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Economía, educación, regulación y mercado: una convivencia difícil

Economy, education, regulation and the market: a difficult relation

Resúmenes

El artículo repasa los análisis del paradigma dominante de la administración y la economía en sus modos de abordar la educación. Como consecuencia de esas líneas de investigación surgieron las propuestas de cambios en la forma de regular y asignar los recursos sectoriales. Su sustento es la ausencia de incentivos para mejorar la calidad. De allí que insistan en mecanismos que comprenden desde las formas descentralizadas hasta la mercantilización total. En el primer caso, se promueven mecanismos que pueden atraer a distintos tipos de audiencia, pero por motivos - y alcances - muy diferentes. En el segundo, la acción estatal se limitaría a fijar algunas pocas normas, pero no más.

Rol del Estado en la educación; economía y administración; descentralización


This paper reviews the analyses of the prevailing paradigm in administration and economics in their approach to education. Deriving from these investigation lines, some proposals were created for changes in the regulation and assignment of resources to education. These proposals, founded on the lack of financial support to enhance quality, show some persistence on mechanisms that range from decentralized strategies to total mercantilization. In the first case, some mechanisms are created to attract different kinds of public, but for different reasons and with different kinds of reach. In the second case, State action would be limited to the establishment of a few rules.

the role of the State in education; economics and administration; decentralization


DOSSIÊ

CULTURA, REGULAÇÃO E COESÃO SOCIAL: PASSADO E PRESENTE DA ESCOLA PÚBLICA

Economía, educación, regulación y mercado: una convivencia difícil

Economy, education, regulation and the market: a difficult relation

Alejandro Mordochowicz

RESUMEN

El artículo repasa los análisis del paradigma dominante de la administración y la economía en sus modos de abordar la educación. Como consecuencia de esas líneas de investigación surgieron las propuestas de cambios en la forma de regular y asignar los recursos sectoriales. Su sustento es la ausencia de incentivos para mejorar la calidad. De allí que insistan en mecanismos que comprenden desde las formas descentralizadas hasta la mercantilización total. En el primer caso, se promueven mecanismos que pueden atraer a distintos tipos de audiencia, pero por motivos - y alcances - muy diferentes. En el segundo, la acción estatal se limitaría a fijar algunas pocas normas, pero no más.

Palabras-claves: Rol del Estado en la educación; economía y administración; descentralización.

ABSTRACT

This paper reviews the analyses of the prevailing paradigm in administration and economics in their approach to education. Deriving from these investigation lines, some proposals were created for changes in the regulation and assignment of resources to education. These proposals, founded on the lack of financial support to enhance quality, show some persistence on mechanisms that range from decentralized strategies to total mercantilization. In the first case, some mechanisms are created to attract different kinds of public, but for different reasons and with different kinds of reach. In the second case, State action would be limited to the establishment of a few rules.

Key words: the role of the State in education; economics and administration; decentralization.

Aunque lo ha negado sistemáticamente, la economía tiene una vocación normativa. La rama que vincula y aplica sus análisis a la educación no escapa a esa tendencia. Si bien los primeros análisis tenían por objetivo resolver temas del crecimiento económico y del funcionamiento de los mercados laborales, rápidamente esos análisis mostraron que había un campo descuidado y, por lo tanto, inexplorado.

Desde entonces, prácticamente no hubo aspecto educativo que no haya sido estudiado por los economistas. El denominador común de las investigaciones es el (mejor) modo de asignar los recursos para obtener el máximo provecho de la inversión realizada. Como el financiamiento es el resultado de las políticas seguidas, es inevitable que los corolarios de las investigaciones, aunque no siempre explícitos, se refieran a esas mismas políticas.

La mayoría de sus aportes soslaya determinantes de otra índole que no sean los que sustentan su discurso. No en vano, la dimensión que domina esas contribuciones es la de la eficiencia. Lo cual no estaría mal si no fuera porque deja de lado que ése no es un objetivo en sí mismo sino un (deseable) requisito de los procesos.

Este trabajo repasa algunas de las líneas de investigación más significativas de la administración y de la economía de la educación. Esta revisión permitirá observar, a su vez, el origen de algunos de los debates más controvertidos sobre políticas educativas de las últimas décadas.La intervención estatal en educación

La intervención estatal en educación

A partir de los sesenta, los estudios referidos al aporte de la educación al crecimiento económico contribuyeron a afianzar, en gran medida, la percepción de la importancia de la inversión sectorial. Esos análisis repercutieron en los países occidentales, promoviendo un incremento de los recursos para aumentar la cobertura de los sistemas educativos. La visión dominante era que la educación iba a ser el instrumento que, junto con el crecimiento del sector industrial, permitiría el desarrollo de los países, haría evolucionar a la sociedad política hacia la democracia y sería el canal de movilidad social basado en la capacidad y el esfuerzo.

Pero, aun siendo muy importante, esto por sí solo no justifica la intervención estatal en el sector. La alimentación, por ejemplo, podría considerarse tanto o más necesaria que la educación y su producción se rige por mecanismos de mercado. Debían hallarse los motivos económicos que sustentaran la inversión estatal. Entre otras propiedades, la educación tiene la característica de generar fuertes externalidades positivas. Estas se verifican cuando la provisión de un bien (o servicio) tiene consecuencias beneficiosas no sólo para la gente que lo compra o recibe sino, además, para otras personas. Por ejemplo, cuando una persona se vacuna contra una enfermedad contagiosa, está beneficiando también a la gente con la cual interactúa porque reduce el riesgo de que se contagie la enfermedad. En lo que respecta a la educación, los economistas reconocen una variada gama de externalidades; tanto económicas como extra económicas.

Respecto de la gran cantidad que podrían citarse de estas últimas, se puede destacar que una persona educada se encuentra en mejor posición para conocer e invocar sus derechos pues tiene mayor capacidad para acceder a información, tomar una posición, agruparse con otros en busca de objetivos colectivos, participar en el cambio político, demandar rendición de cuentas o presionar al gobierno para que provea recursos para algún objetivo dado, la cohesión social, la transmisión de valores democráticos y la reducción del crimen (Robeyns, 2005). Además, los beneficios no monetarios de la educación no son sólo sociales sino, también, individuales. Entre los principales se han verificado relaciones positivas entre la educación de una persona y su estado de salud y el de su familia; la escolarización recibida por sus hijos y su influencia en las elecciones vinculadas con la fertilidad, etc. (Wolfe y Zuvekas, 1995).

Por su parte, en su faz económica, también puede interesar desde una perspectiva individual o una colectiva. Entre otras cosas, poseerla aumenta las posibilidades de que una persona encuentre y tenga trabajo, la torna menos vulnerable a cambios coyunturales en el mercado laboral y/o le permite tomar mejores decisiones como consumidor. Respecto de su rol social, se considera que la productividad de un trabajador en una fábrica, por ejemplo, no depende sólo de sus competencias sino de la de sus compañeros de trabajo, la mayor formación de la fuerza de trabajo promueve el crecimiento económico y permite influir a una generación sobre los logros y la productividad de generaciones venideras.

Si los bienes que generan externalidades positivas -como la educación- fueran provistos sólo por el mercado, se correría el riesgo de que la inversión resultase menor a la socialmente deseable. Esto es así ya que los agentes velarían sólo por invertir hasta el límite en que el bien o servicio en cuestión le genera beneficios a ellos y/o su familia. Sólo los espíritus altruistas -al menos en el caso educativo-aceptarían asignar mayores recursos por los beneficios sociales que genera.

En función de estas consideraciones, aquéllas constituyen la principal justificación que, desde la teoría económica tradicional, se otorga a la intervención del Estado en la educación: sólo de ese modo, y no de otro, se puede garantizar la promoción de esas externalidades.

Como se puede ver, en el marco de la teoría económica tradicional, la necesidad de la intervención del Estado -y la propia naturaleza de lo público-se determinan en un plano puramente teórico y se explican como un residuo de las fallas o problemas que muestran los mercados privados para alcanzar una asignación eficiente de los recursos. En otras palabras, el orden natural está dado por el mercado y las acciones del Estado son necesarias sólo para corregir las eventuales distorsiones provocadas por el sector privado.

La centralización

En general, en América Latina, esa intervención adoptó la forma de una administración centralizada. Su sustento se puede encontrar en diversos factores concurrentes: entre ellos, brevemente, podemos recordar la necesidad de fijar criterios comunes para la formación de la ciudadanía cuando se constituyeron los Estados Nacionales, la integración política, la posibilidad brindada por la creciente urbanización, las economías de escala y las ventajas atribuidas, en su momento, a las formas de organización burocrática en la administración.

Desde un punto de vista práctico, uno de los motivos de la centralización es la creencia de que un órgano central puede hacer mejor las cosas. En el caso de la administración educativa, y con una normativa de cuya aplicación neutral surge que los resultados deben ser aceptados por las diferentes partes -la administración central, la escuela y todos los actores del sistema-, esa convicción se presenta de modo tal que tradicionalmente se ha visualizado que ninguna de ellas puede hacerlo mejor. Simultáneamente, las desventajas de la eventual discrecionalidad de la decisión son tales, que la norma se presenta como el mejor árbitro.

La profusión de regulaciones durante el desarrollo de los sistemas educativos significó que, aunque parezca contradictorio, en la administración haya muy pocas dimensiones donde se tomen decisiones de modo centralizado, independientemente de si el centro de decisión está en el gobierno nacional o en los gobiernos subnacionales, que en estos casos actúan como nuevos centros. Se acata -o no- una norma, pero no es que en la cúspide de la escala jerárquica se adoptan cursos de acción. La norma impone reglas de juego pero no siempre le están dadas al funcionario las posibilidades de modificarlas. En el mejor de los casos, puede proponer cambios e interpretarlos y esto, muchas veces, no sin conflictos o controversias. Por eso es posible encontrar procedimientos que prevén hasta el más mínimo detalle.

En las organizaciones burocráticas, se sustituye el compromiso que supone e implica la toma de decisiones por el acatamiento de normas escritas o estándares que han funcionado en el pasado. En lugar de "racionalidad sustantiva" hay "racionalidad de procedimiento" (Pfeffer, 1993). En las organizaciones donde los modelos de decisión son del tipo racional, se entiende que hay objetivos a cumplir y los medios por los cuales se llevan a cabo son congruentes con aquellos (Pfeffer, 1993).

De forma contrapuesta, en las organizaciones burocrático-legales se mantiene la racionalidad en tanto se cumplen las normas que guían los procesos; pero esas decisiones son neutrales. Es esencial a este tipo de organizaciones que no haya discrecionalidad en la decisión. Claro que las normas no tienen por qué ser siempre neutrales; su aplicación lo es o debería ser; pero no necesariamente el modo en que se llega a ellas. La mayor parte de los procesos de la administración educativa (sobre todo los referidos al trabajo docente), responde a este patrón. Por eso, cuando lo que impera es la obligación del acatamiento a los resultados derivados de los procesos que se llevan a cabo según las normas, incluso el concepto de centralización es dudoso ya que la única decisión y, a veces ni siquiera eso, es la de la prosecución (o postergación) de un proceso dado; pero no más.

Si se tienen en cuenta estas características, la administración deviene en un acto operativo, ejecutivo, más que de decisión. Al menos en teoría, la competencia de cada órgano es la de velar por el cumplimiento de la norma. Por eso, tanto para la autoridad central como para la escuela, los recursos humanos se encuentran dados. Frente a ello, el concepto de centralización se torna equívoco pues aquél supone un sujeto que toma decisiones. Como señala Gimeno (2005), esto hace que parezca que, "en buena medida, el gobierno del sistema escolar pueda funcionar sin ser gobernado". En consecuencia, por ejemplo, para los ministerios o autoridades centrales, a pesar de ser los organismos con mayor personal en sus Estados y con uno de los mayores presupuestos, la posibilidad de decidir sobre sus recursos humanos es más bien limitada. Más aún, hasta su propio crecimiento, también desde un punto de vista teórico o del planeamiento educativo, está determinado por un agente exógeno: la cantidad de alumnos.

Que este modo de funcionamiento se considere usualmente centralizado, se debería a que la centralización se encuentra íntimamente asociada a la formalización; es decir, a las reglas y procedimientos (Hall, 1983). Así, una organización puede ser objeto de un proceso descentralizador pero, si sus decisiones se encuentran preprogramadas por las reglas vigentes, se estaría en presencia, en rigor, de una estructura muy similar a una organización y administración centralizada. Aunque intuitivamente contradictorio, la experiencia estaría demostrando que la descentralización no es incompatible con fuertes marcos regulatorios; es decir, con altos niveles de formalización.

Evidentemente se presenta una potencial tensión entre formalización y descentralización. Pero el problema no reside en la formalización en sí misma, sino en el espacio que brinda (o limita) para la toma de decisiones. No está de más recordar que las reglas son necesarias para ordenar y explicitar los medios por los cuales se alcanzan determinados objetivos. Esas normas -y su cumplimiento- son las que contribuyen a la conformación de un sistema, en nuestro caso, educativo (Gimeno, 2005). Pretender su desaparición raya con el desconocimiento de lo que son las organizaciones. En la administración docente, por ejemplo, la definición de requisitos mínimos para el ejercicio de la profesión docente, atañe a la (necesaria y deseable) potestad reguladora del Estado. El problema se suscita cuando de cada una de las actividades de esa administración comienza a afirmarse algo similar.

No obstante los logros y ventajas que supuso en su momento la administración centralizada, esta forma organizacional ha ido complejizándose, deteriorándose y/o mostrando serias limitaciones para la prosecución de los objetivos de eficiencia, equidad y calidad. En un contexto en que la descentralización educativa constituye una tendencia firme en la región, resulta oportuno analizar algunos de esos obstáculos.

Los problemas de esa intervención

1. Los derivados de la centralización

La percepción de que las organizaciones también enfrentan problemas y que, de modo similar al mercado, también fallan, llevó a los analistas a interrogarse sobre los motivos por los que existen, siendo que éstas tampoco operan en forma aceitada.

Las organizaciones burocráticas -privadas o públicas- no están exentas de problemas. Por el contrario, están sujetas a la actuación de una serie de factores que pueden provocar el deterioro en sus ventajas relativas y el surgimiento de deseconomías a medida que se extienden progresivamente la integración e internalización de actividades y el tamaño de la organización.

Especialmente las más grandes, muestran deficiencias en términos de control y problemas de motivación, tanto para los participantes de menor nivel escalafonario como para aquellos que tienen el máximo grado de responsabilidad. Además, los esquemas de remuneraciones y ascensos propios de las jerarquías pueden limitar los incentivos a un buen desempeño y provocar efectos disuasivos para individuos con iniciativa que, de otra manera, estarían dispuestos a trabajar en la organización. Estos problemas -y las críticas que se derivan de ellos- se acentuarían en las organizaciones estatales ya que, por su carácter de públicas, deben garantizar determinados derechos a sus empleados -condiciones de trabajo, promoción, salario, estabilidad, etc.- que restringen la motivación y la superación personal (Mayntz, 1993).

También estarían sujetas a la actuación de una serie de factores que pueden provocar el deterioro en sus ventajas relativas y el surgimiento de desventajas o costos, especialmente a medida que se extiende el tamaño de la organización. No es infrecuente observar que en las administraciones educativas se verifican una serie de tendencias que contribuyen: a) a la deformación en las decisiones, b) a la proliferación de nuevos roles que responden más a demandas o presiones de subgrupos dentro de la organización que al cumplimiento de las metas (con un aumento asociado en los costos de supervisión) y, c) al mantenimiento de actividades, procesos o proyectos que ya no sirven a los fines de la organización y que, por lo tanto, son obsoletos o improductivos. En estas tendencias entran en juego comportamientos estratégicos que se revelan en esfuerzos por parte de uno o varios miembros de la organización por manipular el sistema con el objetivo de promover sus intereses individuales y de grupo.

Adicionalmente, una de las desventajas es que la desresponsabilización de los resultados de las rutinas promueve la necesidad de mayor control que el previsto originariamente (incluso por la teoría). Por eso, no son pocos -más bien lo contrario- los superiores que se sobrecargan de trabajo y no pueden confiar en la delegación de tareas, es decir, en la descentralización administrativa (Mayntz, 1993). Los objetivos se cumplen, pero en un contexto de rigidez normativa y pesadez de los procesos, además de las demoras y costos en términos de esfuerzos.

Así, en una estructura organizacional donde esa autorización existe, la delegación de facultades permitiría el aprovechamiento de los niveles decisorios intermedios, el proceso de toma de decisiones se agilizaría y en los eslabones más altos de la cadena de autoridad se concentrarían únicamente las decisiones estratégicas. Por el contrario, una insuficiente descentralización vertical produce una excesiva concentración de las decisiones, aun de las más pequeñas. El resultado es una dilatación de los tiempos en los procesos y tramitaciones, con costos para los clientes internos, externos y para los niveles de conducción de las organizaciones, que terminan profundamente involucrados en la resolución de cuestiones operativas y cotidianas.

Pero debemos recordar que las normas y los reglamentos, son un refugio, un sostén para el administrador y los niveles intermedios. Suele soslayarse que la sujeción a aquellos facilita la rendición de cuentas hacia arriba; es decir, a los órganos de control. Justamente, es ese peso de la rendición de cuentas uno de los diferentes factores que consolida la centralización (Mayntz, 1993). Este contexto contribuye a explicar por qué, muchas veces, las reglas terminan siendo más importantes que el objetivo. Brindan seguridad; por eso, el agente involucrado no siempre desea autonomía para la toma de decisiones. La centralización, en estos casos, no es vista como un problema sino como una solución.

Incluso, en el ámbito escolar, imponen restricciones al ejercicio de su autonomía hasta en aspectos de lo más nimios. En nuestros países, los docentes y directores, acostumbrados a convivir con ellas, no siempre las perciben como limitantes en el ejercicio autónomo y profesional de su actividad.

No obstante, como se sabe, a veces también son utilizadas discrecionalmente. Su cantidad y profusión ha hecho que muchas de ellas se nieguen mutuamente o, en el mejor de los casos, se remitan entre sí dificultando su seguimiento y aplicación. Cuando resulta conveniente no involucrarse o no arriesgarse, se elige el interminable camino de la consulta al superior jerárquico. Otras, directamente se aprovecha el desconocimiento de este último (sobre todo si es un funcionario político), para hacer valer las preferencias del nivel inferior. Frente a este panorama, aunque parezca contradictorio, incluso cuanto más detallada e inaplicable a veces es la norma, la libertad de los órganos inferiores para su interpretación es mayor (Dupuy y Thoenig, 1993).

Hasta cierto punto, las consideraciones expuestas son aplicables a algunos de los numerosos problemas que suelen enfrentar los ministerios de educación. Así, por ejemplo, las actividades de la administración de estas organizaciones suponen: a) una mayor predictibilidad y, por lo tanto, b) menor incertidumbre, c) un alto índice de estandarización, d) posibilidades de coordinación inter áreas más o menos objetivables, etc. No obstante, más allá de los motivos que pudieran originarla, la tendencia a la centralización -incluso en aspectos menores, sin importancia- es elevada.

No son pocas las administraciones educativas en las que, en la práctica, no hay delegación o, cuando la hay, es escasa. Esta ausencia de delegación estaría señalando que, o no se puede lograr (con monitoreo, incentivos o algún otro mecanismo), o se desconoce cómo hacer que el personal elegido para desempeñar sus funciones actúe en concordancia con los intereses de la organización (suponiendo que los de la jerarquía son iguales a los de la organización). De este modo se pierde parte de las ventajas de las burocracias permaneciendo, principalmente, sus inconvenientes (tanto organizacionales como económicos).

2. La asimetría informativa

En los sistemas educativos públicos se han hecho evidentes las diferencias de información que tienen los actores locales y el nivel central. Éste nunca estaría bien informado acerca de las necesidades y las capacidades de los actores locales, lo que derivaría en una asignación ineficiente o en un desperdicio de recursos.

En efecto, no es inusual que las administraciones educativas centrales - especialmente las que tienen a su cargo sistemas educativos de gran tamaño- cuenten con poca información y/o con información distorsionada acerca de lo que ocurre tanto en el nivel local como en las propias escuelas. Por ejemplo, es común que en la relación entre el nivel central y las dependencias o delegaciones ministeriales locales se verifiquen una serie de problemas al respecto: superposición de múltiples canales de ida y vuelta de la información, desconocimiento por parte del nivel central de quiénes son y qué actividades realizan los agentes locales, dificultades para monitorear sus acciones, etc. También es cierto que el sistema de educación pública no siempre ofrece información ni señales sobre la calidad de las escuelas, la evolución de su desempeño, quiénes son los docentes, etc.

La literatura dedicada al tema suele diferenciar dos grandes vertientes de aplicación del problema planteado por la existencia de información asimétrica.

Una de estas corrientes se vincula a la escasez de información que tiene el empleador o superior jerárquico acerca del tipo o características del agente de rango inferior. Esto se aplica a situaciones muy disímiles. Por ejemplo, en el ámbito de las organizaciones, este hecho se asocia inmediatamente al desconocimiento por parte de los empleadores de las características de los potenciales empleados y, por ende, a la incertidumbre sobre si resultarán o no adecuados para un trabajo dado. En este tipo de situaciones, el elemento común es la necesidad de seleccionar el tipo de agente adecuado.

Otra forma de manifestarse ese problema se origina en que las jerarquías desconocen si los agentes y niveles inferiores de las organizaciones actúan en forma coincidente con los intereses de aquéllas. En teoría, el empleador y/o el superior jerárquico siempre (aunque en diferente medida según las características del trabajo encomendado) es capaz de observar el resultado de la acción del agente o del órgano responsable de determinado proceso (piezas fabricadas, productos vendidos, etc.). Sin embargo, en la práctica: a) puede desconocer o no ser capaz de observar su acción o, b) aun observándola, puede no contar con otro tipo de información que hace al resultado de la operación y que, en cambio, la otra parte sí tiene.1 1 Frente a este diagnóstico, en los últimos quince años se ha ido extendiendo en la región la aplicación de pruebas estandarizadas de aprendizaje.

La otra corriente señala que una de las implicancias de la información asimétrica es el problema vinculado a un posible comportamiento oportunista del personal de la organización. Esto se debe a que, como se dijo, el agente que realiza las acciones puede optar por perseguir su propio interés a expensas de los demás (de ahí que constituye un problema de información para el empleador). Este problema no requiere, necesariamente, que el personal actúe de manera contraria a los intereses del contratante, sino que la sola posibilidad de que esto ocurra es lo que genera el problema (Petersen, 1995). Hay quienes van más allá y sostienen que, con frecuencia, una de las grandes diferencias en el modo de organizar la producción entre el mercado y las burocracias -en nuestro caso, en particular, las estatales- reside en la factibilidad de resolver ese potencial oportunismo (Milgrom y Roberts, 1992).

3. La ausencia de incentivos

Al abordar la cuestión de las fallas del Estado y de la falla burocrática, el paradigma económico dominante centra su atención en los incentivos como la diferencia entre el sector privado y el público como causa principal de la ineficiencia de este último. La falta de incentivos para que las agencias públicas generen los resultados socialmente deseables implicaría que los remedios del Estado a las fallas del mercado también pueden fracasar y, por lo tanto, deja de ser deseable la intervención estatal.

Por un lado, se consideran los incentivos organizacionales. A diferencia de las empresas privadas, los organismos públicos (empresas, ministerios, etc.) no se enfrentan a la amenaza de una quiebra sino que tienen la posibilidad permanente de recibir fondos del Estado. Para la economía, la posibilidad de una quiebra es valorada como incentivo porque impone una restricción presupuestaria a las empresas y actúa como un mecanismo natural para reemplazar equipos directivos que hubieran mostrado una gestión ineficiente.

Un segundo tipo de desincentivo es la ausencia de competencia en el sector público, argumento de gran peso en las propuestas dirigidas a introducir elementos del mercado en la educación tales como el subsidio a la demanda (volveremos sobre este punto más adelante). Básicamente, la competencia permite elegir. Los consumidores pueden expresar sus preferencias eligiendo, lo que obliga a las empresas a ser más eficientes.

Por otra parte, también se plantea que la estructura de incentivos individuales coloca al sector público en desventaja respecto del privado. Los organismos públicos fallarían en proveer incentivos (para ser eficaces, eficientes, y/o responder a los fines de la organización) a las personas que trabajan en ellos debido a las restricciones que enfrentan tanto en materia de política salarial como en lo relativo a la estabilidad en el empleo. Este argumento, entre otros, es el que sustentaría las propuestas de introducción de cláusulas de productividad en las relaciones contractuales docentes.

Con respecto a los incentivos, las administraciones educativas deben sumar al problema de los bajos salarios -de docentes y administrativos- un conjunto de normas obsoletas que, por ejemplo, establecen aumentos salariales principalmente en función de la antigüedad en un cargo dado; dificultan (cuando no impiden) la reasignación del personal en función de las necesidades del sistema y de la organización que lo conduce; obstaculizan el establecimiento de un sistema que premie el buen desempeño, etc.

La cuestión central a resolver ante estos problemas es cómo garantizar que la acción del agente resulte acorde a los intereses, del grupo o de la organización. Las dos vías principales para lograrlo son: a) vincular los ingresos del agente al resultado de la acción y/o, b) asignar una mayor cantidad de recursos al monitoreo de la acción. Esta segunda cuestión implicaría una mayor intervención estatal que, precisamente, es lo que está en tela de juicio. Dado que el interés de este trabajo se centra en el análisis de la estructura de incentivos en educación, en lo que sigue sólo se aborda la cuestión del vínculo entre inversión y resultados.

4. La (falta de) relación entre el gasto y los aprendizajes

Al fervor inicial de los cálculos de las tasas de rentabilidad que proveían un marco objetivo para decidir el destino de los recursos entre diferentes niveles educativos, le siguió la práctica de ampliar el campo de acción de la economía, llevando a cabo estudios sectoriales como un proceso de insumo-producto que permitirían predecir el impacto de la adición o reasignación de los recursos al sistema (Hanushek, 1989). En sus comienzos, estos trabajos buscaban mejorar la asignación de los recursos que se estaban destinando al sector. La primera ola del capital humano se encontraba en su apogeo y de lo que se trataba era de optimizar los recursos que se asignaban en el marco de un sector que contribuía en forma significativa al crecimiento económico.

Estos estudios empleaban las herramientas que se habían venido aplicando en los análisis de funciones de producción de, sobre todo, la industria manufacturera. Una función de producción es una relación matemática que describe cómo los recursos pueden ser transformados en productos. Aplicada a educación, comprende el análisis de la relación existente entre los insumos escolares y los resultados educativos (medidos, la mayor de las veces, a través de resultados en pruebas estandarizadas de aprendizaje).

No obstante las dificultades metodológicas -que no son pocas-, los especialistas han desarrollado decenas de investigaciones sobre la función de producción educativa. A los efectos de lo que nos interesa en este trabajo, cabe detenerse en los análisis que intentan medir la influencia del gasto educativo y el salario docente con los resultados en el aprendizaje. Según estos estudios, no existiría vínculo entre esas variables (por ejemplo, a mayores salarios, mejores resultados y viceversa).

La explicación de estos hechos no es difícil: en la medida que los salarios no están sujetos a ninguna cláusula de productividad (independientemente de cómo se la mida y evalúe), no necesariamente debe reportarse esa relación. Por lo tanto, el corolario resulta más o menos obvio: o no se debe continuar incrementando el salario o debe comenzar a atárselo a algún elemento de productividad. Si se considera la alta proporción de las nóminas salariales docentes dentro del gasto educativo, se puede comprender la facilidad con la que estos argumentos pueden extrapolarse al gasto educativo en su totalidad. En este caso, también, se puede ver que uno de los problemas para encontrar vínculos entre el gasto educativo y el desempeño es que no hay nada inherente en ese gasto que conduzca a mejores resultados en el aprendizaje. En forma más directa, una vez más, se verifica una falta de incentivos en el sistema educativo.

Más allá de estas consideraciones, el hecho es que los estudios referidos a las funciones de producción han arribado a diferentes resultados o, cuando los hallazgos fueron similares, generaron explicaciones no pocas veces contradictorias entre sí. Por eso, la ausencia de correlación entre variables claves, el declive de la teoría del capital humano, las críticas sobre el vínculo entre educación y productividad (credencialismo, etc.), la evidencia sobre la escasa o nula mejora en la distribución del ingreso, la crisis fiscal, los problemas de información asimétrica, de incentivos y los derivados de la alta centralización, entre otras, allanaron el camino para que los estudios de las funciones de producción comenzaran a sustentar, técnicamente, el recorte o contención de los gastos educativos a la vez que potenciaron las ideas sobre la introducción de mecanismos de mercado en el sector que permitieran mejorar su productividad.

Estas apreciaciones no son patrimonio de las investigaciones llevadas a cabo por economistas de la educación. Más bien forman parte de la corriente dominante de la teoría de las finanzas públicas en los últimos lustros. Ésta comenzó a insistir en la necesidad de sopesar las fallas del mercado con las incurridas por el Estado, que estarían explicando el bajo desempeño del sector público en general y, en lo que a nosotros respecta, el educativo en particular.

No pocas de las propuestas de reforma en la asignación de recursos en el sector de los últimos años le deben su sustento a esta corriente de pensamiento. Para resolver esos problemas, las discusiones han considerado diversas dimensiones y sugerencias de cursos de acción. Su común denominador ha sido el de la introducción de mecanismos de mercado con el objeto de promover la eficiencia sectorial.

Los cuasi mercados

Las propuestas comprenden un amplio rango de opciones. En el extremo están aquellas que se atienen al financiamiento estatal pero a la prestación privada del servicio por parte de las escuelas (a través de la entrega de cupones -vouchers- por cada alumno que concurre a los centros escolares o, en forma más general, los sistemas de capitación).

Como vimos, la teoría económica tradicional justifica la intervención del Estado en la educación principalmente por los beneficios que ésta genera para la sociedad, es decir, aquellos que van más allá de los beneficios privados que obtiene el individuo que se educa. La racionalidad de la intervención estatal se centraría en que el mercado, por sí sólo, no es capaz de proveer este tipo de bienes de naturaleza cuasi o semi pública en la cantidad socialmente deseable, sino que tenderá a suministrar una cantidad menor. En efecto, no hay por qué esperar que los padres decidan enviar a sus hijos a la escuela debido a los beneficios sociales que ésta genera ni tampoco que el sector privado contemple esos beneficios sociales -que no forman parte de la demanda que enfrenta- al decidir la cantidad de educación que ofrecerá.

Pero la economía no ofrece respuestas unívocas en lo que se refiere a la naturaleza y al alcance de la intervención del gobierno en la educación. Así, en teoría, el Estado tiene opciones tanto en materia de asignación de los recursos al sector como de financiamiento (puede ser parcial o total) como, especialmente, en la modalidad de provisión (pública - privada).

Más allá de la necesidad de tomar con cautela y en ocasiones relativizar los argumentos en contra de la intervención estatal contemplando los problemas que muestran los mercados, la realidad es que la escuela de pensamiento dominante en las últimas décadas sostiene una postura anti sector público (no sólo en educación). Como resultado práctico, están las políticas (o propuestas de implementación de políticas) dirigidas a reforzar los mecanismos y procesos del mercado (Bailey, 1995, Cullis y Jones, 1998).

En el caso concreto de la educación, la respuesta a las "fallas del Estado" vino de la mano de propuestas tendientes a mantener el principio de financiamiento público para prevenir las fallas del mercado y, al mismo tiempo, incorporar elementos que imitan al mercado para proveer incentivos a los docentes y burócratas en orden a hacerlos más eficientes y capaces de rendir cuentas a la sociedad. Por eso, a estas propuestas se las engloba bajo el concepto genérico de "cuasi mercados".

Se trata de arreglos institucionales intermedios entre el Estado y el mercado que combinan el principio de financiamiento público -y los controles burocráticos que necesariamente lo acompañan- con los enfoques que promueven la competencia entre escuelas y la libre elección. Básicamente, se posibilita a los padres elegir la escuela. Bajo la condición de que estén adecuadamente informados, el resultado esperado es que las escuelas rindan cuentas a sus clientes y hagan un mejor uso de sus recursos. Como puede apreciarse, el concepto de cuasi mercados se corresponde con los esquemas de subsidio a la demanda (tipo voucher), inicialmente propuestos por Friedman (1955).

En los esquemas de esta clase (y sin considerar las numerosas variantes que presenta), los padres inscriben a sus hijos en la escuela de su preferencia, la que recibirá fondos del gobierno en función de la cantidad de alumnos que atienda. Si los padres no están conformes con la educación recibida por sus hijos pueden retirarlos de esa escuela e inscribirlos en otra. Esto significa, en términos de Hirschmann (1970), que expresan sus preferencias a través del mecanismo de "salida". Los fondos del Estado, siguiendo a los alumnos, se redireccionarán hacia la nueva escuela elegida (por eso, la denominación de subsidio a la demanda). En la medida en que una escuela pierde matrícula, se desfinancia: su única alternativa para no desaparecer del sistema es adecuar su propuesta a los requerimientos de la demanda (cualesquiera que estos fueren: calidad, disciplina, deportes, valores religiosos, etc.).

Según la teoría, los cuasi mercados combinan lo mejor del mercado y del Estado. Por un lado, el financiamiento público: a) asegura el acceso a la educación para todos y, b) limita las tendencias a que la inversión en educación resulte menor a la socialmente deseable (nuevamente, volvemos a la cuestión de las externalidades de la educación). Por el otro, la libre elección crea el entorno competitivo necesario para que las escuelas aumenten la eficiencia en el uso de los recursos y provean una educación de mayor calidad. Además, políticas de ese tipo mejorarían la calidad de la educación: en la medida que entren en juego los mecanismos de oferta y demanda (por la matrícula y, por medio de esa vía, los vouchers), las escuelas se verían forzadas a mejorar su oferta educativa con el consiguiente beneficio para el conjunto del sistema. En el largo plazo, sólo sobrevivirían las que han sido capaces de captar mayor cantidad de alumnos ofreciendo, en forma simultánea, un servicio de mejor calidad.

1. El sistema educativo como sistema económico

Independientemente de la variedad de interpretaciones en torno al concepto e instrumento, uno de los elementos comunes a las distintas modalidades del voucher es, como dijimos, su objetivo de extender la elección e influencia de las preferencias del consumidor. Así, los padres no sólo podrían elegir y cambiar la escuela de sus hijos sino que se promovería la competencia para atraer más vouchers. Según se postula, las que pierdan matrícula dispondrían de alicientes para mejorar y, si aun así no lo hicieran, deberían desaparecer.

En sentido contrario, las escuelas tendrían un incentivo monetario para captar mayor cantidad de alumnos. Esto fue criticado señalándose que no son organizaciones con fines de lucro y sus objetivos no son la maximización de beneficios. Más aún, es sabido que no siempre los docentes quieren más alumnos en sus aulas (situación que fomentaría este tipo de propuestas); por otra parte, no existen incentivos a los docentes para que quieran captar más alumnos. Además, la competencia en algunos casos estaría seriamente limitada por factores geográficos: sólo estarían comprendidas las escuelas ubicadas en áreas densamente pobladas y las zonas rurales con poca matrícula quedarían excluidas de esa posibilidad.

Por lo tanto, los comportamientos de sus integrantes pueden ser diferentes a los de una empresa y no por eso ser menos racionales. Además, no tienen la misma posibilidad que una empresa de reaccionar frente a aumentos en la demanda incrementando la escala de producción pues las escuelas tienen una capacidad edilicia limitada. Las escuelas estatales no abren sucursales y, justamente, uno de los problemas de los intentos de replicar las características de las escuelas eficaces a otras que no lo eran, fue la dificultad de reproducir las experiencias exitosas. En forma más directa, las escuelas no son Mc Donalds en los que el consumidor tiene garantías de que el servicio ofrecido es el mismo en Buenos Aires, Nueva York o Burundi.

La propuesta del subsidio a la demanda refleja en su forma más cabal la lógica del discurso neoclásico. En la versión friedmaniana de la asociación o aplicación a la educación de las reglas de juego del mercado, "las instituciones eran corporaciones, los docentes eran productores, los estudiantes eran consumidores y el sistema educativo era un mercado nacional o global" (Marginson, 1997).

Pero así como ni el más neoclásico de los economistas aspira per se a la quiebra de las empresas, tampoco promovería la de las escuelas. No debe olvidarse que uno de los objetivos del subsidio a la demanda es brindar las señales (que el sistema presupuestario tradicional no puede dar) para que las escuelas mejoren la calidad del servicio prestado.

Sin embargo, la economía enseña por qué una empresa puede desaparecer, pero no cómo hace para volver a operar en condiciones competitivas. Es decir, no explica cuál es el disparador de la dinámica que restablece a las firmas en la senda de la competitividad. El mecanismo dominante, preferido por esta corriente de pensamiento y que conduce a la asignación eficiente de recursos es el de la salida según la cual, cuando un consumidor no se encuentra satisfecho con un producto, puede dejar de comprarlo y/o sustituirlo por otro (Hirschman, 1970).

Así como el mercado no brinda las respuestas de cómo debe cambiar el sector privado empresarial, el mercado educativo tampoco las tendría (Murnane y Levy, 1996). El éxodo de los alumnos de las escuelas a las que concurren sólo puede enviar señales de la declinación pero no el contenido del cambio que debería operar. Además, las firmas privadas, aun cuando deseen cambiar -y de hecho lo hacen-, los insumos y procesos se encuentran bajo su control. En cambio, para la política educativa hay variables -como el contexto socioeconómico de los alumnos, por ejemplo- que son del tipo no manipulable (Cohn y Geske, 1990) y, por lo tanto, poco es lo que se puede hacer por medio de acciones educativas propiamente dichas (Levin y Kelley, 1994). Por eso, no a todas las escuelas les demanda el mismo esfuerzo lograr buenos resultados educativos. A algunas les es más difícil que a otras y equipararlas por un mismo precio bajo reglas del mercado puede resultar, cuanto menos, peligroso. Sin embargo, esta homogeneidad en la disponibilidad de recursos (humanos, financieros y materiales) también se encuentra presente en las escuelas estatales bajo el sistema actual. Como en otras tantas situaciones, el modelo de provisión del servicio vigente no escapa a muchas de las críticas que se le pueden hacer al mercantil.

En la simpleza del juego de la oferta y la demanda se pierde de vista la complejidad y la importancia que reviste para el funcionamiento eficaz del voucher el conocimiento del proceso de elección (y de salida) de una escuela. Preguntas tales como los motivos por los que los padres e hijos eligen la escuela (v.g. disciplina, aprendizaje, distancia, valores); a través de qué medios se informan sobre ella y si el proceso de elección se encuentra influido por su origen socioeconómico y cultural, todavía hoy no tienen respuesta categórica.

En otras palabras, las escuelas que eventualmente sobrevivan podrían hacerlo por razones muy distintas a las que se postula o espera como deseable. En tal sentido, la efectividad en los logros en el aprendizaje es sólo uno de los múltiples motivos por los que un padre puede optar por una institución determinada. Además, esto requiere que se efectúen buenas decisiones: en términos de los supuestos de la teoría, las familias elegirían la escuela en función de sus mejores logros y no por otros motivos. Pero los padres conocedores de las dificultades en el aprendizaje de sus hijos bien podrían inscribirlos, precisamente, en escuelas de calidad deficiente en las que es más probable que culminen su escolarización sin mayores dificultades.

Este comportamiento resulta tan racional como la decisión de inscribir a un hijo en una escuela de mayor efectividad. Más aún si en la función de utilidad educativa se incluyera no sólo el aprendizaje sino la finalización del nivel de enseñanza que se encuentra cursando el alumno. En el eventual mercado educativo no sobrevivirían sólo las escuelas más eficientes y de mejor calidad si una parte de la demanda -como parece ser que sucede- se comportara de este modo.

2. La soberanía del consumidor

Desde una perspectiva que intenta mezclar lo económico con lo social, los defensores del subsidio a la demanda sostienen que el mercado es el mejor mecanismo de control de la educación y, debido a ello, uno de los medios más poderosos para introducir reformas en función de las necesidades de los alumnos y las escuelas a las que asisten. En términos económicos, permite ejercer la soberanía del consumidor y, por lo tanto, mejorar la capacidad de demanda de los padres respecto del servicio que les está siendo provisto. En síntesis, este sería el vehículo más sencillo y directo para expresar su visión de las escuelas a las que envían a sus hijos.

En esta lógica de pensamiento, una vez que concurren al establecimiento, sólo el tiempo y la experiencia confirmarán si la escuela elegida se adapta a los gustos de los consumidores. Si ello no fuera así, los padres podrían retirar a sus hijos -junto con sus vouchers- de la institución. Pero cambiar de escuela no es lo mismo que cambiar de marca de un artículo de limpieza o de cualquier otro producto. En tal sentido, si hubiera un límite -como parece ser que lo hay- a la cantidad de veces que una familia está dispuesta a reubicar a sus hijos en diferentes escuelas, se estaría en presencia de una barrera más a la dinámica que suponen las propuestas de mercantilización educativa. Esta lealtad y/o inercia por parte de las familias tampoco es irracional. La constatación de este tipo de comportamientos ante distintas situaciones (v.g. mudarse de casa, emigrar, etc.) fue denominado fatiga de salida por Hirschman (1970).

Aun si se aceptara la efectividad del funcionamiento del mecanismo de mercado -aunque de menor intensidad que el que originariamente podría haberse pensado- debe recordarse que el objetivo era la mejora en la calidad de las escuelas y no su desaparición. Por lo tanto, conviene tener presente que una demanda muy elástica en la que el éxodo fuera masivo y no diera tiempo a la recuperación no sería de gran ayuda. En tal sentido, la magnitud de la salida tiene que ser tal que garantice la existencia de suficientes recursos monetarios y temporales para que esa mejoría tenga lugar. Por eso es necesario que, de modo similar a las empresas, se disponga de una combinación de padres-clientes alertas e inertes (los adjetivos son de Hirschman). Porque los primeros son quienes envían las señales e información de la necesidad del cambio y los segundos son los que brindan el tiempo necesario para la recuperación.

Pero esta salida no supone el ejercicio de la soberanía del consumidor que suponen quienes apoyan el desempeño del sistema educativo como una economía de mercado: la diferenciación y diversificación de los servicios continuaría dependiendo más de la oferta que de la demanda educativa. En los casos de efectividad de las escuelas privadas que tendrían esa virtud por antonomasia (Chubb y Moe, 1990) y constituyen el benchmark de los sostenedores del voucher, la libertad de elección opera en la órbita de la toma de decisiones de asignación de recursos a nivel microeducativo -es decir, en la esfera de la producción del servicio- y no en la demanda -es decir, en los consumidores- que es por lo que abogan muchos reformistas. Naturalmente, ésta es una característica del sistema capitalista para cualquier tipo de bien y, por lo tanto, el funcionamiento de las escuelas en un contexto de mercado no escaparía a ello (tampoco es ajena a esto, por supuesto, la oferta educativa estatal).

En otras palabras, mayor elección no es sinónimo de mayor poder por parte de los consumidores (Cohen y Farrar, 1977): se puede elegir, pero entre una oferta que está dada y cuya variedad quizás no tiene vínculo alguno con los deseos de la demanda. Así, la participación sólo se limitaría a brindar mayores posibilidades de elección y si las innovaciones tuvieran lugar, correspondería analizar hasta qué punto se deberían a la mayor descentralización escolar o al supuesto mayor poder de los padres derivado de su salida de la escuela.

El voucher, tal como está planteado, propone una soberanía del consumidor pasiva que no incentiva la participación activa de los padres (en particular, si no adicionan recursos propios para el sostenimiento de la escuela). En otras palabras, inhibe el ejercicio de la voz que es el intento de "cambiar un estado de cosas poco satisfactorio, en lugar de abandonarlo, mediante la petición individual o colectiva a los administradores directamente responsables" (Hirschman, 1970).

Entonces, la voz es el complemento casi natural de la salida y su aplicación o el grado en que deben combinarse depende de su factibilidad relativa para comunicar la insatisfacción y obtener (alguna) respuesta por parte de las escuelas. No hay una receta prescriptiva única de cuánto es la dosis de una u otra; pero ambos son mecanismos indispensables que transmiten, cada uno a su manera, información. Naturalmente, el grado de receptividad determinará su eficacia.

Ahora bien, frente a la salida que es una decisión que puede llevarse a cabo individualmente, la voz supone algún tipo de acción colectiva para poder influir efectivamente. Además, en contraposición, la salida es un mecanismo más sencillo, no requiere de mayores esfuerzos y es menos comprometido para un consumidor. Entonces, ¿por qué no descansar solamente en la salida -tal como lo propone el modelo del voucher- que es más rápida y operativa? Simplemente, porque la voz permitiría anticipar el éxodo escolar a la vez que transmitir activamente la necesidad y el sentido del cambio en la prestación del servicio educativo.

Descansar sólo en la salida, tal como se encuentra planteado en ese modelo, puede ser ineficaz porque no da contenido a esa señal. Las familias deseosas de garantizar una educación de calidad para sus hijos los reinscriben en otra escuela observando sólo su interés, que las preserva en su bienestar privado actuando en forma individual. El esquema del subsidio a la demanda en su forma pura e ideal no aporta elementos que permitan revelar los motivos que originan la salida silenciosa y en soledad de las familias conscientes del deterioro de la calidad.

Ante la indeterminación del camino más apropiado, Hirschman (1970) concluye que hay tres posibilidades: "para conservar su capacidad de lucha contra el deterioro, los organismos que descansan primordialmente en uno de los dos mecanismos de reacción necesitan una inyección ocasional del otro. Otros organismos quizá necesiten pasar por ciclos regulares donde la salida y la voz se alternen como actores principales. Por último, la conciencia de las tendencias intrínsecas hacia la inestabilidad de cualquier combinación óptima puede ayudar a mejorar el diseño de instituciones que necesitan la salida y la voz para mantenerse saludables".

Pero si las opciones de salida se encuentran muy facilitadas, las dificultades para mejorar o hacer recuperar a la organización por la vía de la voz son menores. En el caso de las escuelas, la existencia de establecimientos privados estimula el éxodo de las estatales por parte de quienes pueden solventarlos haciendo que los padres más atentos a la eventual caída de la calidad del producto no utilicen el mecanismo de la voz. Paralelamente, las escuelas estatales, al tener garantizado su sostenimiento, no reaccionan y se encuentran hasta cómodas ante esta falta de participación.2 2 A estos efectos, la salida de las escuelas de baja calidad puede operar, desde el inicio, por la vía de la no inscripción de los alumnos en las mismas. Esto contrastaría con lo que sucede en las escuelas privadas que -una vez que el alumno se encuentra matriculado- son, o aparentan ser, más receptivas a la participación y demandas de los padres que, aunque no lo hagan manifiesto, conllevan en sí la amenaza de la pérdida de recursos.

Estas consideraciones que a primera vista parecerían contradictorias se clarifican si se considera que la existencia de opciones debilita la voz e incentiva la salida: una pequeña dosis de competencia (por ejemplo, de escuelas privadas), favorece al monopolista indolente porque lo libera de sus padres más conflictivos. En tal sentido, incluso la existencia de algunas escuelas estatales de calidad también contribuiría -en el esquema conceptual de la voz y la salida, a la mediocridad de otras escuelas ya que constituyen una válvula de escape para aquellos padres leales al sistema estatal que se encuentran a la búsqueda de mejores escuelas para sus hijos. Esto, por supuesto, de ninguna manera implica la oposición a la diversidad y existencia de alternativas. Simplemente intenta describir el contexto que facilita la salida de la escuela de los padres más preocupados por la calidad de la educación. Además, creo que se ajusta bastante a las tendencias de los últimos lustros en algunos de los países de la región (Argentina y Chile, por ejemplo).

En el modelo de mercado, esta competencia funcionaría mejor ya que sería eficaz para todo el universo de escuelas y familias la posibilidad de captar las ventajas de la amenaza de la salida. La insistencia de vincular el financiamiento de las escuelas a la cantidad de alumnos se debe a que si el abandono del establecimiento por un deterioro en la calidad no implica pérdida de recursos o medidas de algún tipo, no se podrían apropiar esos supuestos beneficios y las escuelas no tendrían señales y/o incentivos que las obliguen al cambio.

Pero el ejercicio extremo de la opción de la salida acompañada de una caída de recursos puede ser el golpe final para una escuela. Pero no por indolencia o incapacidad sino por imposibilidad fáctica para reaccionar. El proceso se inicia cuando el establecimiento comienza a perder alumnos pertenecientes a las familias que perciben la caída en la calidad del producto y no pueden o no quieren ejercer su facultad de voz. En este caso, ya no importaría tanto su capacidad para influir en la realidad sino el efecto puramente cuantitativo que se derivaría de su éxodo: su salida impone una caída adicional en la calidad por efecto de la menor cantidad de consumidores. Ahora lo que recibe la escuela es insuficiente para sostener los costos de funcionamiento, pero ni siquiera del nivel de calidad existente al momento en que se inició el éxodo, sino peor. Se manifiesta un círculo vicioso que no es posible resolver por medio de las fuerzas del mercado y que, lejos de conducir a la mejoría deseada acentúa la caída: las peores comienzan a perder alumnos y carecen de los recursos para mejorar; esto, a su vez, promueve una nueva pérdida de estudiantes y así sucesivamente.

En el marco conceptual de la voz y la salida, las organizaciones necesitan de, al menos, un mínimo de salida y de participación de los padres para obtener información sobre su deterioro. El éxodo y/o la protesta totales y constantes pueden llevar a la desaparición de la escuela. En el extremo, la lealtad sin voz coloca a los padres en estado de letargo. Claro que la declaración por decreto de la posibilidad de la participación de la comunidad -es decir, la voz-, tampoco garantiza resultados. Esto se correspondería a una visión ingenua de lo que es posible esperar de la participación por sí sola en la actualidad. Sin una política orientada a calificar la demanda -es decir, a promover y mejorar la capacidad de demandar en general-, probablemente se generen tendencias a la segmentación del mismo modo que las que resultarían de las propuestas de mercantilización.

Por último, hay una posibilidad más que puede inhibir o alterar la dinámica virtuosa del modelo del subsidio a la demanda y de la que tampoco escapa el actual sistema de provisión estatal. Más allá de los problemas comentados respecto de la disponibilidad y acceso diferencial a la información, la voz puede estar debilitada o anulada y la salida neutralizada si los consumidores no perciben que hay fallas en la producción del servicio y/o que la calidad del producto es mala. La estigmatización y la asignación de la responsabilidad por los bajos resultados a los alumnos y al escaso compromiso de sus padres no es novedosa en el ámbito educativo. En el lenguaje económico esto equivale a imputar la mala calidad del producto al consumidor. Sin voz y sin salida, la declinación de las escuelas a las que concurren estas familias parece hasta natural e inevitable y se dependerá totalmente de la capacidad de la oferta -el equipo docente en este caso- para reaccionar a un deterioro del que, probablemente, ni siquiera tenga conciencia.

La descentralización

No todas las propuestas de reforma han sido tan radicales ni todas introducen explícitamente o, a simple vista, mecanismos de mercado. Más aún, en algunas, la presencia estatal se encuentra plenamente vigente pero bajo otra forma, magnitud y, al menos en teoría, otras reglas de juego. Tal sería el caso de las propuestas, aunque no siempre de las prácticas, de descentralización.

Sin ser tan abiertamente mercantil, al menos teóricamente, la descentralización en el ámbito del sector público también permitiría corregir o atenuar los problemas de las grandes organizaciones burocráticas. Básicamente, como se sabe, los economistas ponderan su capacidad de imprimir mayor eficiencia. Ésta sería la expresión y consecuencia de la hipotética mayor participación y democratización de las decisiones. En otras palabras, bajo las formas de administración descentralizada, la competencia profesional requerida por organizaciones jerárquicas estaría siendo sustituida (o complementada) por un modo de funcionamiento distinto, no por una organización diferente: la debilitada presión interna de la cadena de mandos es sustituida por una diferente presión externa.

El caso particular de la educación, además, y como consecuencia de esto último, presentaría una serie de aspectos positivos adicionales para sus promotores. En primer lugar y, salvo que se verifique en su forma extrema -la privatización-, el servicio continúa siendo estatal. Lo cual no es menor en un ámbito donde razones históricas, sociales, políticas e ideológicas inducen a resistir el abandono o disminución de la presencia estatal o la introducción explícita de mecanismos de mercado. Como sostiene Gherardi (1993), "con frecuencia, la solución técnicamente mejor, no es socialmente posible". Esto no significa sostener que la introducción de mecanismos de mercado sea la solución a los problemas educativos. Sólo que, para determinados actores y organismos, la descentralización se presenta como un subóptimo frente a la impracticabilidad de otras alternativas tales como las del subsidio a la demanda o, directamente, la privatización del servicio.

En segundo lugar, se trata de un arreglo institucional que, simultáneamente, puede generar consensos en las diferentes posiciones ideológicas. La descentralización no sólo permite conjugar las ideas de control y de mercado sino, también, las de participación social, que resultan atractivas para sectores progresistas. Por eso es posible encontrar líneas interpretativas totalmente contrapuestas a favor de aquélla. Sintéticamente, Haefner (2000) señala: a) al enfoque neoliberal, que la encuentra como un antecedente previo a la privatización, b) a la visión tecnocrática, que deposita en ella su capacidad de racionalizar y optimizar procesos y, c) a la "utopía descentralizadora" que confía en su capacidad democratizadora. Posiblemente, lo que la torna tan compleja analíticamente sea, precisamente, la posibilidad de que, en un mismo proceso, se conjuguen todas esas tendencias en forma simultánea.

En los últimos lustros, en algunos países de la región se han venido llevando a cabo procesos de descentralización. Pero las similitudes del nivel de formalización con los modelos de administración centralizados de los que partieron y con las formas centralizadas que todavía se mantienen en otros sistemas educativos de la región, son las que hacen dudar al analista sobre los alcances efectivos de la descentralización. La clave para la comprensión de este fenómeno residiría, precisamente, en el grado de formalización y la escasa delegación de poder de decisión de las normas en las (nuevas) administraciones descentralizadas.

Así, el traslado del modelo organizativo y sus reglas de funcionamiento a una escala menor, torna a las unidades administrativas iguales o parecidas unas a las otras y, por lo tanto, sólo el más puro azar hará que los resultados esperados se produzcan. No obstante, no debe perderse de vista que, más allá de las eventuales réplicas de las formas organizacionales, algunos de los problemas de la administración centralizada, sino resueltos, al menos deberían comenzar a atenuarse. En principio, el sólo hecho de que las distancias en el acceso (no sólo geográfico) respecto del nuevo centro sean menores, brinda la posibilidad de que suceda. Por supuesto, como suele ocurrir, esta es una condición necesaria, no suficiente; pero, al menos ahora, se encuentra presente.

El tipo de análisis predominante en el ámbito educativo sobre el grado de centralización se basa en clasificarlos según sea quien detente la responsabilidad por la prestación del servicio. Pero esto soslaya el hecho de que, en rigor, en no pocos casos, la responsabilidad se limita a la (correcta) aplicación de la norma. Además, una lectura lineal y/o literal de esa definición implicaría correr el riesgo de negar la que tienen las escuelas y sus docentes. Por eso, como se dijo, cuando se analiza la administración educativa, debe procederse con cautela en el uso del concepto de centralización.

En una descentralización consecuente, las regulaciones (o gran parte de ellas) deberían ser sustituidas por otro tipo de instituciones o reglas de juego. Pero encontramos que, en la mayor parte de las experiencias, buena parte de las normas que rigen son las de los gobiernos centrales o, en el mejor de los casos, son adaptaciones o meras imitaciones de las existentes con anterioridad. En el extremo, se han observado casos de la instauración, lisa y llana, de nuevas reglas por parte del viejo centro. La descentralización debería barrer obstáculos, pero cuando se verifica que lo que hubo en muchos casos fue una traslación de las normas a una escala menor se encuentra que, el modo de resolución de las contingencias que, en la centralización burocrática no tienen espacio para superarse, continúa siendo en esencia el mismo.

Por eso, si las propuestas de descentralización no contemplan: a) las propias debilidades de la administración central, b) las características de los actores locales (eventuales sujetos de la política descentralizadora) y, c) la naturaleza del vínculo entre ambos, pueden llegar a resultar, en el ámbito territorial local, no más que una réplica (o, mejor dicho, decenas o cientos de ellas), a escala, de las dificultades de gerenciamiento prevalecientes en el centro. Quizás se deba a esto que en algunos sistemas educativos lo que se observa es, en rigor, una reproducción de las viejas estructuras centralizadas pero ahora en los órganos descentralizados. En otras palabras, no es difícil descubrir que detrás de las formas descentralizadas lo que hay es, en verdad estructuras poli-céntricas que estarían replicando los viejos problemas de un solo centro. En forma más directa, no es inusual encontrar que los gobiernos subnacionales descentralizados constituyan nuevas instancias de centralización.

Pero la forma organizacional no es sólo una cuestión de diseño técnico. Si fuera así, las asociaciones magisteriales no habrían rechazado o percibido con desconfianza la descentralización de la administración educativa. Tradicionalmente han visto que, en forma implícita, se pretendía minar o neutralizar su poder, dispersando, por la vía de la descentralización, la unidad y fortaleza sindical que tenían con anterioridad a la reforma. Además, si fuera un problema técnico, los gobiernos centrales no estarían interviniendo, por ejemplo, por medio de la regulación de las carreras docentes, la cuestión salarial, las evaluaciones, etc.

Si se considera la descentralización como una decisión exclusivamente organizacional, la escasez de avances en algunos sistemas podría atribuirse a la ineficacia. Sin embargo, quizás convendría reflexionar sobre la posibilidad de que la definición centralización-descentralización esté superando el ámbito organizacional y se trate, en realidad, de un problema social cuya alternativa de solución no se encuentra aún definitivamente zanjada. Cabe recordar que no todos los problemas sociales se convierten en cuestiones que la sociedad encuentra como problemas; así como éstas no siempre originan acciones de política pública. La definición que se adopte no solamente dará marco al enfoque del diagnóstico, sino que determinará el tipo de acciones que se deben proponer (Arango, 1998).

Que una situación dada afecte a un número significativo de personas es la dimensión que permite distinguir el problema social de los individuales, los grupales, y aún más, de los organizacionales. Asimismo, el planteo lleva a preguntarse "qué actores padecen la situación, quiénes la denuncian y cuáles tienen algún interés en que la condición no se modifique" (Suárez, 1989).

Incluir además de la perspectiva de la descentralización como decisión organizacional, la dimensión social, permitiría introducir la reflexión acerca de si se cuenta con una propuesta de solución que encarne las expectativas e intereses de los distintos actores involucrados. También trae a la luz la inquietante cuestión de si existe conciencia política y -en especial- comunitaria, de los efectos de la centralización educativa. En tal sentido, corresponde interrogarse cuánto podrá avanzarse en este aspecto sin la existencia de una efectiva demanda social en tal sentido y cuál será el hecho, si no se ha producido aún, que atraerá finalmente la atención de un número significativo de personas sobre el problema (Arango, 1998).

A modo de hipótesis, cabría indagar si la debilidad o indiferencia de los actores locales no ha sido sustituida por un esquema que, ateniéndose a los conceptos vigentes, podría categorizarse como una devolución o transferencia pero, en la práctica, no supera mayormente los límites impuestos por la desconcentración pero en una escala operativa menor. Alternativamente, habría que profundizar si, habiéndose transferido poder de decisión, éste no fue ejercido más que para replicar antiguas formas de administración. Contrariamente, en aquellos sistemas donde la autonomía escolar y/o participación comunitaria han sido mayores, correspondería investigar si no se debió a que la debilidad o, en algunos casos, hasta la ausencia del aparato estatal, era mayor que la de esos actores.

En todo caso, y más allá del esquema de delegación vigente, no debe soslayarse el hecho de que los órganos de administración no siempre tienen las capacidades institucionales para que la gestión de la educación descentralizada sea eficaz y eficiente. Como se sabe, ha habido procesos de descentralización en que esas capacidades, por ejemplo la de los recursos humanos que ahora deberían administrar las escuelas transferidas, no se encontraban presentes.

La cuestión reviste tal importancia que Crozier (citado por Chumbita, 1997) ha recomendado revisar la concepción tradicional de partir de los objetivos y olvidar los inconvenientes y los recursos. Por el contrario, propone partir de estos últimos, en especial los recursos humanos, y observar con atención los obstáculos. De ese contraste suele surgir, a menudo, un cambio en los objetivos originales.

Por lo tanto, difícilmente, pueda exigírseles una mínima capacidad de control sobre el destino de los recursos financieros y humanos cuando su preparación o la de las organizaciones a las que pertenecen es, en el mejor de los casos, limitada. En este sentido, más de una reforma educativa ha perdido de vista que lo que se suponía un punto de partida para emprenderla eficazmente, debería haber sido, en rigor, su propio objetivo.

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Recebido em 28 de março de 2008 e aprovado em 13 de junho de 2008.

Alejandro Mordochowicz

Posgraduado en Economía (Instituto Torcuato Di Tella, Argentina. Profesor de Financiamiento y Economía de la Educación en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), Buenos Aires, Argentina; Consultor y Profesor de lIIPE-UNESCO, Buenos Aires. Ha escrito entre otros: Discusiones de Economía de la Educación. Buenos Aires: Losada , 2003. What we can learn from a comparison of the schooling systems of South Africa and Argentina (en coautoría con Martin Gustaffson) Buenos Aires-Pretoria, 2008 http://ideas.repec.org/p/sza/wpaper/wpapers65.html. La planificación cuantitativa de la oferta y la demanda docente: una revisión metodológica y conceptual. IIPE-UNESCO, Buenos Aires, 2007. http://www.iipe-buenosaires.org.ar/_pdf/documentos/planeamiento_docente.pdf. amordu@ciudad.com.ar

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  • 1
    Frente a este diagnóstico, en los últimos quince años se ha ido extendiendo en la región la aplicación de pruebas estandarizadas de aprendizaje.
  • 2
    A estos efectos, la salida de las escuelas de baja calidad puede operar, desde el inicio, por la vía de la no inscripción de los alumnos en las mismas.
  • Fechas de Publicación

    • Publicación en esta colección
      17 Set 2010
    • Fecha del número
      Dic 2008

    Histórico

    • Acepto
      13 Jun 2008
    • Recibido
      28 Mar 2008
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