitable porque estaba en la lógica del desarrollo imperial que, para reforzar sus propias bases, debía transformarse en nación. Fue este proceso de mutación el que llevó a los imperios a su crisis. La lucha interimperial fue forzando la reestructuración de los reinos con el propósito de obtener más recursos y así potenciar su capacidad combativa. La creciente centralización creó tensiones y conflictos que fueron delimitando territorios; los metropolitanos pudieron integrarse o no, en el ciclo reino absolutista-nación. Pero las distantes posesiones coloniales, o se transformaban en auténticas colonias dominadas por la metrópoli en condiciones de dependencia, o, cuando sus clases dirigentes y en buena medida el resto de la población se consideraron súbditos con similares derechos a los metropolitanos, estallaban.

Los sectores con capacidad de influir fuertemente el orden social, noblezas y burguesías, resistieron las presiones impositivas y la desaparición de sus privilegios. La secuencia revolucionaria de Inglaterra del siglo XVII marcó el proceso; solo la reforma política logró crear los consensos necesarios para la reforma administrativa. Tanto allí como en Estados Unidos y luego en Francia, fue la presión impositiva lo que terminó por disparar el proceso de cambio político. Las monarquías ibéricas debieron seguir el camino de reformas para preservar algo de su antiguo poder. Y tanto por estar sometidas al mismo proceso centralizador, como por el contagio de ideas de las vecinas naciones en formación, la reforma política fue cobrando también allí urgencia.6 6 La relación entre el surgimiento de nuevos horizontes de ideas y los conflictos de intereses dentro de las monarquías absolutas no es, desde luego, ni simple ni unidireccional. Hobbes, Locke, Hume, Franklin, Jeffeson, Thomas Paine, Voltaire, Rousseau, Montesquieu, Floridablanca, Campomanes, Jovellanos, Pombal, Cairú, seguramente deben tanto a genealogías de ideas como a las circunstancias en que vivieron. Para hacerla efectiva, era necesario incorporar al ejercicio del mando a las clases socialmente poderosas, y crear un sustrato identitario común que ofreciera un lugar, aunque solo fuera simbólico, a la gente del común.

Así, cuando en su disputa por poder con la monarquía absoluta fue surgiendo la noción de la soberanía popular,7 7 Para el caso anglosajón, Edmund S. Morgan, La invención del Pueblo. El surgimiento de la soberanía popular en Inglaterra y Estados Unidos, Buenos Aires, Siglo XXI, 2006, para el Francés, Piere Rosanvallon, La consagración del ciudadano, México, Instituto Mora, 1999. fue necesario definir un territorio y una población como límites de la ciudadanía. Los súbditos de un rey pueden estar dispersos por el globo, como lo estaban los de sus majestades británica ó católica. Pero a la hora de definir los derechos ciudadanos, razones concretas hacían difícil igualarlos en distantes latitudes. Y sin igualdad de derechos, no hay unidad nacional. Los ingleses no podían otorgar ciudadanía plena a los colonos norteamericanos, y estos, naturalmente, rechazaron la idea de “representación virtual”.8 8 Bernard Bailyn, The Ideological Origins of the American Revolution; Harvard Univerity Press, 1992, Gordon S. Wood, La revolución norteamericana, Barcelona, Mondadori, 2003.

Otra cara del problema era preservar una identidad colectiva en sociedades que iban derivando hacia costumbres, hábitos y “culturas” diferentes. Mutuos prejuicios hacían cada vez menos posible crear bases comunes para una nación.

La revolución norteamericana impactó sobre las colonias españolas en América, como lo muestran, por ejemplo, las figuras de Antonio Nariño, Servando Teresa de Mier y Francisco Miranda y la temprana traducción del Comon Sense de Paine en Caracas.9 9 Sobre Nariño, Marco Palacio y Franck Safford, Colombia, País fragmentado, sociedad dividida, Bogotá. Grupo editorial Norma, 2002, esp. capt. VI y pasim; sobre Mier, Alicia Tecuanhuey Sandoval y Carlos Eduardo Rivas Granados, “Common Sense en el pensamiento independentista de Mier”, en Historia Mexicana. vol.67 no.3, 2018, sobre Miranda Allan R. Brewer Cárias, “Thomas Paine y Francisco de Miranda, El Common Sense y su influencia en Venezuela” en Rafael Badell Madrid, Enrique Urdaneta Fontiveros y Salvador Yannuzzi Rodríguez, Libro Homenaje al Doctor Luis Cova Arria; Caracas, Academia de Ciencias políticas y sociales, 2020. Por su parte, dentro del mundo ibérico los impulsos por reformar la monarquía abrían las perspectivas sobre su transformación en naciones modernas. El proceso duraría más de un siglo; pero mucho antes, el impacto de las guerras napoleónicas quitó la contención a las ideas liberales en los imperios ibéricos, lo que derivó en dos procesos divergentes a ambos lados del Atlántico.

Para Portugal, el traslado de la monarquía implicó un cambio en las relaciones imperiales y el surgimiento de formulas políticas novedosas en la península al calor de las guerras. En el caso español, en América, el colapso de la monarquía impulsó el protagonismo de las dirigencias locales. En Europa, a un dificultoso predominio de los principios de reforma profunda. Cuando estos se concretaron en la Constitución de 1812, la intención de incluir a los americanos: “La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”; no pudo ser acompañada con equiparación de derechos ciudadanos; con una representación en cortes que fuera aceptable para ellos.10 10 Bartolomé Clavero, José María Portillo, Marta Lorente, Pueblos, nación, constitución (en torno a 1812), Vitoria-Gasteiz (España): Ikusager, 2004, José María Portillo Valdés, Crisis atlántica: autonomía e independencia en la crisis de la monarquía hispana, Madrid, Marcial Pons, 2006. Roberto Breña, El primer liberalismo español y los procesos de emancipación de América 1808-1824: una revisión historiográfica del liberalismo hispánico, México DF, El Colegio de México, 2006, Manuel Chust Calero, La cuestión nacional americana en las Cortes de Cádiz, UNED-UNAM, Valencia, 1998; Facundo Lafit, “El liberalismo peninsular ante la «cuestión americana»”, Historia Contemporánea 46, 2012. Podían convivir en una monarquía compuesta, pero al ir cambiando las formas en que se entendía el orden socio-político la convivencia se hizo más difícil. Así lo analizó ya en el siglo XIX el español Rafael María Labra: “La unidad de España con los reinos de América, posible bajo el absolutismo, era incompatible con el régimen representativo, y con la igualdad completa de los ciudadanos”.11 11 Citado Por Bartolomé Mitre, Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana, en Obras Completas, 1938, T. I p. 116. De este modo, las revoluciones políticas en España y América pusieron en marcha el proceso de formación de naciones a ambos lados del atlántico. Al igual que en el caso de la corona británica, la escala imperial no era adecuada para las nuevas formas de la política.12 12 Canadá, Nueva Zelanda y Australia adoptaron una vía alternativa. Mientras pudieron ser gobernadas como colonias, siguieron dentro del Imperio Británico. Cuando esto ya no fue posible, adquirieron forma de nación adoptando a la vez un imaginativo mecanismo que permitió preservar una laxa unión imperial.

Por lo demás, también aquí la conformación de la identidad local en América fue un factor tan importante como la dificultad de encontrar una formula adecuada de integración política. En los hechos, a la caída de la monarquía hispana por la acción de las fuerzas francesas las dirigencias locales en América iniciaron caminos de transformación del orden en las principales ciudades que, independientemente de cual fuera su propósito original, derivaron inevitablemente en revoluciones.13 13 Jeremy Adelman, Sovereignty and revolution in the Iberian Atlantic, Princeton, Princeton U.P., 2006. Si su intención fue más una transformación del orden sociopolítico que la construcción de naciones, la lógica de los procesos derivó inevitablemente en ello como lo testimonia el Himno Nacional adoptado en mayo de 1813 en el Río de la Plata: “Se levanta a la faz de la tierra, una nueva y gloriosa nación...”. Unificando reforma política e identidad nacional, la Asamblea que lo adoptó buscó “inspirar el inestimable carácter nacional, y aquel heroísmo y ambición de gloria que ha inmortalizado a los hombres libres”, y así lo comunicó el triunvirato gobernante a los gobernadores intendentes. Estos versos debían motivar a los ciudadanos y las tropas en la lucha por su revolución.14 14 Esteban Buch, O juremos con gloria morir: historia de una épica de Estado, Buenos Aires, Sudamericana, 1994, la cita de la Asamblea en pg. 14. Si la libertad y la igualdad podían significar mucho para las dirigencias, para las mayorías sociales eran referencias muy abstractas en sociedades que por naturaleza eran segmentadas y restrictivas.15 15 Desde luego, la libertad sí significaba mucho para las poblaciones esclavizadas, pero esa libertad sería mucho más lenta en llegar. En cambio, la referencia a la patria, identidad local frente al otro, aunque fuera súbdito del mismo monarca y feligrés del mismo Dios, era un sentimiento más fácilmente motivador. Las guerras de independencia, a la vez que desarticulaban las estructuras sociales, creaban la oportunidad para gestar nuevas identidades, o potenciar identidades ya existentes.

Como ya se señaló, el proceso, sin embargo, fue largo y complejo. En cualquier contexto el derrumbe de la autoridad obligaba a crear nuevas fuentes de legitimidad, que requerían también redefinir las jerarquías espaciales, y ambas dimensiones del problema se entrecruzaban. La idea de “una” nación y “un” pueblo chocaba con la vocación autonómica de las dirigencias de cada uno de “los pueblos”, las ciudades, expresada en sus corporaciones urbanas, los cabildos. El dilema de como la soberanía popular se traducía en la conformación efectiva de un gobierno fue un problema arduo que llevaría un siglo resolver, y siempre con cierta precariedad. Lograr una articulación territorial que fuera generalmente aceptada también generó disputas en todas partes.16 16 Marcelo Carmagnani, (coordinador), Federalismos latinoamericanos. Brasil México, Argentina, Mexico, Fondo de Cultura Económica, 1993; José Carlos Chiaramonte, Ciudades, provincias, Estados: Orígenes de la nación argentina, Buenos Aires, Emecé, 1997, Ibid., Raíces históricas del federalismo latinoamericano, Buenos Aires, Sudamericana, 2016. La fragmentación del espacio americano era inevitable porque la escala continental no era apta para el estado nación, como vieron los propios contemporáneos:

“Si consideramos el diverso origen de la asociación de los estados, que formaban la monarquía española, no descubriremos un solo título por donde deban continuar unidos, faltando el Rey, que era el centro de su anterior unidad [...] Es una quimera pretender que todas las Américas españolas formen un solo estado. ¿Cómo podríamos entendernos con las Filipinas de quienes apenas tenemos otras noticias que las que nos comunica una carta geográfica? ¿Cómo conciliaríamos nuestros intereses con los del reino de México? Con nada menos se contentaría éste, que con tener estas provincias en clase de colonias ¿pero qué americano podrá hoy día reducirse a tan dura clase? [...] Pueden pues las provincias obrar por sí solas su constitución y arreglo, deben hacerlo porque la naturaleza misma les ha prefijado esta conducta, en las producciones y límites de sus respectivos territorios; y todo empeño, que les desvíe de este camino es un lazo, con que se pretende paralizar el entusiasmo de los pueblos hasta lograr ocasión de darles un nuevo señor [...]”17 17 Gaceta de Buenos Aires, N° 27, 06/12/1810, citada por Joao Pimenta, Estado y nación hacia el final de los imperios ibéricos. Argentina y Brasil, 18008-1828, Buenos Aires, Sudamericana, 2011, p. 67. .

Los territorios de las nuevas naciones serían influidos por raíces sociales prehispánicas, estructuras socioeconómicas y políticas coloniales y el fluir de los acontecimientos. En ciertas áreas, como Paraguay, México o Chile, la tradición parece haber facilitado la unificación identitaria, lo que de ninguna manera implicó que no hubiera conflictos interregionales. En otras, como el Río de la Plata o Nueva Granada, la evolución de los acontecimientos jugó un papel importante en definir los contornos. En Brasil, un territorio extenso, pero más interconectado, es posible que la continuidad monárquica y la vía moderada de un reformismo progresivo hayan facilitado que las fuerzas centrípetas se sobrepusieran a las centrífugas.

Si los conflictos y la renovación ideológica de Europa crearon las condiciones para que los americanos se embarcaran en unas revoluciones que terminarían llevando a su fragmentación e independencia, cuando ésta finalmente se hizo inevitable en la mayoría de los nuevos territorios las naciones tardarían en consolidarse. Las dirigencias revolucionarias esperaban fundar el gobierno en los citados principios liberales, pero las mayorías sociales pudieron ser volcadas más fácilmente a enarbolar la defensa de la patria que a abandonar la idea de un gobierno paternal en favor de los derechos ciudadanos.18 18 Alejandro, Agüero, “Ancient Constitution or paternal government? Extraordinary powers as legal response to political violence (Río de la Plata, 1810-1860)”, en Max Planck Institute for European Legal History, Research papers series, 2016-10, accesible on line. En muchos espacios la primera mitad del siglo XIX transcurrió sin que lograran asentarse los nuevos estados nación sobre bases sólidas. Más allá de las disputas territoriales entre ellas, que continuarían en algunos casos una vez consolidadas las naciones, las nuevas unidades políticas en formación lograron su reconocimiento externo en un contexto en el que el orden mundial se hacía crecientemente inter-nacional, pero pocas lograron avanzar más allá.

Los proyectos centralizadores de nación de la década de 1820 preveían un orden político y social de base republicana19 19 Hilda Sabato: Repúblicas del Nuevo Mundo, El experimento político latinoamericano del siglo XIX. Buenos Aires, Sudamericana, 2021. (monarquía constitucional en Brasil), manteniendo las formas deferenciales de la cohesión social.20 20 Adelman, op. cit, capt. 9. Pero solo en Brasil y Chile este modelo logró imponerse, no sin cierto esfuerzo. El primero tuvo una evolución particular, aunque en cierta forma paralela a la de sus vecinos.21 21 Pimenta, op. cit. La gran conmoción napoleónica y el traslado de la corona de Braganza dieron lugar a una situación tan inédita como la caída de la corona española. Más allá de las diversas y fracasadas especulaciones imperiales e insurgentes que involucraron a los dos reinos ibéricos y sus posesiones americanas,22 22 Marcela Ternavasio, Candidata a la corona, La infanta Carlota Joaquina en el laberinto de las revoluciones latinoamericanas, Buenos Aires, Siglo XXI, 2015. el imperio portugués debió resolver su propia crisis. Luego de las guerras napoleónicas, la restauración monárquica no pudo evitar las reformas liberales. Y también aquí éstas eran inviables en una unidad trasatlántica. Primero fue Portugal que demandó el retorno del monarca para dar eficacia al gobierno local portugués. Y despues fue Brasil que requirió su propio monarca, para no estar sometido al poder portugués. El gran peso socioeconómico de Brasil, que, además, por el traslado de la corona, contaba con su propia corte, derivó en una subdivisión imperial menos conflictiva que en Hispanoamérica. Primero sería declarado un reino en igualdad de condiciones con Portugal y Algarve, y más tarde la sucesión dinástica le daría su independencia. La sobrevivencia monárquica en Brasil, en el contexto de las restauraciones en Europa, permitió una transición más moderada hacia la consolidación de la nación brasilera. Diversas razones, que han sido largamente discutidas, evitaron la fragmentación territorial, si bien las tendencias centrifugas no estuvieron ausentes. Lo cierto es que, como monarquía constitucional primero, y tardíamente como república, Brasil desarrolló su propio proceso de formación nacional iberoamericano.

En América Hispana las guerras de independencia y las disputas en las elites sobre la territorialidad y el acceso al poder en el nuevo orden abrieron la puerta para la participación popular, poniendo en entredicho las formas liberales.23 23 Eduardo José Míguez, “Guerra y Orden social en los orígenes de la Nación Argentina, 1810 - 1880”, en Anuario IEHS, Nº 18, 2003. En Chile el predominio de Santiago y su puerto Valparaíso, y la dinámica de su guerra de independencia limitaron la conmoción social, logrando acrisolar su formación nacional más rápido que en otras partes de Hispanoamérica. Paraguay desarrolló una forma peculiar que combinó la liturgia republicana con un gobierno paternalista, forjando una identidad nacional sin que las formas liberales fueran más allá de la formalidad.24 24 Si bien esto no fue tan excepcional, y fenómenos similares pueden verse en otras partes, Paraguay es particular por su estabilidad y por la temprana identificación nacional del fenómeno. Cada proceso tuvo sus senderos propios, marcados por la vocación republicana, solidamente instalada como proyecto desde la década de 1820, y como estructura política dominante desde mediados de siglo.25 25 Sobre las formas de la republica en América Hispana, Hilda Sabato, op cit, una discusión de la periodización se propone en Eduardo José Míguez, “Ensayo analítico sobre Repúblicas del Nuevo Mundo, El experimento político latinoamericano del siglo XIX de Hilda Sabato”, Investigaciones y Ensayos, vol. 1, Nº 72, 2021.

En las restantes tierras que fueran dominios españoles no se logró establecer un orden político estable hasta mediados de siglo. Los contornos del mapa hispanoamericano se definieron en líneas generales en las dos décadas posteriores a la independencia, en tanto las estructuras político-administrativas de las naciones de manera más variada según los casos, pero se consolidaron en todas partes en la segunda mitad del siglo. Y para entonces varias cosas habían cambiando. La influencia de un liberalismo conservador, expresado, por Benjamín Constant y Destutt de Tracy y los ideologues, y del modelo norteamericano, sobre todo en la versión presentada por Tocqueville y en la teoría constitucional de Joseph Story, fueron dando cuerpo a una forma algo distinta de pensar el sistema institucional. Y la influencia del romanticismo incorporó el concepto de nacionalidad al de Nación.

Para el caso del Río de la Plata, que conozco mejor, Bartolomé Mitre expresa de manera acabada la nueva, y ahora sí exitosa, tendencia. Para él, la nacionalidad era una construcción de la sociedad y se remontaba todo a lo largo del proceso de ocupación de los territorios que serían la Nación Argentina. Con los hechos de Mayo, su parto tenía fecha en 1810. Decompuesto el antiguo orden en la década de 1820 emergerían “los caudillos”, que expresaban formas primitivas de la nacionalidad, pero obstruían su consolidación en las modernas instituciones políticas de las naciones organizadas. Y esta debía ser la obra de las dirigencias políticas románticas en las que él ocupó un lugar prominente.26 26 Eduardo José Míguez, Bartolomé Mitre, entre la Nación y la historia, Buenos Aires, Edhasa, 2018.

La caída de Rosas en 1852 dio inicio a un trabajoso proceso de construcción nacional. La Constitución de la Confederación Argentina (todas las provincias de entonces menos Buenos Aires) de 1853, la de Buenos Aires, de 1854, y la incorporación de Buenos Aires a la Constitución de la ahora República Argentina de 1860, marcaron un amplio consenso en la forma institucional, aunque no lograron resolver el problema de la legitimidad de origen de los gobiernos. Confrontaciones y acuerdos entre las provincias fueron dando lugar al predominio del Estado nacional sobre los provinciales, consolidado en 1880.27 27 Eduardo José Míguez, Los trece ranchos. Las provincias, Buenos Aires, y la organización de la nación argentina, 1840-1880, Rosario, Prohistoria, 2021. En otras latitudes, las formas institucionales y la cronología de los procesos fueron diferentes, pero entre 1850 y las tres décadas siguientes la geografía nacional americana quedó básicamente definida.

Continuemos con Río de la Plata para reconsiderar la cuestión de la nacionalidad. El sentimiento de autonomía social, de diferenciación de lo americano de lo europeo, de identidad local, que prevalecieron tras la revolución, no creaban una identidad colectiva como lo haría la idea fuerza de la identidad nacional. Muchos indicios sugieren que entre las dirigencias argentinas este sentimiento nacional se gestó de manera bastante temprana, pero es dudoso que esa identidad fuera la base del orden social y político en las mayorías sociales aún entre las décadas de 1850 hasta finales de siglo.28 28 Si bien existen algunos avances significativos (por ejemplo, Lilia Ana Bertoni, Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas. La construcción de la nacionalidad argentina a fines del siglo XIX, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2001), aún nos falta una historia más acabada de la forma en que se fue construyendo en el largo siglo XIX la identidad nacional generalizada argentina, y como fue cobrando la centralidad que adquiriría en el siglo XX. Más bien, pareciera que las dirigencias lograron, ahora con éxito, reestablecer una jerarquía social que permitió la consolidación del orden republicano.29 29 Beatriz Bragoni, Eduardo José Míguez y Gustavo Paz (directores), Las dirigencias políticas argentinas de la organización nacional, Buenos Aires, Edhasa, en prensa. Y trabajosamente, éste se iría transformando para incluir al “pueblo de la nación”, cuyo protagonismo en el siglo XX es indudable. Lo mismo ocurrió, con sus tiempos específicos, en las otras naciones de América, y en buena parte del mundo. Y así, en el curso de la segunda mitad del siglo XIX se consolidaron los Estados nacionales como conjunción de institucionalidad e identidad en América.30 30 La peculiaridad de esta combinación respecto de formas políticas previas ha sido destacada, entre otros, por Benedict Anderson, Comunidades imaginadas: reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo; México, Fondo de Cultura Económica, 1993 y Eric Hobsbawn, Naciones y nacionalismos desde 1780, Barcelona, Crítica, 2004.

La interpretación de la formación de las naciones iberoamericanas presentada hasta aquí, ha surgido de la revisión crítica de la historiografía nacionalista que acompañó al proceso de consolidación de la nación. Como vimos en el caso de Mitre, se construyó una historia que naturalizaba la nacionalidad y el proceso de construcción nacional los que, según ella, emergían como el resultado lógico de unas formas sociales que estaban inscriptas en la naturaleza misma de las cosas. Además de Mitre, autores como Federico Bauza en Uruguay, Lucas Alamán en México, Barros Arana en Chile, para citar solo algunos, a la vez que tomaron intensa parte en la construcción política de sus respectivas naciones contribuyeron a sentar las bases de una historiografía que contribuía al mismo fin. Una intensa crítica historiográfica en las últimas décadas ha buscado desnaturalizar las naciones, mostrando la complejidad, y en cierta forma, aleatoriedad de los resultados.31 31 Las contribuciones de José Carlos Chiaramonte han sido fundamentales, por ejemplo, El mito de los orígenes en la historiografía latinoamericana, Buenos Aires, Cuadernos del Instituto Ravignani, Nº 2. Una inteligente revisión para el Río de la Plata y Brasil en Pimenta, op. cit., especialmente la Primera Parte; ver también Fernando Devoto “La construcción del relato de los orígenes en Argentina, Brasil y Uruguay. Las historias nacionales de Varnhagen, Mitre y Bauzá”, en Carlos Altamirano y Jorge Myers Historia de los intelectuales en América Latina I: La ciudad letrada, de la conquista al modernismo, 2008. Naciones que no estaban destinadas a ser, si no que se fueron creando de forma trabajosa y enmarañada, influidas por la evolución de las circunstancias.

“Toda verdadera historia es historia contemporánea”, proponía Benedetto Croce, en una célebre proposición. No hay duda de que la historiografía nacionalista del siglo XIX a la que aludimos cumplía acabadamente el precepto; una historia nacional al servicio de la construcción de las naciones. Cabe, entonces, la pregunta: ¿Cual es el significado contemporáneo de esta nueva historiografía crítica? ¿Cual es la funcionalidad de las interpretaciones que cuestiona la naturalidad de las naciones?

Sin duda, hoy somos más concientes que nuestros colegas de un siglo y medio atrás de que nuestros textos de historia no son solo el resultado de nuestras investigaciones, si no también de nuestros paradigmas y de nuestros interrogantes. Por cierto, hay un propósito a veces explícito en el diseño de una labor historiográfica. Elocuente es el ejemplo de la notable colección titulada “La construcción de Europa”, promovida y publicada por un consorcio de editoriales de diferentes países de la Unión Europea. Destacados historiadores bucean en el pasado de Europa Occidental buscando elementos comunes en los más variados temas; los campesinos (Werner Rösener), las revoluciones (Charles Tilly) la familia (Jack Goody), la población (Massimo Livi Bacci), incluso las naciones (Hagen Schulze), etc. El prefacio del Jacques Le Goff no deja dudas de que se trata de un esfuerzo conciente (y quizás menos convincente aún que las historias nacionales) por construir un pasado para la recién creada Unión. La alusión de Le Goff a “los europeos” propone un dar contenido identitario a un gentilicio colectivo. Si los excelentes tomos de historia no logran dar la impresión de un pasado común, más que a la diversidad de las sociedades que intenta aunar (muchas veces también lo eran las que terminaron conformando las identidades nacionales), seguramente se explica porque la identidad europea ha sido, hasta el presente, una débil competencia a la de las naciones que la conforman. Incluso, en los propios tomos de la colección, es frecuente que las referencias espaciales deriven de las modernas naciones, aún referidas a períodos en que estas no existían ni remotamente.

Otras vertientes de la historiografía presente, que en un provocador artículo han sido llamadas posnacionales, y que entre otras formas, son caracterizadas como transnacional, global, mundial o conectada, se proponen “sobre todo desnaturalizar la nación como forma hegemónica de organizar el espacio y prestar atención a “estructuras de sentimientos” que unen a personas a unidades geográficas mayores o menores que la nación”.32 32 La caracterización como posnacional en Omar Acha, “Transnacional y global: la critica del concepto de historia ante la emergencia de la historiografía posnacional”; la cita viene de Florencia Peyrou y Darina Martykanova, “Presentación”, pp. 14-15, ambos en Ayer. Revista de Historia Contemporánea, 94/2014 (2), número dedicada a la historia trasnacional. Más que instar a la búsqueda de nuevas identidades, como la europea, se limitan a llamar la atención sobre otras formas que preexistían o coexistían con las nacionales. Así, la llamada “Global History” y sus numerosas vecinas,33 33 Una copiosa bibliografía en el texto citado de Acha. aparecen como el complemento a la deconstrucción de la nación natural, que han emprendido las historiografías locales.

En el libro citado al inicio de este texto, y en otros posteriores, Harari se aventura en algo que los historiadores sabemos por experiencia muy peligroso. Intentar presentar imágenes del futuro a través de la dinámica del pasado, más remoto y más reciente. Algo que sin duda hemos aprendido los historiadores es que, en la gran mayoría de los casos, cuando los hombres creyeron entender la lógica de la historia y a través de ella pretendieron predecir el rumbo del futuro, se equivocaron. Escribir historia para un mundo posnacional presupone pensar en la transición hacia un mundo que nos es desconocido. Bajo el nuevo dominio de la informática y las comunicaciones ¿Son los Estados nacionales los espacios adecuados para la regulación de los mercados, incluyendo entre ellos de manera destacada el de trabajo, que da lugar al drama migratorio contemporáneo y el empleo a distancia a través de las fronteras? ¿Qué significan las barreras nacionales cuando un grupo de Whatsapp, o Instagram o Tweeter, mantiene en un fluido contacto, más que diario, instantáneo, a personas en cualquier lugar del globo? Si estas y muchas otras preguntas similares sugieren que las naciones están destinadas a mermar el dominio absoluto de los ordenes sociales que las caracterizó en el siglo pasado, qué y cómo se las sucederá; cómo y en qué tiempos será la presumible transición, son cosas que no podemos ni adivinar.

Aún sin intentar avanzar en una predicción como los arriesgados textos de Harari, ¿Hay algo que los historiadores hayamos aprendido sobre el pasado que guíe nuestros estudios presentes, para hacer nuestra historia más actual? Una vía quizás fructífera proviene de una de esas profecías no cumplidas. Marx suponía que el progreso de las fuerzas productivas entraba en tensión con las relaciones sociales de producción, lo que provocaba los cambios en la estructura social. Dicho en un lenguaje más cotidiano, que el cambio tecnológico era el motor que lleva a las transformaciones del orden social. Que esto haya sido siempre así, y que podamos deducir una ley general es algo que no vale la pena discutir aquí. Pero desde la revolución industrial, el cambio tecnológico, que con anterioridad a ella los economistas llamarían una variable exógena al sistema productivo (algo que ocurre con independencia de su dinámica), se ha vuelto endógena en el capitalismo, ya que el cambio tecnológico forma parte de la competencia inter-empresaria. La constante renovación de la producción desde entonces ha llevado a que en las últimas décadas la previsión marxista parezca encontrar asidero. Si hasta aquí los Estados nacionales fueron un ámbito apropiado al desarrollo, pareciera que la dinámica tecnológica va poniendo en duda que lo sigan siendo.

Para pensar este cambio puede resultar útil volver a mirar los orígenes del Estado nacional. Las instituciones y las ideologías liberales estaban ya disponibles entre los siglos XVII y XVIII, pero para plasmarse en una realidad eficaz requirieron de la construcción de la nacionalidad. Las tensiones en un sistema institucional no producen por si solas su transformación. La eficacia de los Estado-nación derivó de su capacidad para construir una identidad simbólica que sustentase su novedosa arquitectura ideológica y legislativa. Y la identidad nacional fue su sustento. A mediados del siglo XIX Marx soñaba con que la identidad de clase fuera la base del cambio del orden social. Sin duda, ella tuvo un fuerte impacto en el siglo posterior, pero, en definitiva, nunca se sobrepuso por sobre la nacionalidad.

No hay duda que la llamada globalización pone en entredicho la continuidad de ese predominio en el futuro, y algunos historiadores han asumido perspectivas que apuntan a rumbos diferentes. Textos como el de Harari abren horizontes para concebir la humanidad como unidad. Esta línea de síntesis histórica, pensada en el muy largo plazo y en todo el globo, indaga en la relación entre la naturaleza humana y la evolución histórica, donde lo muy antiguo, lo primitivo, forma parte de una continuidad con el presente. Rompe así con el muy justificado prejuicio de excluir lo biológico del análisis histórico. Despues del racismo del siglo XIX, y de su trágica vinculación al nacionalismo en el XX, la historia, y las ciencias sociales en general, adoptaron un comprensible rechazo a indagar en el vinculo entre biología y sociedad. Lo que esta línea de reconstrucción del pasado propone, en cambio, toma ese vínculo en un sentido exactamente opuesto al del racismo. Los rasgos propios del animal humano aparecen como un sustrato común al desarrollo social, base para una identidad colectiva que subsume las experiencias étnicas en una historia común.34 34 Recuérdese que, en su versión inglesa, el libro citado de Harari se titulaba: Sapiens. A brief history of humanity”. En la misma línea, ver los también influyentes libros de Jared Diamond; entre otros, Armas, gérmenes y acero. La sociedad humana y sus destinos, Madrid, Debate, 2007. Con todo el atractivo de estos libros muy bien escritos, sin embargo, solo son por ahora consumos para personas con educación sofisticada.

Las naciones han sido y aún siguen siendo los territorios, reales y simbólicos del orden político y de las identidades dominantes para las mayorías sociales, y es improbable que esto cambie en el corto plazo. Más allá de las múltiples identidades que cada uno asume, la referencia política principal sigue siendo la nación. El problema de legitimar un poder que sea auténticamente supranacional choca con los nacionalismos que en lo que va de este siglo, no han hecho más que reverdecer, como muestran discursos como el de Jair Bolsonaro en Brasil, Donald Trump en Estados Unidos, Vladimir Putin en Rusia, Marine Le Pen en Francia, Thiery Baudet en Holanda, Norbert Hofer en Austria y tantos otros. Recurrir a la identidad nacional para legitimarse y oponerse a una paulatina pérdida de poder por las dirigencias locales ha sido un recurso eficaz, como muestra la historia del Brexit. Si el futuro nos depara una historia posnacional, la deconstrucción del poder nacional y el orden inter-nacional será posiblemente más larga y compleja que su construcción.

En ese contexto, ¿Qué implica estudiar el origen y la consolidación de las naciones? Creo que los historiadores podemos asumir una tarea limitada; poner esas naciones en su real contexto histórico. Lejos de ser realidades continuas e invariables, como se ve en temas como la Argentina o la Colombia prehispánicas o coloniales, o el Brasil anterior a la conquista portuguesa, tal como solían aparecer en la historiografía nacional, son construcciones recientes y algo fortuitas. Su notorio éxito se debió al potencial de combinar la capacidad de albergar a la vez instituciones adecuadas para resolver las demandas del mundo en el que se desarrollaron, y poderosas identidades que le permitieron consolidar sus órdenes políticos. Pero, así como resultaron funcionales recién desde los siglos XVIII y XIX, pueden dejar de serlo en el XXI. Pensar la transitoriedad de la institucionalidad y la identidad nacionales contribuye a ampliar el horizonte de posibilidades que el mundo actual nos ofrece. Es más difícil, en cambio, prever los rumbos por los que se han de encaminar. Si podemos entrever la creciente necesidad de ampliar a escala mundial muchas de las regulaciones que hoy dependen de las naciones, no resulta para nada evidente cuales serán las nuevas identidades que sirvan de base a un orden político más global. Esto sugiere que el estudio de la construcción de identidades es una vía que aún promete amplio terreno de trabajo para los historiadores. Estudiar en el pasado aquello que nos desconcierta en el presente.

Por otro lado, es útil pensar el cambio institucional del pasado en relación a lo que nos aguarda. En la interpretación de Adelman,35 35 Adelman, Sovereignty and revolution Op. Cit. fue la violencia de la contrarrevolución lo que engendró la revolución. Cierto o no, es evidente que en el presente la amenaza de cambio ha generado reacciones que en sí mismas implican transformaciones dramáticas. Los ejemplos citados de redivivo nacionalismo advierten que el debilitamiento de la funcionalidad de las naciones puede generar, como ocurrió con los imperios en los siglos XVIII y XIX, intentos exasperados por consolidar sus formas institucionales. El nacionalismo enfático puede ser la reacción a las perspectivas de cambio en el orden mundial, y las esperanzas de una transición pacífica pueden ser tan ilusorias como lo fueron dos siglos atrás. Algo de incalculable peligro con el actual potencial de violencia de nuestra especie humana. Los historiadores del futuro deberán lidiar con esos problemas. Pensar la construcción de las naciones y de un orden inter-nacional, tal como surgió esencialmente en los siglos XIX y XX, puede ser una vía para avanzar en reflexiones con miras a una historia posnacional, si es que, en efecto, hacia ella nos moviéramos.

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  • 3
    Harari, Yuval Noah De animales a Dioses. Breve historia de la humanidad, Buenos Aires, Penguin-Random House, 2016. ambas citas en p. 312.
  • 4
    Un clásico sobre el aspecto político, R. R. Palmer, The Age of Democratic Revolution. A political History of Europe and America, 1760-1800, Princeton University Press, 1959-64.
  • 5
    Samper, José María, Historia de mi alma, Memorias íntimas de historia contemporánea escritas por José María Samper, 1834-1881, Bogotá, 1881Samper, Jose Maria, Historia de mi alma, Memorias intimas de historia contemporanea escritas por Jose Maria Samper, 1834-1881, Bogota: 1881, pp. 8-9, citado por Halperín, Tulio, Letrados y Pensadores. El perfilamiento del intelectual latinoamericano del siglo XIX, Buenos Aires, Emecé, 2013, pp. 359-360.
  • 6
    La relación entre el surgimiento de nuevos horizontes de ideas y los conflictos de intereses dentro de las monarquías absolutas no es, desde luego, ni simple ni unidireccional. Hobbes, Locke, Hume, Franklin, Jeffeson, Thomas Paine, Voltaire, Rousseau, Montesquieu, Floridablanca, Campomanes, Jovellanos, Pombal, Cairú, seguramente deben tanto a genealogías de ideas como a las circunstancias en que vivieron.
  • 7
    Para el caso anglosajón, Edmund S. Morgan, La invención del Pueblo. El surgimiento de la soberanía popular en Inglaterra y Estados Unidos, Buenos Aires, Siglo XXI, 2006, para el Francés, Piere Rosanvallon, La consagración del ciudadano, México, Instituto Mora, 1999.
  • 8
    Bernard Bailyn, The Ideological Origins of the American Revolution; Harvard Univerity Press, 1992, Gordon S. Wood, La revolución norteamericana, Barcelona, Mondadori, 2003.
  • 9
    Sobre Nariño, Marco Palacio y Franck Safford, Colombia, País fragmentado, sociedad dividida, Bogotá. Grupo editorial Norma, 2002, esp. capt. VI y pasim; sobre Mier, Alicia Tecuanhuey Sandoval y Carlos Eduardo Rivas Granados, “Common Sense en el pensamiento independentista de Mier”, en Historia Mexicana. vol.67 no.3, 2018, sobre Miranda Allan R. Brewer Cárias, “Thomas Paine y Francisco de Miranda, El Common Sense y su influencia en Venezuela” en Rafael Badell Madrid, Enrique Urdaneta Fontiveros y Salvador Yannuzzi Rodríguez, Libro Homenaje al Doctor Luis Cova Arria; Caracas, Academia de Ciencias políticas y sociales, 2020.
  • 10
    Bartolomé Clavero, José María Portillo, Marta Lorente, Pueblos, nación, constitución (en torno a 1812), Vitoria-Gasteiz (España): Ikusager, 2004, José María Portillo Valdés, Crisis atlántica: autonomía e independencia en la crisis de la monarquía hispana, Madrid, Marcial Pons, 2006. Roberto Breña, El primer liberalismo español y los procesos de emancipación de América 1808-1824: una revisión historiográfica del liberalismo hispánico, México DF, El Colegio de México, 2006, Manuel Chust Calero, La cuestión nacional americana en las Cortes de Cádiz, UNED-UNAM, Valencia, 1998; Facundo Lafit, “El liberalismo peninsular ante la «cuestión americana»”, Historia Contemporánea 46, 2012.
  • 11
    Citado Por Bartolomé Mitre, Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana, en Obras Completas, 1938, T. I p. 116.
  • 12
    Canadá, Nueva Zelanda y Australia adoptaron una vía alternativa. Mientras pudieron ser gobernadas como colonias, siguieron dentro del Imperio Británico. Cuando esto ya no fue posible, adquirieron forma de nación adoptando a la vez un imaginativo mecanismo que permitió preservar una laxa unión imperial.
  • 13
    Jeremy Adelman, Sovereignty and revolution in the Iberian Atlantic, Princeton, Princeton U.P., 2006.
  • 14
    Esteban Buch, O juremos con gloria morir: historia de una épica de Estado, Buenos Aires, Sudamericana, 1994, la cita de la Asamblea en pg. 14.
  • 15
    Desde luego, la libertad sí significaba mucho para las poblaciones esclavizadas, pero esa libertad sería mucho más lenta en llegar.
  • 16
    Marcelo Carmagnani, (coordinador), Federalismos latinoamericanos. Brasil México, Argentina, Mexico, Fondo de Cultura Económica, 1993; José Carlos Chiaramonte, Ciudades, provincias, Estados: Orígenes de la nación argentina, Buenos Aires, Emecé, 1997, Ibid., Raíces históricas del federalismo latinoamericano, Buenos Aires, Sudamericana, 2016.
  • 17
    Gaceta de Buenos Aires, N° 27, 06/12/1810, citada por Joao Pimenta, Estado y nación hacia el final de los imperios ibéricos. Argentina y Brasil, 18008-1828, Buenos Aires, Sudamericana, 2011, p. 67.
  • 18
    Alejandro, Agüero, “Ancient Constitution or paternal government? Extraordinary powers as legal response to political violence (Río de la Plata, 1810-1860)”, en Max Planck Institute for European Legal History, Research papers series, 2016-10, accesible on line.
  • 19
    Hilda Sabato: Repúblicas del Nuevo Mundo, El experimento político latinoamericano del siglo XIX. Buenos Aires, Sudamericana, 2021.
  • 20
    Adelman, op. cit, capt. 9.
  • 21
    Pimenta, op. cit.
  • 22
    Marcela Ternavasio, Candidata a la corona, La infanta Carlota Joaquina en el laberinto de las revoluciones latinoamericanas, Buenos Aires, Siglo XXI, 2015.
  • 23
    Eduardo José Míguez, “Guerra y Orden social en los orígenes de la Nación Argentina, 1810 - 1880”, en Anuario IEHS, Nº 18, 2003.
  • 24
    Si bien esto no fue tan excepcional, y fenómenos similares pueden verse en otras partes, Paraguay es particular por su estabilidad y por la temprana identificación nacional del fenómeno.
  • 25
    Sobre las formas de la republica en América Hispana, Hilda Sabato, op cit, una discusión de la periodización se propone en Eduardo José Míguez, “Ensayo analítico sobre Repúblicas del Nuevo Mundo, El experimento político latinoamericano del siglo XIX de Hilda Sabato”, Investigaciones y Ensayos, vol. 1, Nº 72, 2021.
  • 26
    Eduardo José Míguez, Bartolomé Mitre, entre la Nación y la historia, Buenos Aires, Edhasa, 2018.
  • 27
    Eduardo José Míguez, Los trece ranchos. Las provincias, Buenos Aires, y la organización de la nación argentina, 1840-1880, Rosario, Prohistoria, 2021.
  • 28
    Si bien existen algunos avances significativos (por ejemplo, Lilia Ana Bertoni, Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas. La construcción de la nacionalidad argentina a fines del siglo XIX, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2001), aún nos falta una historia más acabada de la forma en que se fue construyendo en el largo siglo XIX la identidad nacional generalizada argentina, y como fue cobrando la centralidad que adquiriría en el siglo XX.
  • 29
    Beatriz Bragoni, Eduardo José Míguez y Gustavo Paz (directores), Las dirigencias políticas argentinas de la organización nacional, Buenos Aires, Edhasa, en prensa.
  • 30
    La peculiaridad de esta combinación respecto de formas políticas previas ha sido destacada, entre otros, por Benedict Anderson, Comunidades imaginadas: reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo; México, Fondo de Cultura Económica, 1993 y Eric Hobsbawn, Naciones y nacionalismos desde 1780, Barcelona, Crítica, 2004.
  • 31
    Las contribuciones de José Carlos Chiaramonte han sido fundamentales, por ejemplo, El mito de los orígenes en la historiografía latinoamericana, Buenos Aires, Cuadernos del Instituto Ravignani, Nº 2. Una inteligente revisión para el Río de la Plata y Brasil en Pimenta, op. cit., especialmente la Primera Parte; ver también Fernando Devoto “La construcción del relato de los orígenes en Argentina, Brasil y Uruguay. Las historias nacionales de Varnhagen, Mitre y Bauzá”, en Carlos Altamirano y Jorge Myers Historia de los intelectuales en América Latina I: La ciudad letrada, de la conquista al modernismo, 2008.
  • 32
    La caracterización como posnacional en Omar Acha, “Transnacional y global: la critica del concepto de historia ante la emergencia de la historiografía posnacional”; la cita viene de Florencia Peyrou y Darina Martykanova, “Presentación”, pp. 14-15, ambos en Ayer. Revista de Historia Contemporánea, 94/2014 (2), número dedicada a la historia trasnacional.
  • 33
    Una copiosa bibliografía en el texto citado de Acha.
  • 34
    Recuérdese que, en su versión inglesa, el libro citado de Harari se titulaba: Sapiens. A brief history of humanity”. En la misma línea, ver los también influyentes libros de Jared Diamond; entre otros, Armas, gérmenes y acero. La sociedad humana y sus destinos, Madrid, Debate, 2007.
  • 35
    Adelman, Sovereignty and revolution Op. Cit.

Datas de Publicação

  • Publicação nesta coleção
    23 Maio 2022
  • Data do Fascículo
    2022

Histórico

  • Recebido
    01 Abr 2022
  • Aceito
    21 Abr 2022
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